Tuesday, August 11, 2020

Diario de Laboratorio, día 8

Toda la gente tiene tics o gestos muy particulares. Piensa en familiares o amigos, elige un gesto y trata de describirlo.

A tiene los ojos redondos y grandes. Cuando me mira, es como si dentro de él aún viviera un niño que mira el mundo desde la absoluta inocencia. Sí, la mirada de A no distingue lo bueno de lo malo. Se posa sobre las personas sin el peso de los juicios, y es quizás por eso que se siente ligera, pese al tamaño de sus ojos. Su mirada no reclama atención ni requiere ser sostenida. Sólo busca una mirada que regrese con amabilidad desde otros ojos. 

Si le preguntara a A qué es lo que más le gusta de sí mismo, es probable que al final de la lista estarían sus ojos. Tengo cara de pájaro, me dijo una vez medio acomplejado. Pensé que tenía razón; había en sus ojos alguna semejanza con los de las aves. Pero, ¿por qué debía eso ser algo malo? Pensé en las gallinas, cuando mueven la cabeza de un lado a otro con la mirada estática. Hay algo adorable en la forma en que miran al su alrededor un poco ausentes, como si un monólogo interior tuviese lugar en sus pequeños cerebros de forma permanente. Tal vez A, tras esa dulzura de su mirada amigable, esconda un monólogo sin fin. Porque A es de esas personas que se cuestionan todo sobre sí mismos, todo el tiempo.

Alguna vez pude mirar a los ojos de A cada mañana al despertar en un tiempo no tan pasado. A veces se siente como ayer cuando lo tuve al otro lado de mi cama. Nunca durante esos días pensé en sus ojos. Estaban ahí, fijos, a la espera de esa mirada de regreso. Me pregunto si fui capaz de dársela.

O si ese día en el aeropuerto le dije a sus ojos con los míos cuánto me gustaban.-



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