Wednesday, November 09, 2016

Un secreto (17.7.2016)


I

Es miércoles y los palillos de metal todavía están sobre el sillón del living, como si alguien durante la labor de tejer hubiese tenido que huir ante una catástrofe. En realidad están allí desde el lunes, Noah lo sabe, porque los divisó ese día al llegar de la universidad. También siguen intactos los restos de las varillas de incienso que su madre suele encender por toda la casa. El polvillo grisáceo está esparcidos en la entrada de la cocina, en el pasillo y en el baño principal. Sobre la mesa del comedor, tazas y platos sucios apilados, rastros del domingo, el último día en que vio a sus padres.

Unos mezquinos rayos de sol apenas iluminan la habitación de Noah, que ahora intenta obtener información sobre el paradero de su familia en internet. Acostado sobre la cama, revisa una y otra vez su correo, envía mensajes por Facebook a sus primos que tanto detesta y a Tía Rosalía, la vieja que lo delató ante su mamá después de descubrirlo fumando marihuana. Deja atrás su orgullo sólo para obtener alguna pista, pero nadie sabe nada.

Prende un cigarro para calmar la ansiedad y sumergirse en sus recuerdos, volver a la tarde del domingo, cuando los tres almorzaron juntos y en silencio por última vez. El silencio, omnipresente dentro de esa casa, casi perceptible al tacto, ya a nadie incomodaba, tal vez por la pura costumbre. Desde hace un año que sus padres no se hablaban, sumidos en una guerra muda que parece no tener final ni banderas blancas ni cantos de victoria, y que también a él afecta. Aquella tarde con su madre comieron el último resto del budín de coliflor que ella preparó el lunes en cantidades irrisorias sólo para no tener que cocinar durante el resto de la semana. Comida para un ejército, le dijo con una sonrisa sardónica en el rostro, queriendo maquillar el patetismo de la situación. Amaro -a quien su único hijo prefería tratar por su nombre-, sentado al otro costado de la mesa y sin mirar a nadie, devoró un pan duro que encontró en el mueble de la cocina, mientras Noah se cuestionaba el porqué de seguir almorzando juntos. Después de eso, el hombre se puso de pie y avanzó con una lentitud desconcertante hasta desaparecer en el pasillo para encerrarse en la oficina. En sus movimientos mustios, su hijo reconoció la frustración casi enquistada en los músculos, como si a sus 45 años la vida lo hubiese derrotado sin posibilidades de revancha. Minutos después, su madre hizo lo mismo, pararse de la mesa y pasar junto a él destilando indiferencia. Tomó asiento sobre la única fracción de la alfombra del living que no estaba cubierta con papeles y prendas abandonadas, justo a un lado de la mesa de centro. Allí, incada en ese pequeño espacio, pudo iniciar el ritual, la más reciente obsesión de sus días: tejer.

Parecía que la técnica del crochet le daba sentido a la vida de Amanda. Sobre la mesa estaban ubicados con precisión los palillos y una veintena de estambres de lana repletando la superficie en medio del caos imperante. Sobre un mar de periódicos, boletas, bolsas y fotografías destrozadas y quemadas, flotaba ese santuario incólume. Desde la tragedia, ella dedicaba sus días a tejer bufandas interminables, mezclando texturas y colores al azar y que no siempre lucían bien.
Más tarde, recuerda Noah, Amaro se paseó en la habitación que usaba como oficina, a puertas cerradas, sin dar más señales de vida que los golpes de sus suelas contra el piso. Como siempre, dormiría ahí, en el cuartucho al final de la casa, sobre un sillón antiguo que conserva la forma de su cuerpo recostado. Al otro lado, más allá de la cocina, del living y de las dos habitaciones de sus hijos, Amanda se miraba en el espejo de su habitación, palpando sus arrugas, comprobando una vez más que ahí seguían las raíces blancas de su cabello. Horas frente al espejo hasta la medianoche, cuando el frío se pegó a la piel y ya no quedaban más arrugas por descubrir. Los vellos de sus piernas se erizaron y Amanda supo que debía ocultarse bajo las frazadas de la cama e intentar dormir. Desde su habitación, Noah adivinó las rutinas de sus padres: el espejo, la caminata nocturna en el despacho, los deseos por dormir bien al menos una noche. Conocía el orden de sus acciones diarias, y por eso fue capaz de predecir los gritos de Amanda a las dos de la madrugada. No pudo pegar los ojos hasta que oyó sus chillidos a causa de los conejos, cientos de ellos saliendo de debajo de su cama, escarbando o royendo la madera del catre. Recién en ese momento pudo dormir.

***

Cuando la oscuridad de la noche se ha apropiado de cada rincón, Noah regresa desde los recuerdos, como quien despierta de una sesión de hipnosis. Ruidos en la cocina o quizás en la calle lo obligan a abrir los ojos. Observa su entorno con detención y no logra identificar todas las formas que lo rodean. Siente miedo, un vacío en el estómago tan grande que hasta podría desaparecer dentro de él. Un vacío que muta a inquietud, a deseo, a necesidad. Encender el computador sin dejar de comerse las uñas, entrar al chat que siempre visita a ver si algo aparece. Se abre el catálogo de hombres y busca uno que le agrade, que se vea atractivo e interesante, que pueda dormir con él. Pero no hay nada.

II

Aníbal decidió dejar de existir hace once meses, días antes del vigésimo cumpleaños de Noah, su medio hermano. Una semana después, sus padres se ignoraban y dejaron de compartir la habitación; en realidad, dejaron de compartir todo. Noah, sin asimilarlo bien, reía con amargura al pensar que para el padre de su hermano, no había nacido ni fallecido un hijo, simplemente nunca había existido. ¿Qué tan fácil podía ser no existir?, se preguntaba tratando de comprender. Fue más fácil entenderlo cuando, en una de las tantas indiscreciones de la abuela Pía, supo que ese hombre era un camionero alcohólico que había sido –por lejos- la peor elección de su madre. “Un bueno para nada, igual que tu papá, sólo que menos malo”, le dijo la anciana mientras fulminaba un cigarrillo en uno de los tantos paseos por las calles del barrio de San Miguel. “Date con una piedra en el pecho porque al menos tienes papá y este país está lleno de bastardos. Peor es mascar laucha”. Noah pensó que la existencia estaba ligada al corazón de las personas.

***

Suicidio. La palabra dolía, picaba, molestaba, porque no había explicación ni indicios de que algo así pudiese suceder dentro del universo que había creado junto a su hermano. 
Pese a los siete años que los distanciaban, Noah y Aníbal tenían mucho en común. No se trataba sólo de la fascinación por los discos de vinilo y por las películas de ciencia ficción, porque había algo más. Tal vez una sensación compartida de estar viviendo en una casa ajena. Entre canciones de Nirvana y Pearl Jam, pasaron ese último verano juntos encerrados en la pieza de Aníbal, una tradición entre ellos a esas alturas, intentando descubrir cuáles eran sus talentos. Noah todavía no encontraba el suyo, pero su hermano ya lo había hecho. “Escribo, pongo todo en el papel hasta que me quedo seco de palabras, hasta que siento que ya no queda nada más por decir”, le dijo sin dejar su guitarra de lado.

***

En la habitación de Anibal está todo intacto, como si aún estuviera vivo y pendiente de mantener el orden de sus cosas. Noah lo recuerda así, maniaco, fanático del orden y la limpieza. Siguen aún los vinilos ordenados sobre la repisa de madera que está sobre la cama. Al lado, junto al ventanal que da al patio trasero, está el mueble que exhibe su colección de animales miniaturas, cientos de ellos. La cama está hecha, con el edredón negro que tanto le gustaba. Todo huele a él, a esa mezcla de desodorante masculino con algo maderoso que Noah nunca pudo distinguir. Su olor corporal era a madera.

Cuando está a punto de devolverse a su habitación, divisa algo escondido en un pequeño agujero en el techo, que está tapado con cinta adhesiva. Se para sobre una silla nervioso por saber qué es. Se tambalea y por unos segundos cree que caerá al piso, pero logra equilibrarse y arranca la cinta para ver lo que hay dentro. Es una libreta roja con algunos escritos. La expectación de Noah ya no tiene límites. Siente hormigas en el estómago y no sabe si es por terror o ansiedad. Abre la libreta en las únicas cinco hojas escritas.

Es el último diario de vida de Aníbal.

***
Lunes 10 de agosto, 2015

Aquí estoy, sentado en el living mientras mi mamá se pasea por la casa porque está contenta. Creo que es porque le hablé un poco, sólo para darle en el gusto. La verdad es que ya no la soporto con todas sus idioteces y siutiquerías. Siempre meditando encerrada en su pieza, siempre tarareando esas canciones de mierda, siempre con el fétido incienso y menjunjes en todos los rincones. Ahora le dio con que viajemos a la nieve juntos y me parece la peor idea que se le pudo ocurrir. Si al final el único que la toma en cuenta es mi hermano, que parece que le compra toda su vendida de pomada. Yo en cambio no le creo nada. Sé que Amaro tampoco. ¿Por qué un hombre como él se casó con una mujer tan mediocre y sin gracia como mi mamá?

Ayer salí con Aníbal, lo llevé a una tocata donde estaba lleno de gente de mi edad y todos me preguntaban por qué andaba con ese pendejo. Yo creo que los 19 años son un buen momento para que conozca la buena música y se abra un poquito al mundo. Se la pasa encerrado y está tomando el mismo carácter que mi mamá, pendiente de puras huevadas, sin ver lo esencial. Si hasta tiene esa misma mirada lastimera, con ojos de ciervo, como de mendigar amor.

Entramos a la okupa de San Miguel, la que queda justo atrás de mi casa y que colinda con los patios de algunos de mis vecinos. Para llegar tuvimos que darnos la vuelta a la manzana (que es gigante) y atravesar la parcela abandonada. La Magda, vieja sapa, estaba asomada en su pandereta y nos vio caminando juntos hacia allá. Es obvio que le dirá a mi mamá que nos estamos juntando con “los satánicos”, como ella llama a la gente distinta. Menos mal me importa una mierda.

Adentro empezó a tocar la banda e hicimos un slam. Noah no quiso ir porque encuentra que todo eso de bailar y saltar y pegarse es muy violento, y yo le digo que es una forma de vivir la música no más, que no le de color. Lo dejé solo un rato y me metí a pasarla bien y a la media hora ya tenía al pendejo encima pidiéndome que por favor nos fuéramos, que estaba chato y que no podía creer que yo fuera tan diferente a cuando estoy con él. Tan barsa, se atrevió a decirme que le gusta más el Aníbal pacífico y maduro a como soy con mis amigos. Ya no sé cómo rescatarlo, veo la mediocridad venir. Pura herencia de mi mamá, que todo lo categoriza en blanco y negro y no es capaz de ver lo que hay más allá, lo trascendental.

El punto es que Noah había llamado a Amaro para que fuera a buscarnos porque a él le daba miedo atravesar solo la parcela que está al lado. Opté por ignorarlo, porque es un pendejo cobarde. Amaro llegó un poco enojado, es obvio, si lo hacen levantarse a las dos de la madrugada para ir a buscar a un huevón que ya está grande como para esto. Después dice que su papá es demasiado serio e indiferente, que no pesca, ¿y cómo no va a hacer así si su hijo y su mujer son tan corrientes?

Nos fuimos caminando en silencio los tres, con Noah delante de nosotros, furioso. Cuando cruzamos la parcela abandonada, Amaro me miró como dudando si pasar por ahí. Me preguntó si tenía miedo y yo le dije que no, que a mí nada me asusta.

Llegamos a la casa con mi hermano dando portazos y todo, aunque ni con eso despertó mi mamá, que se empastilla y duerme hasta que es mediodía. Nunca hace nada con su vida más que tejer y dormir y meditar. El pendejo se encerró en su pieza y Amaro me propuso que nos tomáramos unas piscolas para conversar un rato, como padre e hijo. Por un momento tuve deseos de llorar.

Él me dijo que tomara mi vaso y fuéramos a la parcela abandonada, que si de verdad no tenía miedo, desde ahí veríamos mejor las estrellas. Y tenía razón: nunca en todo Santiago pude ver  mejor el cielo de noche. Nos echamos sobre el pasto en silencio a observar el cielo, y Amaro me dijo que debía aprender a querer a mi madre, por muy difìcil que fuera. Le pregunté si la amaba, si en verdad le parecía bien que vivieran siempre ignorándose. Él giró su cabeza hacia mí y me confesó que no, pero que a  veces sentía pena por ella.

Ojalá Amaro hubiese sido mi papá.


***
Viernes 14 de agosto, 2015

Mi mamá amaneció querendona, llenando el auto con frazadas, sillas plegables y canastos repletos de sandwiches y huevos duros, sin dejar de tararear  “Piel Canela”, el bolero que tanto le gusta y que yo aborrezco. Amaro estaba sentado en el asiento delantero escuchando un partido de fútbol en su radio de bolsillo, con la mirada resinosa, inexpresivo. Cuando está así me angustio.

Nos subimos al auto y avanzamos en dirección hacia la cordillera para ir al centro de ski de Farellones, ese era el plan del que ella nos hizo parte. Mi hermano iba sentado al lado mío mirando por la ventana, sin siquiera mirarme. Quise decirle que no me odiara, que hay cosas que hago por su bien, que es mejor que sigamos viviendo aparte dentro de la casa, lejos de los papás. Ojalá siguiera alejándose de ella, que se refugie en la música o en escribir, pero no hay mucho que hacer al respecto.

Mi mamá quiso romper el hielo durante el trayecto. ¿Vieron esos pájaros allá?, nos preguntó, y sólo Noah le contestó con exagerado dramatismo. Le dijo que le encantaban esos pájaros, que era muy bonitos, y movía las manos como si estuviera haciendo un discurso presidencial. Me decepciona cada día más, siento que son idénticos, queriendo agradar desesperadamente. Él no tiene la capacidad de darse cuenta lo vacía que está mi madre y el daño que le hace. Preferí ir mirando el camino, igual de Amaro, que no estaba interesado en escuchar esas conversaciones. Cuando comenzamos el ascenso, el camino ya se veía cubierto de nieve. Todo lucía blanco y tan brillante que encandilaba. Era gracioso ver cómo lo único que tomaba un tono diferente eran las marcas de las ruedas del auto sobre la nieve, huellas grises que arruinaban esa perfección. En ese momento comenzó a nevar y arriba, en la cima, los picos se veían inmensos. Amaro, sin dejar de lado su inexpresividad, sugirió que nos devolviéramos, porque el auto no aguantaría el ascenso. Mi mamá lo miró con los ojos vidriosos, a punto de llorar, iniciando una de sus tantas escenas porque se rompía su ilusión de un momento en familia. Y lo logró, porque se produjo lo inesperado, algo que ni Noaah ni yo habíamos visto antes: un abrazo entre ellos, breve, gélido, pero cierto. Sus cuerpos estuvieron pegados durante segundos que se sintieron irreales y sólo pensé el auto era demasiado pequeño. Hay un mirador techado para ver la nieve, pasemos la tarde ahí, le dijo Amaro volviendo su cuerpo hacia el manubrio. Mi mamá celebró la idea con un aplauso fingido y apenas nos detuvimos se bajó del auto junto a mi hermano para preparar su picnic. Como una niña, ella saltaba de un lado al otro, poniendo manteles, platos y cubiertos sobre una de las mesas de madera. Amaro me dijo que me cambiara al asiento del copiloto, porque desde allí en donde se estacionó la vista resultaba conmovedora. Los cerros y pendientes perdiéndose bajo la extensa capa de blanco eran todo un espectáculo.

Sin bajarse del auto, Amaro le dijo a mi mamá que necesitaba conversar conmigo algo importante, que nos esperaran. Ella y mi hermano se quedaron sentados mirando la nieve caer, con sus espaldas hacia nosotros. Tuve la sensación de que había llegado el momento que quise, se sentía en la energía. Me dijo que nos fuéramos y yo no sabía a qué se refería, pero mi corazón estaba latiendo con fuerza. Entonces puso su mano sobre la mía y creo haberlo visto sonreír. Vi su rostro acercándose, el momento en que sus ojos se cerraron, su brazo pasando hasta abrazarme. Me besó con amor, como no lo hacía hace años. Todo cobraba sentido al fin. Fue un beso breve, no debía vernos mi mamá. Me dijo que me amaba. Me dijo que nos fuéramos. Al fin entendí.

Estoy enamorado de Amaro y él de mí. No sé qué hacer, pero lo amo. Cuando nos bajamos del auto, nadie sospechó nada. Y lo cierto es que fue un lindo día en familia, en especial porque Amaro sonreía todo el tiempo, como nunca-nunca antes.

***

La alarma del reloj suena a las diez de la mañana y Noah despierta enseguida con la sensación incómoda de haber vivido ese momento muchas veces. Al abrir los ojos descubre entre las tantas formas del techo enmohecido un conejo gris bien definido, sentado sobre un agujero negro. Piensa en los conejos de los que habla siempre su madre, unos que hacen madrigueras bajo su cama sólo para incomodarla. Siente pena por ella, por su vida, por sus delirios.

Anoche, luego de leer los últimos escritos de su hermano, la realidad al fin cobra sentido. El silencio tiene un significado ahora y, en parte, la extraña forma de ser de Amaro. Pero el suicidio de su hermano todavía no tiene explicación y quizás nunca la tenga. Culpa, miedo, remordimiento, eran tantas las razones posibles.

En quince minutos empiezan las clases en la universidad y no parece interesarle en absoluto. Con la idea de sus padres desaparecidos y de la muerte de Aníbal, no hay espacio alguno en su cabeza para dedicarse a otras cosas. Necesita saber dónde están. Esta mañana, más que nunca antes, necesita tenerlos en casa para disipar todas las dudas.

Se atreve. Noah avanza a tientas por el oscuro pasillo que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura de las paredes está agrietada, llena de manchas aceitosas y ltelarañas entre los espacios de los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en donde la hiedra venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre adherida al parquet se pega a sus pies descalzos en cada paso.

Los recuerdos se disuelven justo cuando presiona con su mano la manilla de la puerta de la pieza de sus padres. Rompiendo todas las reglas que Amanda impuso hace un año, Noah se atreve –por primera vez- a abrir la puerta, pero está cerrada con llave.

III

Un hombre llegó a la casa de Noah al mediodía. Era corpulento, de quijada pronunciada y con un rostro anguloso en el que los ojos azules y cristalinos parecían ansiosos por hacerse notar. A Noah le pareció haberlo visto antes, porque unos ojos así se graban en la retina. Tal vez fue en otra vida, pensó, creyendo por un momento en la reencarnación, en las almas viejas y en las destinadas a volver a encontrarse una existencia tras otra, como le contaba la abuela Pía en ocasiones al hablar de su difunto marido. ¿Era ese hombre maduro y de mirada honesta lo que había estado esperando todo este tiempo?

Soy el de la semana pasada, el del baño público, ¿me recuerdas?, le dijo el desconocido sin moverse de la entrada, me diste tu dirección para que hiciéramos algo. Algo: un objeto, una bufanda a crochet, una ida a la nieve. Las imágenes desfilaron en su mente mientras una sensación de amargura lo embargó. Lo hizo pasar dando un paso atrás y sin decir nada. Se besaron enseguida para luego encerrarse en su habitación. Noah le pidió un par de veces que le besara la frente. Él desconocido sólo río.

Tu casa apesta, le dijo el hombre un rato después mientras se vestía. Deberías ventilar un poco, en serio.

***
Todos los cajones están abiertos; los de la cocina, los de los muebles del comedor, la despensa. Y ahora Noah revuelve los papeles y objetos que hay en el piso, molesto por no entender qué sucedió con sus padres.

Luego de una hora buscando, encuentra la llave dentro de una fuente de greda que Aníbal y Amaro trajeron de un paseo a Pomaire. Fue esa vez que estuvieron perdidos el día entero y dejaron a Amanda en la casa al borde de una crisis histérica. Cuando estuvieron de regreso con sus alcancías de cerdo y bolsas llenas de empanadas, ella les preguntó por qué no avisaron. Amaro, con el rostro congelado, le dijo “porque sí” y a ella no le quedó más que conformarse.

Noah avanza a tientas por el pasillo que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura de las paredes está agrietada, llena de manchas aceitosas y telarañas entre los espacios de los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en donde la hiedra venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre adherida al parquet se pega a sus pies descalzos en cada paso.


La llave plateada entra en la cerradura de la puerta de la habitación y por un segundo cree saber lo que encontrará. Presiona la manilla de bronce y empuja la puerta con rabia, como si en ese movimiento pudiese dejar ir todas las emociones que acumuló por meses. Enseguida lo azota un hedor insoportable, el olor a muerte. Amaro y Amanda están sobre la cama matrimonial, sin ropa, sin vida, uno al lado del otro, pero sin tocarse. La luz del día se filtra por un pequeño espacio que queda entre las cortinas cerradas, e ilumina sólo sus rostros. Sus pieles están verdeazuladas y sus ojos abiertos, hundidos ya en sus cuencas.  Noah se fija en la capa blanquecina de cubre sus miradas; ahora ya no miran nada. Observa los cuerpos un momento tapándose la boca con la manga de su sweater. Por primera vez en esos días, Noah vuelve a sonreir. 

Tuesday, October 18, 2016

Agua (29.8.2016)

Un hombre en traje de baño se posó en el trampolín. Hizo fuerza con sus pies sobre la superficie hasta hacerlo batir una y otra vez. Entonces alzó los brazos, juntó las palmas sobre la cabeza y, tras ejercer presión nuevamente, dio un salto veloz y se lanzó en picada dentro de la piscina. Facundo, hipnotizado, vio su cuerpo girar como en cámara lenta y enseguida pensó que sus movimientos eran iguales a los de las olas en el mar. Tras la mampara empañada que lo separaba de la zona de baño, pudo distinguir la silueta de esa persona atravesando la capa cristalina hasta convertirse en una figura indeterminada y borrosa bajo el agua. Sintió la urgencia de lanzarse así también, frente a todos, sin miedo ni vergüenza, pero sabía que era incapaz.

Atravesó la recepción con la mirada puesta en el piso, contando los cerámicos de dos en dos. Era un ejercicio divertido y le servía como pretexto para no tener que hacer contacto visual con las encargadas o saludarlas. Muchas veces sintió el peso de sus miradas molestas puestas sobre su nuca al pasar, pero jamás se volteó para comprobarlo. Ellas nunca lo comprenderían, aunque eso en realidad no le interesaba demasiado. Esta vez optó por contar hasta la entrada de los vestidores, desde donde pudo oír el rumor de las voces masculinas allí dentro. Se detuvo paralizado por la angustia al imaginar el cuarto lleno de hombres desnudos hablando de fútbol, de minitas, jugando a golpearse con las toallas, sin mirarse bajo los rostros ni por accidente. Las indicaciones de su psicólogo le parecieron más absurdas que nunca antes, un sinsentido absoluto. Hacer ejercicio ahí, con todos esos seres entre medio, no era más que un acto suicida, no un ayuda extra para canalizar sus emociones.

Por un momento pensó en volver a casa, alejarse de ahí y no pensar más en la idea del deporte, pero algo lo impulsó a quedarse y entrar al vestidor. David Montoya, como cada viernes al mediodía, entraría a la piscina con su traje de baño rojo que compró en Miami, ensimismado, sin mirar a nadie. La idea de verlo, de quizás acercarse a hablarle, fue la razón para volver a mover los pies y entrar al camarín. Pudo marcharse y no sentir la incomodidad de los cuerpos desnudos frente a sus ojos, pero el deseo de hablarle era más grande. Algo así como una necesidad vital.

El vestidor era un largo pasillo cubierto con una alfombra sintética verde para absorber la humedad. A cada costado, bajo los casilleros instalados en las paredes, estaban ubicadas las bancas en donde los desconocidos se sentaban para vestirse, desvestirse o simplemente conversar. Facundo entró en silencio, apretando con fuerza la toalla que llevaba en una de sus manos, sin siquiera levantar la vista para comprobar dónde estaba su casillero. En realidad, al ver el número de la llave que sacó en recepción, supo que debía estar casi al final. Fue hasta allá con el corazón acelerado golpeando su pecho, viendo de soslayo las figuras color piel a sus costados. Las imágenes difusas que pasaron a su lado como proyectadas pudieron ser vientres y brazos marcados por la natación, los cuerpos en forma de embudo, de torsos anchos, músculos alargados, cintura estrecha y ni un solo gramo de grasa. O quizás sólo era lo que su mente quería imaginar. Tomó asiento al final del cuarto, en donde se sintió protegido, como si esa esquina húmeda fuese el búnker desde el que se enfrentaría a la desnudez. Sí, porque desvestirse ahí era parte de una guerra personal, una situación que lo aterraba tanto como las horas obligatorias de educación física en el colegio, la tortura adolescente. Vino a su mente la imagen deformada de sí mismo hace quince años, cuando se sentaba bajo las graderías del patio del colegio para no tener que participar de la clase. Verse siendo aquel niño obeso de mejillas coloradas, con el acné vivo marcando su rostro y el primer bigote sobre el labio (una desagradable pelusa gris) le produjo una sensación de aguda incomodidad, como si alguien hubiese arrastrado las uña sobre un pizarrón.

De a poco empezaron a salir los hombres del vestidor hasta que no quedó nadie. Facundo dejó de simular que escribía mensajes por teléfono y comenzó a desvestirse con movimientos calculados, mirando a ratos hacia los lados para asegurarse de que nadie viniera. Se puso la toalla enrollada en la cintura y se sacó los pantalones por debajo, previniendo ser visto. Se preguntó por qué los vestidores debían ser siempre compartidos. ¿Acaso la privacidad no era relevante? ¿Podía ser visto en su completa intimidad por otros tan sólo por tener el mismo pedazo de carne colgando entre las piernas?
Cuando sintió el ruido de las puertas batientes se cubrió las piernas con un movimiento brusco, como si de pronto alguien lo hubiese descubierto guardando entre sus ropas algo que no le pertenecía. Se volteó molesto, aunque incapaz de hacer o decir algo (como siempre) y sintió como la habitación vaporosa pareció reducirse a su mínima expresión y el aire húmedo tornarse fangoso hasta casi no poderlo respirar. Era David Montoya en persona iniciando su mañana de deporte (sabía que vendría). Caminó hacia uno de los primeros casilleros rodeado de un halo de indiferencia, pensado quizás en su vida perfecta, en sus negocios en el extranjero, en que debía mantener bien ese cuerpo macizo y marcado, en la responsabilidad de ser un padre de familia, de mantener la casa tan costosa (Vitacura 387, Vitacura 387) en no olvidar pedirle a su asistenta que fuera pronto por los regalos de Navidad de sus hijas. No miró a Facundo, ni siquiera lo notó allá en el fondo, como si no fuera más que otro de los casilleros, un casillero de enormes proporciones, oxidado y abandonado, acumulando nada más que basura, bolsas con olor a humedad y ropa interior olvidada. En cambio él lo observó durante esos tres minutos, se fijó en la forma pausada de sus movimientos al desvestirse frente al espejo (igual como lo hacía en su habitación al llegar de la oficina), los ademanes exactos y duros, propios de un hombre bien educado y seguro de lo que significa ser un hombre. Porque David siempre fue un hombre en toda dimensión de la palabra, un macho alfa. Desde los primeros años en que fueron compañeros, lo recordaba siendo un hombre real, más desarrollado que el resto, más perspicaz. Todavía podía escuchar esa voz gruesa que llenaba la sala y hacía a sus compañeras voltearse a verlo. Y cuando deslizó los boxers hasta el suelo dándole la espalda, vio su trasero levantado, como de película porno, y se maldijo por nunca haber hecho algo antes para mejorar su cuerpo. Ahora era demasiado tarde y la obesidad mórbida de hace una década había dejado sus pieles sueltas, como cortinas vivas pegadas a los músculos. David seguía igual, pese al paso de los años, e incluso conservaba la altanería tan propia de sus movimientos, expelía seguridad. En sus treinta años vivía aquel adolescente hermoso y popular, de buena familia y con grandes capacidades de liderazgo. El personaje cliché de cualquier película de adolescentes que con una sola mirada era capaz de dar órdenes, de agrupar a los más sumisos, de encantar a cualquiera, incluso a Facundo.

No se dio cuenta cuando David salió del vestidor, aunque estaba seguro de que no le había concedido ni una sola mirada. Era probable que en esos minutos, a solo unos metros de él, ni siquiera se hubiese percatado de su presencia. Se puso de pie, cerró el casillero y caminó hacia la puerta, sintiendo algo que podía ser rabia o quizás autocompasión. Se encontró frente al espejo de la entrada y se preguntó si eso que vió ahí era un hombre. ¿Qué era? No sabía, pero dolía verse con la juventud tan oculta bajo todos esos quilos de piel sobrante. No ayudaban mucho las pantorrillas tan delgadas ni los brazos demasiado largos; todo incomodaba a la vista. Y la cicatriz que atravesaba su cuerpo estableciendo límites como en un mapamundi era algo deprimente. La mancha en forma ovalada comenzaba sobre la rodilla derecha, de forma semi triangular, hasta ocultarse bajo el traje de baño y volver a aparecer en la cintura, sobre la pretina. Más arriba, casi llegando al ombligo, la marca plana se volvía porosa y áspera, la cordillera en el mapamundi, llena de relieves y cavidades. Injertos de piel oscura que intentaron arreglar una tragedia, mejorar aquel daño permanente sin éxito.

El fulgor de las llamas todavía iluminaba algunas de sus pesadillas.

***
A su mente regresan las imágenes de las cálidas mañanas del año 2000, cuando sus propias inseguridades no le permitían socializar con cualquiera. De todas formas, no era difícil pasar desapercibido. De la casa al colegio, del colegio a la casa, no hablar mucho, no opinar en clases, no mirar a los hombres haciendo deporte (jamás): las reglas de oro, el manual de supervivencia. Entonces en la sala repleta de quinceañeros, una olla de hormonas, aparece la imagen de David con el uniforme impecable y el cabello peinado hacia el lado. Está junto a sus amigos, los mismos que lo acosan lanzándole la pelota en la cara, diciéndole “guatón marica”, los enemigos naturales de quienes debe huir a la salida.  Intercambian tazos o cartas o algunas de esas cosas de “niños-hombres”, el término que usa la orientadora a veces para sugerirle cómo debe comprtarse (mientras Facundo se pregunta cómo se es niño-hombre). El profesor ahora entrega las pruebas de Matemáticas. David sacó otro siete, como siempre, y se para sobre la mesa haciendo una reverencia o lo que sea eso que hace Marcelo Salas, el jugador de fútbol. David quiere llamar la atención, y de verdad lo logra: siempre con las bromas a flor de piel, las ideas ocurrentes y las ganas de socializar, de estar en la mente de todos. Por eso ahora va a su puesto y Facundo está a un segundo de sufrir una crisis de pánico. David le dirige la palabra por primera vez, luego de tomar una silla y sentarse frente a él. “Voy a celebrar mi cumpleaños”, le dice con una sonrisa que le parece honesta, mostrando los dientes parejos y ordenados. “¿Vamos?”. Una invitación real a un cumpleaños. Facundo no logra mirarlo a los ojos, pero trata de hablar simulando terminar un ecuación matemática en su cuaderno. Quiere llorar, abrazarlo y seguir llorando, darle las gracias por esa oportunidad, pero nada de eso sucede. Le dice que irá, y David se alegra tanto que le da una palmada en el hombro seguida de un apretón de estómago que lo deja helado. David posó la mano sobre su enorme panza y no está seguro de si eso es bueno o malo. El sabor metálico de la sangre invade su boca.

***
Todo estaba en silencio cuando Facundo entró al salón de la piscina. Dejó sus cosas sobre una de las sillas reclinables junto a la puerta y caminó descalzo hasta la escalera de acero que se perdía bajo el agua. Pese a que nadie lo observaba, tomó asiento sobre el borde y sólo en ese momento fue capaz de sacarse la polera. ¿Dónde estaba David? Quizás en el gimnasio o en el sauna o simplemente se había ido. El sonido de su cuerpo saliendo del agua fue la respuesta. David estaba en lo más profundo de la piscina, al parecer estático, como un cocodrilo acechando a su presa. Facundo se cubrió el torso con los brazos como por acto reflejo, humillado. ¿Cómo no se dio cuenta de que estaba ahí? Bajó rápido la escalera sin mirar y se lanzó torpe al agua hasta sumergirse. Allí abajo, donde los rayos del sol colándose por el techo de vidrio no lograban penetrar, vio las piernas de David al otro costado de la piscina. Se imaginó en la playa con las mismas piernas de deportista, tonificadas y cubiertas de pelo dorado, trotando en dirección al horizonte (al éxito) mientras hombres y mujeres alrededor lo aplaudían y alentaban. No pudo evitar reírse con aquella escena burda, dejando entrar el agua en su boca. Sintió que se ahogaba y estiró los brazos con desesperación intentando nadar hacia la superficie. Salió tosiendo y quejándose sin recuperar del todo la respiración. Una salida escandalosa, pensó mientras se acercaba a la escalera para volver a los vestidores. Ya había sido suficiente para él. Pero antes de poner un pie fuera del agua, miró a David, que seguía parado al otro lado de la piscina sin mirarlo, sin preocuparse en absoluto, con los ojos pegados en su smartwatch último modelo a prueba de agua que compró por eBay el 12 de octubre. Sí, Facundo había visto la factura electrónica en su email; 350 dólares más gastos de envío. Uno para Rebeca, otro para Laura, uno para su esposa y uno para él. Los fue a buscar a las oficina de FedEx tres días atrás, ansioso por usarlos, se notaba en su rostro cuando lo vio bajar de su auto y cruzar la calle con un cigarrillo en la boca. Todo eso recordó y pensó que a veces odiaba al mundo gracias a él. Por eso se atrevió a acercarse: había llegado el momento de recibir una disculpa. Flotó impulsandose sólo con los pies en dirección hacia David, silencioso, con la mitad de la cabeza fuera del agua. Tocó su espalda y él enseguida se volteó serio, con las facciones de hierro. ¿Necesitas algo?, le dijo David con un movimiento labial casi imperceptible, igual a los de un ventrílocuo. De tan cerca se veía mucho más atractivo que en las fotografías que decoraban las paredes de su living lujoso e inmaculado. ¿No te acuerdas de mí? Soy Facundo, fuimos compañeros.

No, Facundo, no recuerdo haberte visto antes.

***
La casa perfecta de David, con un jardín interminable y tan verde como la camisa Polo que lleva puesta. Lo recibe entusiasmado, con un abrazo cariñoso, si hasta puede sentir el olor cítrico de su perfume. Muy veraniego, piensa Facundo, que ahora entra tras David intentado ocultar la barriga de alguna forma. Estira la polera, se sube el pantalón a la cintura, pero no hay caso, esa guata no tiene solución. Pánico y adrenalina más unas ganas enormes de salir corriendo. Todos están en el living y no están sus padres. Son treinta o cuarenta personas, algunos sus compañeros de curso y también están los que los molestan, infaltables. Esos tres lo miran al entrar y siguen bebiendo shots de tequila, como si no les importara su presencia. Se alivia enseguida, porque prefiere ser ignorado antes que humillado. Suena esa frase en su cabeza con la voz ronca de algún locutor radial: mejor ser ignorado que humillado. Si fuera un producto, ese sería su eslogan publicitario. Ríe pensando en la idea y tres mujeres vestidas de cuero lo miran con cara de asco y ahora son ellas las que ríen. Pánico otra vez, segunda vez esta noche, ¿y si mejor me voy? Camina hacia la mesa a comer algo. ¿Es el guatón maricón ese? Alguien susurra eso o algo así, creyó escuchar eso. Sí, lo escuchó, se burlan de él esas tres tipas que ahora lo apuntan. La rubia le dice algo en el oído a la otra y ambas se ponen de pie (Facundo, huye). Facundo ahora avanza por el pasillo, cuenta los cerámicos de dos en dos hasta casi llegar a la puerta de salida. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Facundo, ¿adónde vas? Ven. Es David con su polera Polo y el olor cítrico y la barba de unos días tan delineada y Facundo con su bigote asqueroso-pelusa. No te vayas, ven, acompáñame. Al parecer nadie los sigue. David lo toma de la mano y entonces el mundo realmente se podría acabar. Ven, Facundo, te quiero mostrar algo. Si temblaba de terror, ahora es por la emoción. Es David que lo toma de la mano, ¿es David? Su cara tan bonita y el olor cítrico. Todo es demasiado. Todo es como las películas adolescentes, los clichés de las películas escolares. Se ve recibiendo la corona de reina en la fiesta de fin de año, las luces y todos aplaudiendo y entonces cae la sangre de cerdo sobre él, sobre su vestido blanco perfecto. Se ríe de nuevo y David le pregunta por qué lo hace. Porque esto es como una de esas películas terribles del colegio. Pero yo no te voy a hacer nada, Facundo. Lo que pasa es que mira, gordito, ven. Gordito. Odia esa palabra, pero como la dice David suena tierna y al fin se siente a salvo porque está con David Montoya. Entran a la habitación del final del patio y parece que ya es de noche y no hay mucha luz. Es un cuartito como estilo cabaña, con el piso de madera y el olor a Raid para matar a los zancudos. Siéntate aquí un ratito. Te quiero decir esto, Facundo, cierra los ojos. Sí, ese es el momento en el que lo humillan. Pero no siempre todo tiene que ser como en las películas, no siempre los rechazados son humillados y marcados para toda la vida. Lo sabe ahora que ve a David con los ojos cerrados a unos centímetros de su rostro. Se van a besar, la intensidad del perfume cítrico lo comprueba. Cierra los ojos. Pero no sucede, porque sí es como en las películas. Entra el trío de huevones que lo molestan, llevan máscaras de Gasparín y saltan y se ríen y David entonces ya no está. Guatón maricón culiao, eso le dicen, pero como cantando y lo meten dentro del closet, David lo mete dentro del closet. Los cuatro lo fuerzan a entrar a ese agujero negro y él grita y pide ayuda, igual que en las películas, y se siente tan estúpido por caer en algo así cuando todo siempre fue tan obvio. Está encerrado, abren y cierran la puerta y le tiran cosas dentro, peluches, comida, cerveza. David también lo hace con la misma sonrisa honesta y atrás están las niñas de cuero riéndose. Tenía que pasar como en las películas. Le hacen agujeros en la ropa con los cigarros y siente como eso quema su piel. El cigarro, la ceniza del cigarro, prende su ropa, prende toda su ropa porque había alcohol en ella mientras grita desesperado y los niños con máscaras ya no se están riendo para nada ni David ni nadie. David llama por teléfono y las mujeres le echan agua encima con el rostro lleno de terror. Todo es como en las películas adolescentes. Arde la piel y el corazón. El fuego no se apaga.

***
Facundo una vez más miró a David, que seguía de pie al fondo de la piscina mirando su smartwatch, y entendió que las personas como él nunca cambiaban. Pensó que en realidad era como esos personajes de las películas que se repiten de producción en producción: villanos efectivos, pero demasiado utilizados a esas alturas. Fue por eso que no insistió, no quiso vengarse cuando él simuló no conocerlo. Debía dejarlo ir de una vez por todas. Hundió la cabeza bajo el agua por última vez, convencido de que nunca más volvería a ese lugar. Pero algo llamó su atención en la profundidad: un objeto circular y negro de plástico que sobresalía en el piso celeste, justo en el centro de la piscina. Era el tapón, tan grande y mal puesto que parecía una verdadera obra del destino. Facundo se rió imaginando cómo sería ser alguna vez ser el villano, aunque fuera sólo por un par de minutos.-


Al otro lado (17.11.2015)


I.                    S o b e r b i a

Acostado sobre el edredón blanco de su cama king size, Aníbal está desnudo fumando un pito de marihuana que sacó de su cultivo indoor. Ve una cinta de Gus van Sant en la que dos hombres se pierden en un desierto de algún lugar de Norteamérica, y se les puede ver caminando en planos generales interminables en busca de una solución. Uno de ellos es maricón, piensa, y está seguro que quiere chupársela al más alto. Esta película es una mierda. Cierra los ojos y cambia al actor más delgado por Michael Fassbender. Entra a escena, también se pierde en el desierto con el alto de barba y con Fassbender. Los protagonistas están de rodillas ahora, mientras Aníbal sigue de pie. Se la chupan mirandolo a los ojos y oye a las aves carroñeras graznando a lo lejos. Perras, putas, ¿está rico?, ¿está rico el pico, putitas? Siente el viento gélido acariciando sus mejillas mientras Fassbender le pide que por favor lo folle pronto. Dentro de la pantalla de su LED y en la vida real acaba, manchando con su líquido los rostros de los actores y el cubrecama.

Enciende su teléfono para buscar alguna aventura, algo que no demande mucho tiempo ni esfuerzo ni mayor diálogo. La punta de su lengua, como por acto reflejo, roza sus labios, los entibia, produciéndole una segunda erección que reafirma su idea de encontrarse con algún desconocido esa noche. La aplicación de su smartphone muestra diferentes rostros, torsos, bultos, culos. Sabe que aquellas imágenes son deformaciones de realidad, pero que al menos sirven para garantizarle que no llegará a encontrarse con algún obeso o adefecio con principios de enanismo. Así se evita el mal rato.

Enseguida halla uno: se llama Pedro, 26 años, es guapo y exhibe un cuerpo trabajado y bien definido en su fotografía principal. Labios carnosos, cabello rojizo, nariz recta, paquete marcado. Moderno con lugar en Cerro Navia, señala en su breve descripción, que le suena como el eslogan de algún taller mecánico de medio pelo. Detesta la idea de atravesar Santiago, pero un lunes al atardecer no es el mejor momento para conseguir sexo, al menos de forma gratuita. Resignado, camina desnudo por el pasillo con el edredón entre sus manos. Baja hasta el lavadero y Franca, la empleada, enseguida mira hacia otro lugar, avergonzada y sin decir una sola palabra, acostumbrada a esas actitudes que Aníbal siempre tiene. Pone la ropa de cama sobre la tapa de la lavadora y sube al baño para tomar una ducha rápida.

***

Diez de la noche, media hora de retraso y la Avenida Kennedy abriéndose frente a él. Un peinado a lo Duran Duran, la chaqueta de cuero y los blue jeans rasgados, el look ideal e intencionalmente casual. I am the son and the heir of a shyness that is criminally vulgar, canta Morrissey desde la radio de su Volvo rojo. Ve su cara en el espejo retrovisor y sonríe, porque nada puede deternelo. ¿Qué diría su madre? Diría que eso es peligroso, que así se puede matar, que se deje de fumar tanta droga porque ya parece un huevón. Pero eso da lo mismo, porque ella está en Japón desde hace nueve meses aprendiendo una disciplina que no recuerda el nombre, y que sirve para hacer fluir la energía corporal, o tal vez es algo como un apostolado. Tampoco le interesa el tema de la disciplina ni la energía ni la imagen recurrente de su madre siendo penetrada por un micropene japonés.

Gire a la derecha y después su destino estará a la derecha, dice la voz femenina de acento español que sale de su GPS. Cree estar cerca, aunque no está seguro, ni está seguro de estar a salvo en el lugar. No puede evitar imaginarse rodando por una quebrada envuelto en una bolsa de basura, agónico, con las heridas abiertas después de la extracción de algunos de sus órganos. Ve a su madre dejando por unos días los micropenes y bukkakes para asistir a su funeral, vestida de negro, dramática, con sus tetas llenas de silicona envueltas en tercipelo y encaje. En ese preciso momento, desea más que cualquier otra cosa poder lavar sus manos. Disminuye la velocidad, ya está llegando, no puede creer que está ahí, entrando en una población desconocida, una boca de lobo.

Casas pareadas de ladrillo princesa sin pintar y las rejas y vidrios rotos y clavos cubriéndolo todo. Silencio incómodo, silencio de barrio de noche, del tipo que se interrumpe por los ronquidos de las narices con pelos y restos de cocaína pateada en el block de allá enfrente, por orgasmos de la vieja de la esquina, por las escenas de celo que terminan en asesinatos que luego salen en los canales que él nunca ve. No quiere bajar del auto, sólo quiere lavar sus manos. La sucesión de imágenes en su cabeza le juegan una mala pasada, lo sabe. Bip y vibración de su teléfono. Una nueva notificación de Instagram, alguien le ha dado like a 40 de sus fotografías. Son 40 de las 743 imágenes de su vida que están en la red. Nada de selfies ni cosas de mal gusto; son capturas tomadas por otros, pocas veces mirando a la cámara, siempre natural, en algún bello paraje de la India o escalando una montaña en cualquier parte del mundo, acompañadas todas de textos sobrios o fragmentos de alguna canción en inglés. Revisa la página de quien lo visitó y descubre con desagrado que es de Pedro, el tipo con el que follará, que justo ahora se asoma entre los visillos apolillados de su living-comedor para ver quién está en el auto. Selfies, muchas de ellas, los biceps y triceps duros y apretados, un bello cuerpo opacado por la poca prolijidad de las capturas. Un rollo de papel higiénico como parte del decorado, las poses burdas para resaltar los músculos, una mala depilación abdominal y la letra de una canción de Taylor Swift como uno de los tantos captions. Se abre la puerta de entrada y sale Pedro a recibirlo, vestido con un buzo gris y unas zapatillas Adidas blancas, como nuevas. Podría pisar el acelerador, olvidarse y llegar a casa a beber una botella de Arizona  mientras ve un capítulo de Grey’s Anatomy, pero no, porque el chico que sonríe desde afuera de su auto está bastante decente, aunque quizás “aceptable” funcione mejor para definirlo. Regresar sería haber perdido el tiempo, no atreverse, ser un cobarde y, peor aún, un prejuicioso sin remedio. Así que se baja y lo saluda como lo hacen los caballeros, dándole la mano, la misma que desde hace un rato quiere lavar.

Aníbal sigue al anfitrión y atraviesa el antejardín atestado de duendes de greda a mal traer. Posa sus ojos en su nuca, mientras lo escucha relatar cómo fue su tarde, lo difícil que estuvo el exámen de cocina, lo aburrido de tener que moverse cada mañana para ir al instituto, que está mega lejos. Mega, ¿qué es esa hueá? Al entrar al living-comedor-cocina-lavadero, descubre de inmediato que en esa casa vive gente religiosa. Las vírgenes maría lo observan con sus miradas reprobatorias, cubiertas de flores y listones y escarchas y brillos y luces LED. Versiones y reversiones de la santa en todos los formatos: calendarios, cuadros, velas, muñecas. Sí, mi abuelita es bien creyente, me encanta que le gusten estas hueas, dice Pedro llevándose las manos a la boca para morderse las uñas, aún de pie y sin dejar de moverse. Movimientos de nerviosísmo y ansiedad, de querer simpatizar, algo que Anibal sabe, porque lo aprendió cuando asistió a unas cuántas clases del primer semestre de psicología, y le encanta, es como buena nutrición para su ego. Luego se sientan y beben un poco de las botellas de Aperol que llevó. Pedro habla de la lepidopterofóbia y también de su hermana que está ‘en cinta’, lo que a Aníbal le parece muy gracioso, aquella forma de decir que está embarazada, tan gracioso como la vieja estampada en uno de los cojines del sillón. Los dos ríen y a Pedro le brillan un poco más los ojos. Aníbal cree que Pedro es simpático, como su casa y los cuadros y la vieja del cojín. Entonces pasa media hora de reloj y ya han bebido dos botellas de Aperol, están un poco ebrios y conversan dejando de lado la distancia, uno al lado del otro, y las vírgenes los miran y también esas figuras raras que cuelgan del mueble de la esquina donde se guardan vasos y esas cosas que no sabe qué son. Tú pareces pintor, ¡te apuesto a que eres artista!, dice Pedro a toda voz, dejando salir una emoción que le hace sentir una vergüenza desagradable, vergüenza ajena. No, yo soy traductor, le responde arrastrando las palabras. Miente, no es traductor, no hace nada, aunque para terminar la carrera le faltaron sólo dos años. Pero ese tema es muy fome, hablemos de otra cosa, y sin darse cuenta ya están besándose con desesperación. Apagar la luz y caminar a tientas en la oscuridad adivinando los pasillos de esa casa enana laberíntica de ampliaciones sobre ampliaciones. Besos con lengua, sentir su piercing moviéndose, abrir los ojos y ver los de Pedro cerrados y tras él, una corona navideña colgando en una pared de la pieza con dos catres, apenas iluminada por la luz de una lamparita sobre el velador. Pedro es de menor estatura, así que de puntillas alcanza su boca, temblando, aunque también puede ser por los nervios incontenibles que a Aníbal ya no le parecen tan simpáticos, porque él venía a culiar no más, no a ver como este tipo se ponía nervioso por su sola presencia. Igual lo besa y no le gusta su olor, pero lo besa. También siente un bulto escondido tras la tela del buzo. Lo palpa y sabe que es una verga grande que quiere y que lo hace olvidar a la virgen y a la vieja del cojín y a su mamá en Shibuya o Sumiyoshi-ku, ya no recuerda. Su mamá. Desliza su lengua con una agresividad grosera y sucia y su lengua áspera, igual que la de los gatos, sobre el bigote y la barba de tres días de Pedro. La vieja, por qué la vieja en un cojín. ¿Qué pasa? ¿No te gusto? Un tono neutral, un poco tierno y caviloso. Pedro le toma la mano y la pone subre su culo depilado, y eso sí le gusta y lo calienta, aunque está mareado y todo se mueve un poco. Por qué, si no tomé tanto. Las vírgenes, mamá, el flaite. Un grupo particular de individuos, tan distintos todos, pero que se calientan y se erotizan, a pesar de lo que dice la biblia. Así que vamos, flaite, vamos y follemos, aunque no sepa mucho sobre lo que está pasando, aunque esté mareado, aunque la virgen nos mire. Está feliz este flaite, yo sé que le gusto, me debo ver rico con este boxer, ¿te gusta? ¿Y si me lo sacas un poco? El teléfono, ya, buena ide/

***
Desayuno para dos: tostadas con margarina, jugo de naranja, un poco de leche, pan de pascua artesanal, todo puesto sobre una bandeja de plástico floreada. Pedro está apoyado en el marco de la puerta y anuncia su presencia en la habitación con un despiertaaa cariñoso. Aníbal entonces sale de un sueño profundo sin entender demasiado sobre la noche anterior, asfixiado entre las sábanas con olor a naftalina. Gira su cabeza y ve al chico vestido con un pijama azul, sonriéndole como si se conocieran desde siempre. Se incorpora de a poco, aquejado por un dolor de cabeza al que no le encuentra razón de ser, sin siquiera considerar que a sus 28 años una resaca se sufre tres veces más que en los primeros años de los 20. Tómate este juguito, niño lindo, antes que la caña te termine de matar. Mi mamá llega en un rato de la pega y no quiero que te vea aquí, así que no te demores mucho. Oye, pero yo quiero volver a verte.

Yo quiero volver a verte. Pedro, el meloso, se acerca y se sienta al costado de la cama, junto a sus pies, y pone la bandeja sobre el regazo de Aníbal, que está de espaldas sobre la cama con las piernas estiradas y el rostro vacío. Mastica unas palabras que no sabe cómo decir, que no tiene por qué decir, porque este chico que lo mira con tanta ilusión no tiene nada más en común con él que el lenguaje del sexo. La luz del exterior no lo ayuda a orientarse en el tiempo, pero está consciente de que es tarde y de que quiere marcharse. Por eso le dice que mejor se va y que no es buena idea verse otra vez, y mientras se viste ante la mirada de decepción de Pedro, piensa en el abísmo existente entre ellos. Asume ser del tipo de personas afortunadas que nacen con un pase de acceso VIP a la vida, con un derecho vitalicio a hacer y deshacer, a ser quienes se le plazca, porque la belleza física y la vida que les tocó son la promesa de una existencia llena de felicidad y aceptación social. Lamentaba, tal vez un poco, que el caso de Pedro no fuera igual, porque podía ver en él algo transparente, cierta nobleza de espíritu que llamaba su atención. Sin embargo, aquellas cualidades no eran suficientes, así que –sintiéndose un tanto culpable- decidió salir de la casa diciéndole a Pedro tú sabes que no funcionaría, somos muy diferentes. Chau, cuídate.

Fue al living, miró las vírgenes por última vez sintiéndo escalofríos y salió para volver a su casa, para no ver más a aquel ser que observa el mundo desde el mirador opuesto al suyo.










II.                  P a r a n o i a

Un kimono negro y un ramo de nomeolvides. Es su mamá que regresó de Shibuya. Es su mamá caminando por el bandejón central de la ciudad, cualquier ciudad. Es su mamá cruzando la calle temeraria, a punto de ser atropellada. Es ella quien le hace señas sin dejar de sonreir. Es ella que le dice ven ven, ven ahora, pero Aníbal no puede moverse ni acercarse al centro de la autopista, a pesar del camión que se acerca y del impulso que siente de rescatarla. Entonces, justo cuando el vehículo la arolla, abre los ojos y todo está oscuro. Es su habitación, lo sabe, aunque no ve nada. Intenta moverse sin resultado, tal vez por el miedo que le produjo la horrible pesadilla. Sólo puede pestañar, respirar y ver a esas dos siluetas que están paradas en el marco de su puerta. Quiere gritar, pedir ayuda, despertar a Franca que duerme en la pieza de al lado de la cocina y preguntarle si puede dormir junto a ella porque tiene mucho miedo. Pero no, porque es imposible, porque la voluntad que tiene sobre si mismo no es suficiente para ponerse de pie. Las siluetas caminan lento hacia él, lo rodean, observándolo con sus rostros inexistentes. Aníbal llora y emite quejidos ahogados en su propio llanto. Opta por cerrar los ojos, esperar lo inevitable, y –anestesiado por el terror- vuelve a dormir otra vez.

***
Han pasado ocho días desde su encuentro con Pedro y siete desde que tuvo la pesadilla de las sombras, suficiente espacio como para que su mente colapsara entre pensamientos delirantes e ideas absurdas. Además, con tanto tiempo sobrante de su año sabático, le es imposible dejar de elucubrar sobre lo sucedido. Cree ser víctima de un hechizo o brujería relacionada con esas vírgenes, las posibles causantes de los problemas de salud y malestares que lo han aquejado durante la semana.

Se levanta con un agudo dolor en las piernas y se mira en el espejo, al igual que cada día. Busca nuevas líneas de expresión, manchas en el rostro, algún exceso de grasa, pero no halla nada nuevo. Utiliza el espejo-lupa del baño para ver con más detalle bajo sus ojos. Bolsas culias, parezco cualquier cosa.

No todos los días se amanece con ganas / estoy feo L, tipea desde su teléfono para acompañar una nueva foto en Instagram, tal vez la primera o segunda que se toma él mismo sin polera. En los próximos minutos, sus 10 mil seguidores debieran apoderarse de su página, llenarla de piropos, de invitaciones a salir, de halagos por su belleza, por su físico envidiable, por su peinado medio ochentero o por la falsa espontaneidad de las tomas. Pero nada de eso ocurre, porque en una hora sólo ha recibido 90 likes. Nervioso, revisa su teléfono sin saber qué hay de malo en su captura. Tal vez fue el filtro que le da un aspecto demacrado, y por eso mismo su amigo Andrés posteó risas y un emoticón, para burlarse porque se ve mal. Y Pedro, ¿por qué Pedro no da like a mi foto? Enseguida entra a su Instagram, invadido por una excitación desconocida, y descubre que ya no lo sigue en esa red social ni en ninguna. Pedro lo eliminó de todo.

Decidido a encontrar respuestas, se concentra en la labor de dar con pistas que lo ayuden a aclararse. Ve las fotografías de Pedro, a sus amigos, los lugares que frecuenta, y todo le parece tan lejano, como si las páginas de la red social le mostraran cómo es la vida en otro planeta. Aún así, siente que lo que ve es cierto, una persona que no maquilla su realidad tanto como el resto de los comunes.

Desde su punto de vista, la mejor forma de solucionar el problema es acercándose a él siendo amistoso, así que, sin pensarlo demasiado, envía a Pedro un mensaje por WhatsApp.

Aníbal: ¿Te tinca una junta?
Pedro: Pense que no queriai verme mas.
Aníbal: Cambié de parecer.
Pedro: Es que no es tan llegar y llevar.
Aníbal: La vamos a pasar bien.
Pedro: Donde nos juntamos?
Aníbal: ¿Dónde quieres juntarte, loquillo?

***
Aníbal camina por uno de los senderos principales del Parque de los Reyes, sin saber bien en qué parte lo espera Pedro. Le dijo que casi al final del camino, a la altura de los tajamares y a un costado del Mapocho, pero su GPS no sabe dónde está ese lugar.  Evita apurar el paso por miedo a sufrir un nuevo episodio de tos -ya van tres en lo que va de la tarde-, aunque si fuera por él, correría sólo para solucionar el asunto cuanto antes.

Hola, te estaba esperando. Es la voz de Pedro, que está sentado sobre uno de los antiguos tajamares abandonados en el camino.

-          ¿Te costó mucho llegar? Sabía que te ibas a perder.
-          ¿Por eso me hiciste venir hasta acá? ¿Para que sufra? –responde Pedro acercándose a él sin poder ocultar su molestia.
-          Ya, ya, ya, déjate de dramatismo y siéntate aquí conmigo. ¿Una cerveza?

De un salto, Aníbal queda sentado sobre la superficie porosa, al lado de Pedro, y aún no recibe la cerveza.

-          ¿Qué pasa? ¿No quieres cervecita? ¿O pensai que le puse droga como en las películas? Musho rollo…
-          Ya, si no es eso -miente-. Lo que pasa es que he estado súper enfermo y estoy con antibióticos.
-          Enfermo de rico yo creo.

Aníbal siente el impulso de burlarse de Pedro por lo que acaba de decir, pero decide no hacerlo y termina por aceptar la cerveza. Y es que no sabe por qué, pero hay algo en él que le inspira cierta confianza. Tal vez su sencillez o la facilidad que tiene para despojarse del miedo o de la vergüenza sin importar quien esté enfrente.

Una vez cuando chico me quedé encerrado en la pieza de la casa vieja de un vecino, éramos bien amigos. Estábamos jugando a las escondidas o algo así. Parece que era la casa de su abuela. El punto es que filo, estaba yo ahí encerrado y no escuchaba a mi amigo. Entonces se me ocurrió acercarme a un closet, de esos roperos grandotes de madera, y abrí la puerta como medio asustado. No me voy a olvidar nunca: apenas moví las puertas salieron cientos, miles, ¡millones de bichos alados! Libélulas, polillas, mariposas, eran muchos, que se esparcieron por toda la pieza, sobre mi cuerpo, en todas partes estaban. Y yo no sabía qué hacer, me puse a gritar, porque los sentía ahí encima, en el cuello, en las piernas. Era el medio espectáculo, verlos volando libres por ahí y en todas las direcciones, pero eran demasiados, todo quedó tapado, ¡a mí se me tiraban encima! Me gustaría recordarlo como algo bonito, pero no puedo. Por eso es que me dan miedo.


Aníbal escucha con atención la historia de Pedro, intentando recordar la última vez que vio una libélula. Fue esa vez que andaba de paseo con sus padres antes de que se separaran, hace ocho o nueve años atrás, conociendo el Embalse Puclaro en el Valle del Elqui. Andaban en un Nissan V16, los tres, paseando por las calles y lugares emblemáticos de La Serena. Su papá todavía no lograba que su empresa de repuestos de autos se convirtiera en la flamante automotriz que era ahora.

Gaspar y Nahuel (13.10.2015)

El sol se esconde y apenas entibia el interior del aeropuerto de Santiago. Detrás de las paredes de cristal y fierro, dentro del recinto, Nahuel está a la espera de Gaspar hace más de tres horas, y las imágenes de sus facciones parecen deformarse dentro de su cabeza. Esa ceja gruesa e irregular se mezcla con la fotografía mental de sus labios finos, los mismos que quedaban ocultos tras su barba rojiza, la misma que le hacía cosquillas cuando se besaban. El cabello y la nariz toman una forma indefinida. Todas las imágenes se mezclan, creando una masa amorfa que lo atormenta.

Las manos sudorosas no le permiten ni siquiera poder usar su teléfono para distraerse mientras espera. Puede sentir algo así como una aceituna en su garganta, que lo lleva a experimentar cierta desesperación en algunos momentos. Durante esas horas, no le queda más que ver a toda la gente circular, gente que de cerca parece feliz al reecontrarse con otros o al subirse a aviones para ir al encuentro de ellos, pero que desde donde él está sentado, parecen insignificantes, como hormigas huyendo del agua.

Cuando el último rayo de luz deja de encandilarlo, su pierna inquieta al fin se detiene y un silencio interno lo invade por completo, justo cuando un avión despega hacia algun destino desconocido. Ve a Gaspar cocinando, leyendo un libro recostado en su lado de la cama, conversándole en el pasillo de algún supermercado. Sí, Gaspar se ha retrasado. Seguro que Gaspar ya viene.

***

La botella de vidrio giró una y otra vez en el centro del living hasta apuntarlo. Entonces Nahuel se le acercó nervioso frente a la mirada curiosa de Marla, con el corazón retumbando bajo su pecho. A unos centímetros de su boca, pudo percibir el olor a cerveza mezclado con el de su aliento dulzón, como el de un bebé. Cerró los ojos intentando no pensar en nada y lo besó. Esa noche, reunidos con dos amigas y dejándose llevar por la calentura y el alcohol, Gaspar y Nahuel se conocieron.

Quizás sería mejor utilizar la palabra re-conocieron, porque lo cierto es que eran cercanos desde hacía dos años, cuando disfrutaban de las libertades de ser quinceañeros. De hecho, sería aún más apropiado decir 'descubrieron', ya que fue en aquella desenfrenada reunión en la casa de Marla cuando al fin pudieron verse mutuamente, conocer en detalle las facciones en sus rostros de niños transformándose en hombres, sus barbas incipientes y, luego de ese beso, incluso comprender las aristas de sus personalidades, que tenían mucho más en común de lo que creían. Una noche que unió sus caminos, hilvanando dos historias distintas que crearían un nuevo bordado, particular e imperfecto.

Después de esa fiesta, y tal vez por todos los acontecimientos que vivieron juntos, la velocidad a la que avanzaban sus vidas aumentó. Terminar el colegio, asumir la homosexualidad, los primeros amoríos, decidir qué harían con sus vidas y luego ingresar a la universidad; todo sucedió en menos de cinco años, percibidos como si hubiesen sido uno solo, el más intenso de sus existencias.

Con una amistad forjada sin líneas definidas ni límites claros, pasaron la barrera de los 20 sintiéndose atraídos el uno al otro, unidos por una hebra invisible que equilibraba sus energías y los hacía confluir de una manera misteriosa. Atrás quedaba el mal genio de Gaspar o las profundas inseguridades de Nahuel, más cuando, dejándose llevar por el cauce de sus emociones, exploraban sus cuerpos. Sin decir nada, se metían juntos a la cama sabiendo que en ese momento de intimidad olvidarían cualquier cosa que los acongojara.

Fue ese año, 2007, cuando Gaspar y Nahuel dicidieron dejar Antofagasta e iniciar una vida ju tos en Santiago, seguros de que la ambigua amistad de casi una década no era otra cosa más que amor.

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Publicidad fue la opción que eligieron, aunque en diferentes universidades de la ciudad, y no les fue nada mal. Recién titulados ya tenían un trabajo, lo que les permitió vivir con cierta comodidad en un pequeño departamento en los alrededores del Cerro Santa Lucía. Nada del otro mundo, decía Nahuel a sus colegas, recalcando siempre que eran muy felices, a pesar de lo poco. Y sí, efectivamente lo eran: tenían una relación estable que muchos de sus cercanos hubiesen querido, y además eran capaces de compartir su tiempo con los demás, por lo que su círculo de amistades era común.

No se trataba sólo de sexo o compañía. La relación que forjaron funcionaba como un campo de fuerza, en el que nada ni nadie podía irrumpir con facilidad. Luego de tantos años en una ciudad pequeña, adaptarse a la realidad capitalina no resultó nada facil,  mucho menos el hacer amistades con personas tan diferentes a ellos.  En la comodidad de esa burbuja, dependían el uno del otro, como un sistema que no funcionaba si faltaba alguna de las partes.

Nahuel era para Gaspar como un santuario de paz, un lugar íntimo y de pertenencia en donde ahogar cada sentimiento de inquietud. Si bien no era una persona introvertida, la desconfianza que sentía hacia sus colegas lo llevaba a interponer una barrera con cualquiera que tuviese la intención de cruzar el límite establecido. A veces pensaba que Nahuel era el equivalente a su mundo, imaginándose una vida completa tan sólo de ellos, protagonistas de una historia secreta que no revelarían a nadie.

Para Gaspar, sin embargo, la realidad era distinta. En los últimos meses, una ambición desconocida echaba raíces bajo los cimientos de su relación, remeciendo cada cierto tiempo la estabilidad que habían alcanzado. El deseo de ser alguien distinto, gatillado quizás por la monotonía y la rutina de sus días juntos, despertó un espíritu indómito que no sabía llevaba dentro de sí, y que lo llevaba a buscar nuevas experiencias.

Son lindos los chiquillos, se complementan tanto. Se ven tan bien juntos. Cuando terminen dejaré de creer en el amor. Frases de sus cercanos que escuchaban con frecuencia y que surgían en los momentos en que ellos se demostraban su amor en público con una naturalidad que sorprendía. Fue por eso misma razón Marla, la amiga de eternas aventuras, decidió hacer una fiesta para celebrar los seis años de relación de sus “queridos hermanos”, como ella los llamaba. Ante el anuncio de la celebración, se mostraron agradecidos, aunque ninguno fue capaz de conversar sobre lo que sucedía entre ellos.

Nahuel celebraba la noticia sin poder contener su ansiedad. Caminaba inquieto de un lado a otro, comentándole a su pareja a quienes quería invitar, la ropa que usaría, la música que debería sonar la noche de la fiesta. LA FIESTA, lo decía una y otra vez, y Gaspar pensaba que no era para tanto, que se trataba de una simple celebración, que no le importaba ni un comino el terno marengo del que hablaba tanto, intentando a la vez -sin éxito- hallar algún registro de ese color en su memoria. A pesar de eso, también adoraba su actitud infantil, la verborrea causada por la emoción, y el brillo de sus ojos como dos linternas iluminando el pequeño universo mutuo que habían constuido. Mirándolo desde esa perspectiva, confirmaba cuánto amor sentía por él, un amor que no sabía de límites. Él era el hombre de su vida y no necesitaba a nadie más, lo que era una verdadera certeza.

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Caminaban tomados de la mano por Providencia en dirección al departamento de Marla, donde ya estaban todos reunidos esperándolos. Nahuel fumaba sin parar y el humo que dejaba salir de su boca llegaba al rostro de Gaspar, que siempre desaprobó aquel vicio de su pareja.  Además, la serenidad que caracterizaba su forma de ser de pronto comenzaba a esfumarse, en parte por la excitación desmesurada que exhibía. ¿Qué pasa si está Alejandro? Ese que te tiraba los cagados, ¿cómo no te vas a acordar? Un cuma, cuma cuma, no me gustaría que hablaras mucho con él, porque me carga. Ahí estaba otra vez su faceta más detestable y superficial a la que no encontraba una razón de ser. ¿Cuándo había surgido? ¿Por qué parecía haber otro Gaspar dentro del de siempre, del que lo enamoró? El no entender lo que sucedía lo irritaba de sobremanera, y Nahuel ya lo había notado.

Llegaron a la puerta de entrada sin haberse dirigido la palabra en los últimos 15 minutos del trayecto, aunque sus manos siguieron tomadas como por costumbre o necesidad, porque ambos sabían que durante esa celebración en particular no podían decepcionar a sus amigos. Las manos tomadas, el estandarte del amor que todos aplaudían. Estaban ahí, esperando que se abriera la puerta, Nahuel con los ojos incrustados en la mirilla, y Gaspar a su lado izquierdo, con la mirada perdida en el piso, sintiendo el peso de esas manos atadas por la fuerza de la inercia, cuestionándose por primera vez sobre ese hombre y su carácter impredecible. Uno, dos, tres y cuatro, contaba Gaspar, percibiendo cómo su mano se entumecía con el frío de una botella que sostenía con la mano desocupada, creyendo que la sensación gélida provenía de la otra, la atada. Era cruda la sensación del frío subiendo por su antebrazo hasta llegar a su hombro y congelando hasta la última fibra de su piel.

Entonces se abrió la puerta y apareció Marla dándoles la bienvenida, envuelta en un vestido rojo que dejaba poco a la imaginación. Su busto escapando por el escote, las piernas interminables apenas cubiertas, la espalda desnuda. Una imagen que a Gaspar por alguna razón incomodó, y que le produjo enormes deseos de escapar, volver a casa enseguida y olvidar todo ese asunto de los seis años. Bienvenidos, chicos, ¡felicidades! Aplausos de todos, que los observaban con las sonrisas tatuadas en su cara, sin un ápice de verdad. Amigos de los amigos, desconocidos abrazándolos, champaña y regalos y Nahuel estallando de felicidad en ese preciso instante en el que soltaba su mano como en cámara lenta, sin siquiera mirarlo de reojo, para desaparecer en una nube de cumplidos y conversaciones frívolas. Fue un inicio difícil, pensó, mientras terminaba de saludar a una pareja para luego buscar a alguien con quien sentarse a beber una copa de vino.

Vio junto a la ventana a Javiera, sentada en el borde de un sillón de tres cuerpos desocupado. Parecía sentirse tan fuera de lugar como él dentro del departamento de Marla: sus movimientos delataban nerviosismo, en especial  al tocar repetidas veces su cabello o al girar la cabeza buscando un lugar al cual dirigir la mirada, evitando todo tipo de interacción. Gaspar sintió un gran alivio de verla ahí como su salvavidas, y se acercó enseguida a saludarla.

-Hermoso, qué rico volver a verte -dijo ella dándole un gran abrazo-. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?
-Estaba por ahí, tú sabes, con Nahuel…

Javiera intentó esbozar una sonrisa y él supo de inmediato que las cosas no habían cambiado, a pesar de los años. Ella seguía siendo la misma de siempre, una mujer reservada e introvertida, con una personalidad tan hermética como la suya. Todavía era incapaz de mirarlo a los ojos y le temblaban las manos al hablar. Además, su belleza adolescente también se había mantenido a lo largo del tiempo, aunque ahora había algo que endurecía su mirada. Pensó que podía ser su nuevo color de pelo, negro azabache, que le confería cierta frialdad; parecía una verdadera esfinge del hielo. También comprendió que aún desaprobaba a Nahuel y que probablemente todavía guardaba la esperanza de que, como por arte de magia, de pronto él decidiera estar con ella.

Conversaron un rato sobre sus vidas, al margen de todo lo que sucedía a su alrededor. Gaspar se esforzaba por hacerla sentir cómoda, como siempre lo hacía hasta lograr atravesar la pared que interponía con todos, incluso con él que tanto la conocía. Con una habilidad de psicoanalista de la que él mismo se sorprendía, entablaba diálogos cuidadosamente, yendo desde temas tan cotidianos como el tiempo en Santiago o los gatos hasta inmiscuirse en sus asuntos más personales, que lo ayudaban a entender el actual estado emocional de su amiga. Esa noche no fue la excepción, aunque Javiera parecía más hermética de lo normal, más aún cuando Marla los interrumpía, insistiéndoles que fueran a bailar con los demás u ofreciéndoles más copas de champaña que ella misma se bebía frente a ellos, como queriendo decirles lo aburridos que le resultaban.