I
Es miércoles y los palillos de metal todavía
están sobre el sillón del living, como si alguien durante la labor de tejer
hubiese tenido que huir ante una catástrofe. En realidad están allí desde el
lunes, Noah lo sabe, porque los divisó ese día al llegar de la universidad.
También siguen intactos los restos de las varillas de incienso que su madre
suele encender por toda la casa. El polvillo grisáceo está esparcidos en la
entrada de la cocina, en el pasillo y en el baño principal. Sobre la mesa del
comedor, tazas y platos sucios apilados, rastros del domingo, el último día en
que vio a sus padres.
Unos mezquinos rayos de sol apenas
iluminan la habitación de Noah, que ahora intenta obtener información sobre el
paradero de su familia en internet. Acostado sobre la cama, revisa una y otra
vez su correo, envía mensajes por Facebook a sus primos que tanto detesta y a
Tía Rosalía, la vieja que lo delató ante su mamá después de descubrirlo fumando
marihuana. Deja atrás su orgullo sólo para obtener alguna pista, pero nadie
sabe nada.
Prende un cigarro para calmar la
ansiedad y sumergirse en sus recuerdos, volver a la tarde del domingo, cuando
los tres almorzaron juntos y en silencio por última vez. El silencio,
omnipresente dentro de esa casa, casi perceptible al tacto, ya a nadie
incomodaba, tal vez por la pura costumbre. Desde hace un año que sus padres no
se hablaban, sumidos en una guerra muda que parece no tener final ni banderas
blancas ni cantos de victoria, y que también a él afecta. Aquella tarde con su
madre comieron el último resto del budín de coliflor que ella preparó el lunes
en cantidades irrisorias sólo para no tener que cocinar durante el resto de la
semana. Comida para un ejército, le
dijo con una sonrisa sardónica en el rostro, queriendo maquillar el patetismo
de la situación. Amaro -a quien su único hijo prefería tratar por su nombre-,
sentado al otro costado de la mesa y sin mirar a nadie, devoró un pan duro que
encontró en el mueble de la cocina, mientras Noah se cuestionaba el porqué de
seguir almorzando juntos. Después de eso, el hombre se puso de pie y avanzó con
una lentitud desconcertante hasta desaparecer en el pasillo para encerrarse en
la oficina. En sus movimientos mustios, su hijo reconoció la frustración casi
enquistada en los músculos, como si a sus 45 años la vida lo hubiese derrotado
sin posibilidades de revancha. Minutos después, su madre hizo lo mismo, pararse
de la mesa y pasar junto a él destilando indiferencia. Tomó asiento sobre la
única fracción de la alfombra del living que no estaba cubierta con papeles y
prendas abandonadas, justo a un lado de la mesa de centro. Allí, incada en ese
pequeño espacio, pudo iniciar el ritual, la más reciente obsesión de sus días:
tejer.
Parecía que la técnica del crochet le
daba sentido a la vida de Amanda. Sobre la mesa estaban ubicados con precisión
los palillos y una veintena de estambres de lana repletando la superficie en
medio del caos imperante. Sobre un mar de periódicos, boletas, bolsas y
fotografías destrozadas y quemadas, flotaba ese santuario incólume. Desde la
tragedia, ella dedicaba sus días a tejer bufandas interminables, mezclando
texturas y colores al azar y que no siempre lucían bien.
Más tarde, recuerda Noah, Amaro se
paseó en la habitación que usaba como oficina, a puertas cerradas, sin dar más
señales de vida que los golpes de sus suelas contra el piso. Como siempre,
dormiría ahí, en el cuartucho al final de la casa, sobre un sillón antiguo que
conserva la forma de su cuerpo recostado. Al otro lado, más allá de la cocina,
del living y de las dos habitaciones de sus hijos, Amanda se miraba en el
espejo de su habitación, palpando sus arrugas, comprobando una vez más que ahí
seguían las raíces blancas de su cabello. Horas frente al espejo hasta la
medianoche, cuando el frío se pegó a la piel y ya no quedaban más arrugas por
descubrir. Los vellos de sus piernas se erizaron y Amanda supo que debía
ocultarse bajo las frazadas de la cama e intentar dormir. Desde su habitación,
Noah adivinó las rutinas de sus padres: el espejo, la caminata nocturna en el
despacho, los deseos por dormir bien al menos una noche. Conocía el orden de
sus acciones diarias, y por eso fue capaz de predecir los gritos de Amanda a
las dos de la madrugada. No pudo pegar los ojos hasta que oyó sus chillidos a
causa de los conejos, cientos de ellos saliendo de debajo de su cama,
escarbando o royendo la madera del catre. Recién en ese momento pudo dormir.
***
Cuando la oscuridad de la noche se ha
apropiado de cada rincón, Noah regresa desde los recuerdos, como quien
despierta de una sesión de hipnosis. Ruidos en la cocina o quizás en la calle
lo obligan a abrir los ojos. Observa su entorno con detención y no logra
identificar todas las formas que lo rodean. Siente miedo, un vacío en el
estómago tan grande que hasta podría desaparecer dentro de él. Un vacío que
muta a inquietud, a deseo, a necesidad. Encender el computador sin dejar de
comerse las uñas, entrar al chat que siempre visita a ver si algo aparece. Se
abre el catálogo de hombres y busca uno que le agrade, que se vea atractivo e
interesante, que pueda dormir con él. Pero no hay nada.
II
Aníbal decidió dejar de existir hace
once meses, días antes del vigésimo cumpleaños de Noah, su medio hermano. Una
semana después, sus padres se ignoraban y dejaron de compartir la habitación;
en realidad, dejaron de compartir todo. Noah, sin asimilarlo bien, reía con
amargura al pensar que para el padre de su hermano, no había nacido ni
fallecido un hijo, simplemente nunca había existido. ¿Qué tan fácil podía ser no existir?, se preguntaba tratando de
comprender. Fue más fácil entenderlo cuando, en una de las tantas
indiscreciones de la abuela Pía, supo que ese hombre era un camionero
alcohólico que había sido –por lejos- la peor elección de su madre. “Un bueno para nada, igual que tu papá, sólo
que menos malo”, le dijo la anciana mientras fulminaba un cigarrillo en uno
de los tantos paseos por las calles del barrio de San Miguel. “Date con una piedra en el pecho porque al
menos tienes papá y este país está lleno de bastardos. Peor es mascar laucha”.
Noah pensó que la existencia estaba ligada al corazón de las personas.
***
Suicidio. La palabra dolía, picaba,
molestaba, porque no había explicación ni indicios de que algo así pudiese
suceder dentro del universo que había creado junto a su hermano.
Pese a los siete años que los
distanciaban, Noah y Aníbal tenían mucho en común. No se trataba sólo de la
fascinación por los discos de vinilo y por las películas de ciencia ficción,
porque había algo más. Tal vez una sensación compartida de estar viviendo en
una casa ajena. Entre canciones de Nirvana y Pearl Jam, pasaron ese último
verano juntos encerrados en la pieza de Aníbal, una tradición entre ellos a
esas alturas, intentando descubrir cuáles eran sus talentos. Noah todavía no
encontraba el suyo, pero su hermano ya lo había hecho. “Escribo, pongo todo en el papel hasta que me quedo seco de palabras,
hasta que siento que ya no queda nada más por decir”, le dijo sin dejar su
guitarra de lado.
***
En la habitación de Anibal está todo
intacto, como si aún estuviera vivo y pendiente de mantener el orden de sus
cosas. Noah lo recuerda así, maniaco, fanático del orden y la limpieza. Siguen
aún los vinilos ordenados sobre la repisa de madera que está sobre la cama. Al
lado, junto al ventanal que da al patio trasero, está el mueble que exhibe su
colección de animales miniaturas, cientos de ellos. La cama está hecha, con el
edredón negro que tanto le gustaba. Todo huele a él, a esa mezcla de
desodorante masculino con algo maderoso que Noah nunca pudo distinguir. Su olor
corporal era a madera.
Cuando está a punto de devolverse a
su habitación, divisa algo escondido en un pequeño agujero en el techo, que
está tapado con cinta adhesiva. Se para sobre una silla nervioso por saber qué
es. Se tambalea y por unos segundos cree que caerá al piso, pero logra
equilibrarse y arranca la cinta para ver lo que hay dentro. Es una libreta roja
con algunos escritos. La expectación de Noah ya no tiene límites. Siente
hormigas en el estómago y no sabe si es por terror o ansiedad. Abre la libreta
en las únicas cinco hojas escritas.
Es el último diario de vida de
Aníbal.
***
Lunes 10 de agosto, 2015
Aquí estoy, sentado en el living mientras
mi mamá se pasea por la casa porque está contenta. Creo que es porque le hablé
un poco, sólo para darle en el gusto. La verdad es que ya no la soporto con
todas sus idioteces y siutiquerías. Siempre meditando encerrada en su pieza,
siempre tarareando esas canciones de mierda, siempre con el fétido incienso y
menjunjes en todos los rincones. Ahora le dio con que viajemos a la nieve
juntos y me parece la peor idea que se le pudo ocurrir. Si al final el único
que la toma en cuenta es mi hermano, que parece que le compra toda su vendida
de pomada. Yo en cambio no le creo nada. Sé que Amaro tampoco. ¿Por qué un
hombre como él se casó con una mujer tan mediocre y sin gracia como mi mamá?
Ayer salí con Aníbal, lo llevé a una tocata
donde estaba lleno de gente de mi edad y todos me preguntaban por qué andaba
con ese pendejo. Yo creo que los 19 años son un buen momento para que conozca
la buena música y se abra un poquito al mundo. Se la pasa encerrado y está
tomando el mismo carácter que mi mamá, pendiente de puras huevadas, sin ver lo
esencial. Si hasta tiene esa misma mirada lastimera, con ojos de ciervo, como
de mendigar amor.
Entramos a la okupa de San Miguel, la que
queda justo atrás de mi casa y que colinda con los patios de algunos de mis
vecinos. Para llegar tuvimos que darnos la vuelta a la manzana (que es gigante)
y atravesar la parcela abandonada. La Magda, vieja sapa, estaba asomada en su
pandereta y nos vio caminando juntos hacia allá. Es obvio que le dirá a mi mamá
que nos estamos juntando con “los satánicos”, como ella llama a la gente
distinta. Menos mal me importa una mierda.
Adentro empezó a tocar la banda e hicimos
un slam. Noah no quiso ir porque encuentra que todo eso de bailar y saltar y
pegarse es muy violento, y yo le digo que es una forma de vivir la música no
más, que no le de color. Lo dejé solo un rato y me metí a pasarla bien y a la
media hora ya tenía al pendejo encima pidiéndome que por favor nos fuéramos,
que estaba chato y que no podía creer que yo fuera tan diferente a cuando estoy
con él. Tan barsa, se atrevió a decirme que le gusta más el Aníbal pacífico y
maduro a como soy con mis amigos. Ya no sé cómo rescatarlo, veo la mediocridad
venir. Pura herencia de mi mamá, que todo lo categoriza en blanco y negro y no
es capaz de ver lo que hay más allá, lo trascendental.
El punto es que Noah había llamado a Amaro
para que fuera a buscarnos porque a él le daba miedo atravesar solo la parcela
que está al lado. Opté por ignorarlo, porque es un pendejo cobarde. Amaro llegó
un poco enojado, es obvio, si lo hacen levantarse a las dos de la madrugada
para ir a buscar a un huevón que ya está grande como para esto. Después dice
que su papá es demasiado serio e indiferente, que no pesca, ¿y cómo no va a hacer
así si su hijo y su mujer son tan corrientes?
Nos fuimos caminando en silencio los tres,
con Noah delante de nosotros, furioso. Cuando cruzamos la parcela abandonada,
Amaro me miró como dudando si pasar por ahí. Me preguntó si tenía miedo y yo le
dije que no, que a mí nada me asusta.
Llegamos a la casa con mi hermano dando
portazos y todo, aunque ni con eso despertó mi mamá, que se empastilla y duerme
hasta que es mediodía. Nunca hace nada con su vida más que tejer y dormir y
meditar. El pendejo se encerró en su pieza y Amaro me propuso que nos tomáramos
unas piscolas para conversar un rato, como padre e hijo. Por un momento tuve
deseos de llorar.
Él me dijo que tomara mi vaso y fuéramos a
la parcela abandonada, que si de verdad no tenía miedo, desde ahí veríamos
mejor las estrellas. Y tenía razón: nunca en todo Santiago pude ver mejor el cielo de noche. Nos echamos sobre el
pasto en silencio a observar el cielo, y Amaro me dijo que debía aprender a
querer a mi madre, por muy difìcil que fuera. Le pregunté si la amaba, si en
verdad le parecía bien que vivieran siempre ignorándose. Él giró su cabeza
hacia mí y me confesó que no, pero que a
veces sentía pena por ella.
Ojalá Amaro hubiese sido mi papá.
***
Viernes 14 de agosto, 2015
Mi mamá amaneció querendona, llenando el
auto con frazadas, sillas plegables y canastos repletos de sandwiches y huevos
duros, sin dejar de tararear “Piel
Canela”, el bolero que tanto le gusta y que yo aborrezco. Amaro estaba sentado en
el asiento delantero escuchando un partido de fútbol en su radio de bolsillo,
con la mirada resinosa, inexpresivo. Cuando está así me angustio.
Nos subimos al auto y avanzamos en
dirección hacia la cordillera para ir al centro de ski de Farellones, ese era
el plan del que ella nos hizo parte. Mi hermano iba sentado al lado mío mirando
por la ventana, sin siquiera mirarme. Quise decirle que no me odiara, que hay
cosas que hago por su bien, que es mejor que sigamos viviendo aparte dentro de
la casa, lejos de los papás. Ojalá siguiera alejándose de ella, que se refugie
en la música o en escribir, pero no hay mucho que hacer al respecto.
Mi mamá quiso romper el hielo durante el
trayecto. ¿Vieron esos pájaros allá?,
nos preguntó, y sólo Noah le contestó con exagerado dramatismo. Le dijo que le
encantaban esos pájaros, que era muy bonitos, y movía las manos como si
estuviera haciendo un discurso presidencial. Me decepciona cada día más, siento
que son idénticos, queriendo agradar desesperadamente. Él no tiene la capacidad
de darse cuenta lo vacía que está mi madre y el daño que le hace. Preferí ir
mirando el camino, igual de Amaro, que no estaba interesado en escuchar esas
conversaciones. Cuando comenzamos el ascenso, el camino ya se veía cubierto de
nieve. Todo lucía blanco y tan brillante que encandilaba. Era gracioso ver cómo
lo único que tomaba un tono diferente eran las marcas de las ruedas del auto
sobre la nieve, huellas grises que arruinaban esa perfección. En ese momento
comenzó a nevar y arriba, en la cima, los picos se veían inmensos. Amaro, sin
dejar de lado su inexpresividad, sugirió que nos devolviéramos, porque el auto
no aguantaría el ascenso. Mi mamá lo miró con los ojos vidriosos, a punto de
llorar, iniciando una de sus tantas escenas porque se rompía su ilusión de un
momento en familia. Y lo logró, porque se produjo lo inesperado, algo que ni
Noaah ni yo habíamos visto antes: un abrazo entre ellos, breve, gélido, pero
cierto. Sus cuerpos estuvieron pegados durante segundos que se sintieron
irreales y sólo pensé el auto era demasiado pequeño. Hay un mirador techado para ver la nieve, pasemos la tarde ahí, le
dijo Amaro volviendo su cuerpo hacia el manubrio. Mi mamá celebró la idea con
un aplauso fingido y apenas nos detuvimos se bajó del auto junto a mi hermano
para preparar su picnic. Como una niña, ella saltaba de un lado al otro,
poniendo manteles, platos y cubiertos sobre una de las mesas de madera. Amaro
me dijo que me cambiara al asiento del copiloto, porque desde allí en donde se
estacionó la vista resultaba conmovedora. Los cerros y pendientes perdiéndose
bajo la extensa capa de blanco eran todo un espectáculo.
Sin bajarse del auto, Amaro le dijo a mi
mamá que necesitaba conversar conmigo algo importante, que nos esperaran. Ella
y mi hermano se quedaron sentados mirando la nieve caer, con sus espaldas hacia
nosotros. Tuve la sensación de que había llegado el momento que quise, se
sentía en la energía. Me dijo que nos fuéramos y yo no sabía a qué se refería,
pero mi corazón estaba latiendo con fuerza. Entonces puso su mano sobre la mía
y creo haberlo visto sonreír. Vi su rostro acercándose, el momento en que sus
ojos se cerraron, su brazo pasando hasta abrazarme. Me besó con amor, como no
lo hacía hace años. Todo cobraba sentido al fin. Fue un beso breve, no debía
vernos mi mamá. Me dijo que me amaba. Me dijo que nos fuéramos. Al fin entendí.
Estoy enamorado de Amaro y él de mí. No sé
qué hacer, pero lo amo. Cuando nos bajamos del auto, nadie sospechó nada. Y lo
cierto es que fue un lindo día en familia, en especial porque Amaro sonreía
todo el tiempo, como nunca-nunca antes.
***
La alarma del reloj suena a las diez
de la mañana y Noah despierta enseguida con la sensación incómoda de haber
vivido ese momento muchas veces. Al abrir los ojos descubre entre las tantas
formas del techo enmohecido un conejo gris bien definido, sentado sobre un
agujero negro. Piensa en los conejos de los que habla siempre su madre, unos
que hacen madrigueras bajo su cama sólo para incomodarla. Siente pena por ella,
por su vida, por sus delirios.
Anoche, luego de leer los últimos
escritos de su hermano, la realidad al fin cobra sentido. El silencio tiene un
significado ahora y, en parte, la extraña forma de ser de Amaro. Pero el
suicidio de su hermano todavía no tiene explicación y quizás nunca la tenga.
Culpa, miedo, remordimiento, eran tantas las razones posibles.
En quince minutos empiezan las clases
en la universidad y no parece interesarle en absoluto. Con la idea de sus
padres desaparecidos y de la muerte de Aníbal, no hay espacio alguno en su cabeza
para dedicarse a otras cosas. Necesita saber dónde están. Esta mañana, más que
nunca antes, necesita tenerlos en casa para disipar todas las dudas.
Se atreve. Noah avanza a tientas por
el oscuro pasillo que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura
de las paredes está agrietada, llena de manchas aceitosas y ltelarañas entre
los espacios de los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en
donde la hiedra venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre
adherida al parquet se pega a sus pies descalzos en cada paso.
Los recuerdos se disuelven justo
cuando presiona con su mano la manilla de la puerta de la pieza de sus padres.
Rompiendo todas las reglas que Amanda impuso hace un año, Noah se atreve –por
primera vez- a abrir la puerta, pero está cerrada con llave.
III
Un hombre llegó a la casa de Noah al
mediodía. Era corpulento, de quijada pronunciada y con un rostro anguloso en el
que los ojos azules y cristalinos parecían ansiosos por hacerse notar. A Noah le
pareció haberlo visto antes, porque unos ojos así se graban en la retina. Tal
vez fue en otra vida, pensó, creyendo por un momento en la reencarnación, en
las almas viejas y en las destinadas a volver a encontrarse una existencia tras
otra, como le contaba la abuela Pía en ocasiones al hablar de su difunto
marido. ¿Era ese hombre maduro y de mirada honesta lo que había estado
esperando todo este tiempo?
Soy el de la semana pasada, el del baño público, ¿me recuerdas?, le dijo el desconocido sin moverse
de la entrada, me diste tu dirección para
que hiciéramos algo. Algo: un objeto, una bufanda a crochet, una ida a la
nieve. Las imágenes desfilaron en su mente mientras una sensación de amargura
lo embargó. Lo hizo pasar dando un paso atrás y sin decir nada. Se besaron
enseguida para luego encerrarse en su habitación. Noah le pidió un par de veces
que le besara la frente. Él desconocido sólo río.
Tu casa apesta,
le dijo el hombre un rato después mientras se vestía. Deberías ventilar un poco, en serio.
***
Todos los cajones están abiertos; los
de la cocina, los de los muebles del comedor, la despensa. Y ahora Noah
revuelve los papeles y objetos que hay en el piso, molesto por no entender qué
sucedió con sus padres.
Luego de una hora buscando, encuentra
la llave dentro de una fuente de greda que Aníbal y Amaro trajeron de un paseo
a Pomaire. Fue esa vez que estuvieron perdidos el día entero y dejaron a Amanda
en la casa al borde de una crisis histérica. Cuando estuvieron de regreso con
sus alcancías de cerdo y bolsas llenas de empanadas, ella les preguntó por qué
no avisaron. Amaro, con el rostro congelado, le dijo “porque sí” y a ella no le
quedó más que conformarse.
Noah avanza a tientas por el pasillo
que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura de las paredes
está agrietada, llena de manchas aceitosas y telarañas entre los espacios de
los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en donde la hiedra
venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre adherida al parquet
se pega a sus pies descalzos en cada paso.
La llave plateada entra en la
cerradura de la puerta de la habitación y por un segundo cree saber lo que
encontrará. Presiona la manilla de bronce y empuja la puerta con rabia, como si
en ese movimiento pudiese dejar ir todas las emociones que acumuló por meses.
Enseguida lo azota un hedor insoportable, el olor a muerte. Amaro y Amanda
están sobre la cama matrimonial, sin ropa, sin vida, uno al lado del otro, pero
sin tocarse. La luz del día se filtra por un pequeño espacio que queda entre
las cortinas cerradas, e ilumina sólo sus rostros. Sus pieles están
verdeazuladas y sus ojos abiertos, hundidos ya en sus cuencas. Noah se fija en la capa blanquecina de cubre
sus miradas; ahora ya no miran nada. Observa los cuerpos un momento tapándose
la boca con la manga de su sweater. Por primera vez en esos días, Noah vuelve a
sonreir.