Tuesday, October 18, 2016

Agua (29.8.2016)

Un hombre en traje de baño se posó en el trampolín. Hizo fuerza con sus pies sobre la superficie hasta hacerlo batir una y otra vez. Entonces alzó los brazos, juntó las palmas sobre la cabeza y, tras ejercer presión nuevamente, dio un salto veloz y se lanzó en picada dentro de la piscina. Facundo, hipnotizado, vio su cuerpo girar como en cámara lenta y enseguida pensó que sus movimientos eran iguales a los de las olas en el mar. Tras la mampara empañada que lo separaba de la zona de baño, pudo distinguir la silueta de esa persona atravesando la capa cristalina hasta convertirse en una figura indeterminada y borrosa bajo el agua. Sintió la urgencia de lanzarse así también, frente a todos, sin miedo ni vergüenza, pero sabía que era incapaz.

Atravesó la recepción con la mirada puesta en el piso, contando los cerámicos de dos en dos. Era un ejercicio divertido y le servía como pretexto para no tener que hacer contacto visual con las encargadas o saludarlas. Muchas veces sintió el peso de sus miradas molestas puestas sobre su nuca al pasar, pero jamás se volteó para comprobarlo. Ellas nunca lo comprenderían, aunque eso en realidad no le interesaba demasiado. Esta vez optó por contar hasta la entrada de los vestidores, desde donde pudo oír el rumor de las voces masculinas allí dentro. Se detuvo paralizado por la angustia al imaginar el cuarto lleno de hombres desnudos hablando de fútbol, de minitas, jugando a golpearse con las toallas, sin mirarse bajo los rostros ni por accidente. Las indicaciones de su psicólogo le parecieron más absurdas que nunca antes, un sinsentido absoluto. Hacer ejercicio ahí, con todos esos seres entre medio, no era más que un acto suicida, no un ayuda extra para canalizar sus emociones.

Por un momento pensó en volver a casa, alejarse de ahí y no pensar más en la idea del deporte, pero algo lo impulsó a quedarse y entrar al vestidor. David Montoya, como cada viernes al mediodía, entraría a la piscina con su traje de baño rojo que compró en Miami, ensimismado, sin mirar a nadie. La idea de verlo, de quizás acercarse a hablarle, fue la razón para volver a mover los pies y entrar al camarín. Pudo marcharse y no sentir la incomodidad de los cuerpos desnudos frente a sus ojos, pero el deseo de hablarle era más grande. Algo así como una necesidad vital.

El vestidor era un largo pasillo cubierto con una alfombra sintética verde para absorber la humedad. A cada costado, bajo los casilleros instalados en las paredes, estaban ubicadas las bancas en donde los desconocidos se sentaban para vestirse, desvestirse o simplemente conversar. Facundo entró en silencio, apretando con fuerza la toalla que llevaba en una de sus manos, sin siquiera levantar la vista para comprobar dónde estaba su casillero. En realidad, al ver el número de la llave que sacó en recepción, supo que debía estar casi al final. Fue hasta allá con el corazón acelerado golpeando su pecho, viendo de soslayo las figuras color piel a sus costados. Las imágenes difusas que pasaron a su lado como proyectadas pudieron ser vientres y brazos marcados por la natación, los cuerpos en forma de embudo, de torsos anchos, músculos alargados, cintura estrecha y ni un solo gramo de grasa. O quizás sólo era lo que su mente quería imaginar. Tomó asiento al final del cuarto, en donde se sintió protegido, como si esa esquina húmeda fuese el búnker desde el que se enfrentaría a la desnudez. Sí, porque desvestirse ahí era parte de una guerra personal, una situación que lo aterraba tanto como las horas obligatorias de educación física en el colegio, la tortura adolescente. Vino a su mente la imagen deformada de sí mismo hace quince años, cuando se sentaba bajo las graderías del patio del colegio para no tener que participar de la clase. Verse siendo aquel niño obeso de mejillas coloradas, con el acné vivo marcando su rostro y el primer bigote sobre el labio (una desagradable pelusa gris) le produjo una sensación de aguda incomodidad, como si alguien hubiese arrastrado las uña sobre un pizarrón.

De a poco empezaron a salir los hombres del vestidor hasta que no quedó nadie. Facundo dejó de simular que escribía mensajes por teléfono y comenzó a desvestirse con movimientos calculados, mirando a ratos hacia los lados para asegurarse de que nadie viniera. Se puso la toalla enrollada en la cintura y se sacó los pantalones por debajo, previniendo ser visto. Se preguntó por qué los vestidores debían ser siempre compartidos. ¿Acaso la privacidad no era relevante? ¿Podía ser visto en su completa intimidad por otros tan sólo por tener el mismo pedazo de carne colgando entre las piernas?
Cuando sintió el ruido de las puertas batientes se cubrió las piernas con un movimiento brusco, como si de pronto alguien lo hubiese descubierto guardando entre sus ropas algo que no le pertenecía. Se volteó molesto, aunque incapaz de hacer o decir algo (como siempre) y sintió como la habitación vaporosa pareció reducirse a su mínima expresión y el aire húmedo tornarse fangoso hasta casi no poderlo respirar. Era David Montoya en persona iniciando su mañana de deporte (sabía que vendría). Caminó hacia uno de los primeros casilleros rodeado de un halo de indiferencia, pensado quizás en su vida perfecta, en sus negocios en el extranjero, en que debía mantener bien ese cuerpo macizo y marcado, en la responsabilidad de ser un padre de familia, de mantener la casa tan costosa (Vitacura 387, Vitacura 387) en no olvidar pedirle a su asistenta que fuera pronto por los regalos de Navidad de sus hijas. No miró a Facundo, ni siquiera lo notó allá en el fondo, como si no fuera más que otro de los casilleros, un casillero de enormes proporciones, oxidado y abandonado, acumulando nada más que basura, bolsas con olor a humedad y ropa interior olvidada. En cambio él lo observó durante esos tres minutos, se fijó en la forma pausada de sus movimientos al desvestirse frente al espejo (igual como lo hacía en su habitación al llegar de la oficina), los ademanes exactos y duros, propios de un hombre bien educado y seguro de lo que significa ser un hombre. Porque David siempre fue un hombre en toda dimensión de la palabra, un macho alfa. Desde los primeros años en que fueron compañeros, lo recordaba siendo un hombre real, más desarrollado que el resto, más perspicaz. Todavía podía escuchar esa voz gruesa que llenaba la sala y hacía a sus compañeras voltearse a verlo. Y cuando deslizó los boxers hasta el suelo dándole la espalda, vio su trasero levantado, como de película porno, y se maldijo por nunca haber hecho algo antes para mejorar su cuerpo. Ahora era demasiado tarde y la obesidad mórbida de hace una década había dejado sus pieles sueltas, como cortinas vivas pegadas a los músculos. David seguía igual, pese al paso de los años, e incluso conservaba la altanería tan propia de sus movimientos, expelía seguridad. En sus treinta años vivía aquel adolescente hermoso y popular, de buena familia y con grandes capacidades de liderazgo. El personaje cliché de cualquier película de adolescentes que con una sola mirada era capaz de dar órdenes, de agrupar a los más sumisos, de encantar a cualquiera, incluso a Facundo.

No se dio cuenta cuando David salió del vestidor, aunque estaba seguro de que no le había concedido ni una sola mirada. Era probable que en esos minutos, a solo unos metros de él, ni siquiera se hubiese percatado de su presencia. Se puso de pie, cerró el casillero y caminó hacia la puerta, sintiendo algo que podía ser rabia o quizás autocompasión. Se encontró frente al espejo de la entrada y se preguntó si eso que vió ahí era un hombre. ¿Qué era? No sabía, pero dolía verse con la juventud tan oculta bajo todos esos quilos de piel sobrante. No ayudaban mucho las pantorrillas tan delgadas ni los brazos demasiado largos; todo incomodaba a la vista. Y la cicatriz que atravesaba su cuerpo estableciendo límites como en un mapamundi era algo deprimente. La mancha en forma ovalada comenzaba sobre la rodilla derecha, de forma semi triangular, hasta ocultarse bajo el traje de baño y volver a aparecer en la cintura, sobre la pretina. Más arriba, casi llegando al ombligo, la marca plana se volvía porosa y áspera, la cordillera en el mapamundi, llena de relieves y cavidades. Injertos de piel oscura que intentaron arreglar una tragedia, mejorar aquel daño permanente sin éxito.

El fulgor de las llamas todavía iluminaba algunas de sus pesadillas.

***
A su mente regresan las imágenes de las cálidas mañanas del año 2000, cuando sus propias inseguridades no le permitían socializar con cualquiera. De todas formas, no era difícil pasar desapercibido. De la casa al colegio, del colegio a la casa, no hablar mucho, no opinar en clases, no mirar a los hombres haciendo deporte (jamás): las reglas de oro, el manual de supervivencia. Entonces en la sala repleta de quinceañeros, una olla de hormonas, aparece la imagen de David con el uniforme impecable y el cabello peinado hacia el lado. Está junto a sus amigos, los mismos que lo acosan lanzándole la pelota en la cara, diciéndole “guatón marica”, los enemigos naturales de quienes debe huir a la salida.  Intercambian tazos o cartas o algunas de esas cosas de “niños-hombres”, el término que usa la orientadora a veces para sugerirle cómo debe comprtarse (mientras Facundo se pregunta cómo se es niño-hombre). El profesor ahora entrega las pruebas de Matemáticas. David sacó otro siete, como siempre, y se para sobre la mesa haciendo una reverencia o lo que sea eso que hace Marcelo Salas, el jugador de fútbol. David quiere llamar la atención, y de verdad lo logra: siempre con las bromas a flor de piel, las ideas ocurrentes y las ganas de socializar, de estar en la mente de todos. Por eso ahora va a su puesto y Facundo está a un segundo de sufrir una crisis de pánico. David le dirige la palabra por primera vez, luego de tomar una silla y sentarse frente a él. “Voy a celebrar mi cumpleaños”, le dice con una sonrisa que le parece honesta, mostrando los dientes parejos y ordenados. “¿Vamos?”. Una invitación real a un cumpleaños. Facundo no logra mirarlo a los ojos, pero trata de hablar simulando terminar un ecuación matemática en su cuaderno. Quiere llorar, abrazarlo y seguir llorando, darle las gracias por esa oportunidad, pero nada de eso sucede. Le dice que irá, y David se alegra tanto que le da una palmada en el hombro seguida de un apretón de estómago que lo deja helado. David posó la mano sobre su enorme panza y no está seguro de si eso es bueno o malo. El sabor metálico de la sangre invade su boca.

***
Todo estaba en silencio cuando Facundo entró al salón de la piscina. Dejó sus cosas sobre una de las sillas reclinables junto a la puerta y caminó descalzo hasta la escalera de acero que se perdía bajo el agua. Pese a que nadie lo observaba, tomó asiento sobre el borde y sólo en ese momento fue capaz de sacarse la polera. ¿Dónde estaba David? Quizás en el gimnasio o en el sauna o simplemente se había ido. El sonido de su cuerpo saliendo del agua fue la respuesta. David estaba en lo más profundo de la piscina, al parecer estático, como un cocodrilo acechando a su presa. Facundo se cubrió el torso con los brazos como por acto reflejo, humillado. ¿Cómo no se dio cuenta de que estaba ahí? Bajó rápido la escalera sin mirar y se lanzó torpe al agua hasta sumergirse. Allí abajo, donde los rayos del sol colándose por el techo de vidrio no lograban penetrar, vio las piernas de David al otro costado de la piscina. Se imaginó en la playa con las mismas piernas de deportista, tonificadas y cubiertas de pelo dorado, trotando en dirección al horizonte (al éxito) mientras hombres y mujeres alrededor lo aplaudían y alentaban. No pudo evitar reírse con aquella escena burda, dejando entrar el agua en su boca. Sintió que se ahogaba y estiró los brazos con desesperación intentando nadar hacia la superficie. Salió tosiendo y quejándose sin recuperar del todo la respiración. Una salida escandalosa, pensó mientras se acercaba a la escalera para volver a los vestidores. Ya había sido suficiente para él. Pero antes de poner un pie fuera del agua, miró a David, que seguía parado al otro lado de la piscina sin mirarlo, sin preocuparse en absoluto, con los ojos pegados en su smartwatch último modelo a prueba de agua que compró por eBay el 12 de octubre. Sí, Facundo había visto la factura electrónica en su email; 350 dólares más gastos de envío. Uno para Rebeca, otro para Laura, uno para su esposa y uno para él. Los fue a buscar a las oficina de FedEx tres días atrás, ansioso por usarlos, se notaba en su rostro cuando lo vio bajar de su auto y cruzar la calle con un cigarrillo en la boca. Todo eso recordó y pensó que a veces odiaba al mundo gracias a él. Por eso se atrevió a acercarse: había llegado el momento de recibir una disculpa. Flotó impulsandose sólo con los pies en dirección hacia David, silencioso, con la mitad de la cabeza fuera del agua. Tocó su espalda y él enseguida se volteó serio, con las facciones de hierro. ¿Necesitas algo?, le dijo David con un movimiento labial casi imperceptible, igual a los de un ventrílocuo. De tan cerca se veía mucho más atractivo que en las fotografías que decoraban las paredes de su living lujoso e inmaculado. ¿No te acuerdas de mí? Soy Facundo, fuimos compañeros.

No, Facundo, no recuerdo haberte visto antes.

***
La casa perfecta de David, con un jardín interminable y tan verde como la camisa Polo que lleva puesta. Lo recibe entusiasmado, con un abrazo cariñoso, si hasta puede sentir el olor cítrico de su perfume. Muy veraniego, piensa Facundo, que ahora entra tras David intentado ocultar la barriga de alguna forma. Estira la polera, se sube el pantalón a la cintura, pero no hay caso, esa guata no tiene solución. Pánico y adrenalina más unas ganas enormes de salir corriendo. Todos están en el living y no están sus padres. Son treinta o cuarenta personas, algunos sus compañeros de curso y también están los que los molestan, infaltables. Esos tres lo miran al entrar y siguen bebiendo shots de tequila, como si no les importara su presencia. Se alivia enseguida, porque prefiere ser ignorado antes que humillado. Suena esa frase en su cabeza con la voz ronca de algún locutor radial: mejor ser ignorado que humillado. Si fuera un producto, ese sería su eslogan publicitario. Ríe pensando en la idea y tres mujeres vestidas de cuero lo miran con cara de asco y ahora son ellas las que ríen. Pánico otra vez, segunda vez esta noche, ¿y si mejor me voy? Camina hacia la mesa a comer algo. ¿Es el guatón maricón ese? Alguien susurra eso o algo así, creyó escuchar eso. Sí, lo escuchó, se burlan de él esas tres tipas que ahora lo apuntan. La rubia le dice algo en el oído a la otra y ambas se ponen de pie (Facundo, huye). Facundo ahora avanza por el pasillo, cuenta los cerámicos de dos en dos hasta casi llegar a la puerta de salida. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Facundo, ¿adónde vas? Ven. Es David con su polera Polo y el olor cítrico y la barba de unos días tan delineada y Facundo con su bigote asqueroso-pelusa. No te vayas, ven, acompáñame. Al parecer nadie los sigue. David lo toma de la mano y entonces el mundo realmente se podría acabar. Ven, Facundo, te quiero mostrar algo. Si temblaba de terror, ahora es por la emoción. Es David que lo toma de la mano, ¿es David? Su cara tan bonita y el olor cítrico. Todo es demasiado. Todo es como las películas adolescentes, los clichés de las películas escolares. Se ve recibiendo la corona de reina en la fiesta de fin de año, las luces y todos aplaudiendo y entonces cae la sangre de cerdo sobre él, sobre su vestido blanco perfecto. Se ríe de nuevo y David le pregunta por qué lo hace. Porque esto es como una de esas películas terribles del colegio. Pero yo no te voy a hacer nada, Facundo. Lo que pasa es que mira, gordito, ven. Gordito. Odia esa palabra, pero como la dice David suena tierna y al fin se siente a salvo porque está con David Montoya. Entran a la habitación del final del patio y parece que ya es de noche y no hay mucha luz. Es un cuartito como estilo cabaña, con el piso de madera y el olor a Raid para matar a los zancudos. Siéntate aquí un ratito. Te quiero decir esto, Facundo, cierra los ojos. Sí, ese es el momento en el que lo humillan. Pero no siempre todo tiene que ser como en las películas, no siempre los rechazados son humillados y marcados para toda la vida. Lo sabe ahora que ve a David con los ojos cerrados a unos centímetros de su rostro. Se van a besar, la intensidad del perfume cítrico lo comprueba. Cierra los ojos. Pero no sucede, porque sí es como en las películas. Entra el trío de huevones que lo molestan, llevan máscaras de Gasparín y saltan y se ríen y David entonces ya no está. Guatón maricón culiao, eso le dicen, pero como cantando y lo meten dentro del closet, David lo mete dentro del closet. Los cuatro lo fuerzan a entrar a ese agujero negro y él grita y pide ayuda, igual que en las películas, y se siente tan estúpido por caer en algo así cuando todo siempre fue tan obvio. Está encerrado, abren y cierran la puerta y le tiran cosas dentro, peluches, comida, cerveza. David también lo hace con la misma sonrisa honesta y atrás están las niñas de cuero riéndose. Tenía que pasar como en las películas. Le hacen agujeros en la ropa con los cigarros y siente como eso quema su piel. El cigarro, la ceniza del cigarro, prende su ropa, prende toda su ropa porque había alcohol en ella mientras grita desesperado y los niños con máscaras ya no se están riendo para nada ni David ni nadie. David llama por teléfono y las mujeres le echan agua encima con el rostro lleno de terror. Todo es como en las películas adolescentes. Arde la piel y el corazón. El fuego no se apaga.

***
Facundo una vez más miró a David, que seguía de pie al fondo de la piscina mirando su smartwatch, y entendió que las personas como él nunca cambiaban. Pensó que en realidad era como esos personajes de las películas que se repiten de producción en producción: villanos efectivos, pero demasiado utilizados a esas alturas. Fue por eso que no insistió, no quiso vengarse cuando él simuló no conocerlo. Debía dejarlo ir de una vez por todas. Hundió la cabeza bajo el agua por última vez, convencido de que nunca más volvería a ese lugar. Pero algo llamó su atención en la profundidad: un objeto circular y negro de plástico que sobresalía en el piso celeste, justo en el centro de la piscina. Era el tapón, tan grande y mal puesto que parecía una verdadera obra del destino. Facundo se rió imaginando cómo sería ser alguna vez ser el villano, aunque fuera sólo por un par de minutos.-


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