Un hombre en traje de baño se
posó en el trampolín. Hizo fuerza con sus pies sobre la superficie hasta
hacerlo batir una y otra vez. Entonces alzó los brazos, juntó las palmas sobre
la cabeza y, tras ejercer presión nuevamente, dio un salto veloz y se lanzó en
picada dentro de la piscina. Facundo, hipnotizado, vio su cuerpo girar como en
cámara lenta y enseguida pensó que sus movimientos eran iguales a los de las
olas en el mar. Tras la mampara empañada que lo separaba de la zona de baño,
pudo distinguir la silueta de esa persona atravesando la capa cristalina hasta
convertirse en una figura indeterminada y borrosa bajo el agua. Sintió la
urgencia de lanzarse así también, frente a todos, sin miedo ni vergüenza, pero
sabía que era incapaz.
Atravesó la recepción con la
mirada puesta en el piso, contando los cerámicos de dos en dos. Era un
ejercicio divertido y le servía como pretexto para no tener que hacer contacto
visual con las encargadas o saludarlas. Muchas veces sintió el peso de sus
miradas molestas puestas sobre su nuca al pasar, pero jamás se volteó para
comprobarlo. Ellas nunca lo comprenderían, aunque eso en realidad no le
interesaba demasiado. Esta vez optó por contar hasta la entrada de los
vestidores, desde donde pudo oír el rumor de las voces masculinas allí dentro.
Se detuvo paralizado por la angustia al imaginar el cuarto lleno de hombres
desnudos hablando de fútbol, de minitas, jugando a golpearse con las toallas,
sin mirarse bajo los rostros ni por accidente. Las indicaciones de su psicólogo
le parecieron más absurdas que nunca antes, un sinsentido absoluto. Hacer
ejercicio ahí, con todos esos seres entre medio, no era más que un acto
suicida, no un ayuda extra para canalizar sus emociones.
Por un momento pensó en volver a
casa, alejarse de ahí y no pensar más en la idea del deporte, pero algo lo
impulsó a quedarse y entrar al vestidor. David Montoya, como cada viernes al
mediodía, entraría a la piscina con su traje de baño rojo que compró en Miami,
ensimismado, sin mirar a nadie. La idea de verlo, de quizás acercarse a
hablarle, fue la razón para volver a mover los pies y entrar al camarín. Pudo
marcharse y no sentir la incomodidad de los cuerpos desnudos frente a sus ojos,
pero el deseo de hablarle era más grande. Algo así como una necesidad vital.
El vestidor era un largo pasillo
cubierto con una alfombra sintética verde para absorber la humedad. A cada
costado, bajo los casilleros instalados en las paredes, estaban ubicadas las
bancas en donde los desconocidos se sentaban para vestirse, desvestirse o
simplemente conversar. Facundo entró en silencio, apretando con fuerza la
toalla que llevaba en una de sus manos, sin siquiera levantar la vista para
comprobar dónde estaba su casillero. En realidad, al ver el número de la llave
que sacó en recepción, supo que debía estar casi al final. Fue hasta allá con
el corazón acelerado golpeando su pecho, viendo de soslayo las figuras color
piel a sus costados. Las imágenes difusas que pasaron a su lado como
proyectadas pudieron ser vientres y brazos marcados por la natación, los
cuerpos en forma de embudo, de torsos anchos, músculos alargados, cintura
estrecha y ni un solo gramo de grasa. O quizás sólo era lo que su mente quería
imaginar. Tomó asiento al final del cuarto, en donde se sintió protegido, como
si esa esquina húmeda fuese el búnker desde el que se enfrentaría a la
desnudez. Sí, porque desvestirse ahí era parte de una guerra personal, una
situación que lo aterraba tanto como las horas obligatorias de educación física
en el colegio, la tortura adolescente. Vino a su mente la imagen deformada de
sí mismo hace quince años, cuando se sentaba bajo las graderías del patio del
colegio para no tener que participar de la clase. Verse siendo aquel niño obeso
de mejillas coloradas, con el acné vivo marcando su rostro y el primer bigote
sobre el labio (una desagradable pelusa gris) le produjo una sensación de aguda
incomodidad, como si alguien hubiese arrastrado las uña sobre un pizarrón.
De a poco empezaron a salir los
hombres del vestidor hasta que no quedó nadie. Facundo dejó de simular que
escribía mensajes por teléfono y comenzó a desvestirse con movimientos
calculados, mirando a ratos hacia los lados para asegurarse de que nadie
viniera. Se puso la toalla enrollada en la cintura y se sacó los pantalones por
debajo, previniendo ser visto. Se preguntó por qué los vestidores debían ser
siempre compartidos. ¿Acaso la privacidad no era relevante? ¿Podía ser visto en
su completa intimidad por otros tan sólo por tener el mismo pedazo de carne
colgando entre las piernas?
Cuando sintió el ruido de las
puertas batientes se cubrió las piernas con un movimiento brusco, como si de
pronto alguien lo hubiese descubierto guardando entre sus ropas algo que no le
pertenecía. Se volteó molesto, aunque incapaz de hacer o decir algo (como
siempre) y sintió como la habitación vaporosa pareció reducirse a su mínima
expresión y el aire húmedo tornarse fangoso hasta casi no poderlo respirar. Era
David Montoya en persona iniciando su mañana de deporte (sabía que vendría).
Caminó hacia uno de los primeros casilleros rodeado de un halo de indiferencia,
pensado quizás en su vida perfecta, en sus negocios en el extranjero, en que
debía mantener bien ese cuerpo macizo y marcado, en la responsabilidad de ser
un padre de familia, de mantener la casa tan costosa (Vitacura 387, Vitacura
387) en no olvidar pedirle a su asistenta que fuera pronto por los regalos de
Navidad de sus hijas. No miró a Facundo, ni siquiera lo notó allá en el fondo,
como si no fuera más que otro de los casilleros, un casillero de enormes
proporciones, oxidado y abandonado, acumulando nada más que basura, bolsas con
olor a humedad y ropa interior olvidada. En cambio él lo observó durante esos
tres minutos, se fijó en la forma pausada de sus movimientos al desvestirse
frente al espejo (igual como lo hacía en su habitación al llegar de la
oficina), los ademanes exactos y duros, propios de un hombre bien educado y
seguro de lo que significa ser un hombre. Porque David siempre fue un hombre en
toda dimensión de la palabra, un macho alfa. Desde los primeros años en que
fueron compañeros, lo recordaba siendo un hombre real, más desarrollado que el
resto, más perspicaz. Todavía podía escuchar esa voz gruesa que llenaba la sala
y hacía a sus compañeras voltearse a verlo. Y cuando deslizó los boxers hasta
el suelo dándole la espalda, vio su trasero levantado, como de película porno,
y se maldijo por nunca haber hecho algo antes para mejorar su cuerpo. Ahora era
demasiado tarde y la obesidad mórbida de hace una década había dejado sus pieles
sueltas, como cortinas vivas pegadas a los músculos. David seguía igual, pese
al paso de los años, e incluso conservaba la altanería tan propia de sus
movimientos, expelía seguridad. En sus treinta años vivía aquel adolescente
hermoso y popular, de buena familia y con grandes capacidades de liderazgo. El
personaje cliché de cualquier película de adolescentes que con una sola mirada
era capaz de dar órdenes, de agrupar a los más sumisos, de encantar a
cualquiera, incluso a Facundo.
No se dio cuenta cuando David
salió del vestidor, aunque estaba seguro de que no le había concedido ni una
sola mirada. Era probable que en esos minutos, a solo unos metros de él, ni
siquiera se hubiese percatado de su presencia. Se puso de pie, cerró el
casillero y caminó hacia la puerta, sintiendo algo que podía ser rabia o quizás
autocompasión. Se encontró frente al espejo de la entrada y se preguntó si eso
que vió ahí era un hombre. ¿Qué era? No sabía, pero dolía verse con la juventud
tan oculta bajo todos esos quilos de piel sobrante. No ayudaban mucho las
pantorrillas tan delgadas ni los brazos demasiado largos; todo incomodaba a la
vista. Y la cicatriz que atravesaba su cuerpo estableciendo límites como en un
mapamundi era algo deprimente. La mancha en forma ovalada comenzaba sobre la
rodilla derecha, de forma semi triangular, hasta ocultarse bajo el traje de
baño y volver a aparecer en la cintura, sobre la pretina. Más arriba, casi
llegando al ombligo, la marca plana se volvía porosa y áspera, la cordillera en
el mapamundi, llena de relieves y cavidades. Injertos de piel oscura que
intentaron arreglar una tragedia, mejorar aquel daño permanente sin éxito.
El fulgor de las llamas todavía
iluminaba algunas de sus pesadillas.
***
A su mente regresan las imágenes
de las cálidas mañanas del año 2000, cuando sus propias inseguridades no le
permitían socializar con cualquiera. De todas formas, no era difícil pasar
desapercibido. De la casa al colegio, del colegio a la casa, no hablar mucho,
no opinar en clases, no mirar a los hombres haciendo deporte (jamás): las
reglas de oro, el manual de supervivencia. Entonces en la sala repleta de
quinceañeros, una olla de hormonas, aparece la imagen de David con el uniforme
impecable y el cabello peinado hacia el lado. Está junto a sus amigos, los
mismos que lo acosan lanzándole la pelota en la cara, diciéndole “guatón
marica”, los enemigos naturales de quienes debe huir a la salida. Intercambian tazos o cartas o algunas de esas
cosas de “niños-hombres”, el término que usa la orientadora a veces para
sugerirle cómo debe comprtarse (mientras Facundo se pregunta cómo se es
niño-hombre). El profesor ahora entrega las pruebas de Matemáticas. David sacó
otro siete, como siempre, y se para sobre la mesa haciendo una reverencia o lo
que sea eso que hace Marcelo Salas, el jugador de fútbol. David quiere llamar
la atención, y de verdad lo logra: siempre con las bromas a flor de piel, las
ideas ocurrentes y las ganas de socializar, de estar en la mente de todos. Por
eso ahora va a su puesto y Facundo está a un segundo de sufrir una crisis de
pánico. David le dirige la palabra por primera vez, luego de tomar una silla y
sentarse frente a él. “Voy a celebrar mi cumpleaños”, le dice con una sonrisa
que le parece honesta, mostrando los dientes parejos y ordenados. “¿Vamos?”.
Una invitación real a un cumpleaños. Facundo no logra mirarlo a los ojos, pero
trata de hablar simulando terminar un ecuación matemática en su cuaderno.
Quiere llorar, abrazarlo y seguir llorando, darle las gracias por esa
oportunidad, pero nada de eso sucede. Le dice que irá, y David se alegra tanto
que le da una palmada en el hombro seguida de un apretón de estómago que lo
deja helado. David posó la mano sobre su enorme panza y no está seguro de si
eso es bueno o malo. El sabor metálico de la sangre invade su boca.
***
Todo estaba en silencio cuando
Facundo entró al salón de la piscina. Dejó sus cosas sobre una de las sillas
reclinables junto a la puerta y caminó descalzo hasta la escalera de acero que
se perdía bajo el agua. Pese a que nadie lo observaba, tomó asiento sobre el
borde y sólo en ese momento fue capaz de sacarse la polera. ¿Dónde estaba
David? Quizás en el gimnasio o en el sauna o simplemente se había ido. El
sonido de su cuerpo saliendo del agua fue la respuesta. David estaba en lo más
profundo de la piscina, al parecer estático, como un cocodrilo acechando a su
presa. Facundo se cubrió el torso con los brazos como por acto reflejo,
humillado. ¿Cómo no se dio cuenta de que estaba ahí? Bajó rápido la escalera
sin mirar y se lanzó torpe al agua hasta sumergirse. Allí abajo, donde los
rayos del sol colándose por el techo de vidrio no lograban penetrar, vio las
piernas de David al otro costado de la piscina. Se imaginó en la playa con las
mismas piernas de deportista, tonificadas y cubiertas de pelo dorado, trotando
en dirección al horizonte (al éxito) mientras hombres y mujeres alrededor lo
aplaudían y alentaban. No pudo evitar reírse con aquella escena burda, dejando
entrar el agua en su boca. Sintió que se ahogaba y estiró los brazos con
desesperación intentando nadar hacia la superficie. Salió tosiendo y quejándose
sin recuperar del todo la respiración. Una salida escandalosa, pensó mientras
se acercaba a la escalera para volver a los vestidores. Ya había sido
suficiente para él. Pero antes de poner un pie fuera del agua, miró a David,
que seguía parado al otro lado de la piscina sin mirarlo, sin preocuparse en
absoluto, con los ojos pegados en su smartwatch último modelo a prueba de agua
que compró por eBay el 12 de octubre. Sí, Facundo había visto la factura
electrónica en su email; 350 dólares más gastos de envío. Uno para Rebeca, otro
para Laura, uno para su esposa y uno para él. Los fue a buscar a las oficina de
FedEx tres días atrás, ansioso por usarlos, se notaba en su rostro cuando lo
vio bajar de su auto y cruzar la calle con un cigarrillo en la boca. Todo eso
recordó y pensó que a veces odiaba al mundo gracias a él. Por eso se atrevió a
acercarse: había llegado el momento de recibir una disculpa. Flotó impulsandose
sólo con los pies en dirección hacia David, silencioso, con la mitad de la
cabeza fuera del agua. Tocó su espalda y él enseguida se volteó serio, con las
facciones de hierro. ¿Necesitas algo?, le dijo David con un movimiento labial
casi imperceptible, igual a los de un ventrílocuo. De tan cerca se veía mucho
más atractivo que en las fotografías que decoraban las paredes de su living
lujoso e inmaculado. ¿No te acuerdas de mí? Soy Facundo, fuimos compañeros.
No, Facundo, no recuerdo haberte
visto antes.
***
La casa perfecta de David, con un
jardín interminable y tan verde como la camisa Polo que lleva puesta. Lo recibe
entusiasmado, con un abrazo cariñoso, si hasta puede sentir el olor cítrico de
su perfume. Muy veraniego, piensa Facundo, que ahora entra tras David intentado
ocultar la barriga de alguna forma. Estira la polera, se sube el pantalón a la
cintura, pero no hay caso, esa guata no tiene solución. Pánico y adrenalina más
unas ganas enormes de salir corriendo. Todos están en el living y no están sus
padres. Son treinta o cuarenta personas, algunos sus compañeros de curso y
también están los que los molestan, infaltables. Esos tres lo miran al entrar y
siguen bebiendo shots de tequila, como si no les importara su presencia. Se
alivia enseguida, porque prefiere ser ignorado antes que humillado. Suena esa
frase en su cabeza con la voz ronca de algún locutor radial: mejor ser ignorado
que humillado. Si fuera un producto, ese sería su eslogan publicitario. Ríe
pensando en la idea y tres mujeres vestidas de cuero lo miran con cara de asco
y ahora son ellas las que ríen. Pánico otra vez, segunda vez esta noche, ¿y si
mejor me voy? Camina hacia la mesa a comer algo. ¿Es el guatón maricón ese?
Alguien susurra eso o algo así, creyó escuchar eso. Sí, lo escuchó, se burlan
de él esas tres tipas que ahora lo apuntan. La rubia le dice algo en el oído a
la otra y ambas se ponen de pie (Facundo, huye). Facundo ahora avanza por el
pasillo, cuenta los cerámicos de dos en dos hasta casi llegar a la puerta de
salida. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Facundo, ¿adónde vas? Ven. Es David con
su polera Polo y el olor cítrico y la barba de unos días tan delineada y
Facundo con su bigote asqueroso-pelusa. No te vayas, ven, acompáñame. Al
parecer nadie los sigue. David lo toma de la mano y entonces el mundo realmente
se podría acabar. Ven, Facundo, te quiero mostrar algo. Si temblaba de terror,
ahora es por la emoción. Es David que lo toma de la mano, ¿es David? Su cara
tan bonita y el olor cítrico. Todo es demasiado. Todo es como las películas
adolescentes, los clichés de las películas escolares. Se ve recibiendo la
corona de reina en la fiesta de fin de año, las luces y todos aplaudiendo y
entonces cae la sangre de cerdo sobre él, sobre su vestido blanco perfecto. Se
ríe de nuevo y David le pregunta por qué lo hace. Porque esto es como una de
esas películas terribles del colegio. Pero yo no te voy a hacer nada, Facundo.
Lo que pasa es que mira, gordito, ven. Gordito. Odia esa palabra, pero como la
dice David suena tierna y al fin se siente a salvo porque está con David
Montoya. Entran a la habitación del final del patio y parece que ya es de noche
y no hay mucha luz. Es un cuartito como estilo cabaña, con el piso de madera y
el olor a Raid para matar a los zancudos. Siéntate aquí un ratito. Te quiero
decir esto, Facundo, cierra los ojos. Sí, ese es el momento en el que lo
humillan. Pero no siempre todo tiene que ser como en las películas, no siempre
los rechazados son humillados y marcados para toda la vida. Lo sabe ahora que
ve a David con los ojos cerrados a unos centímetros de su rostro. Se van a
besar, la intensidad del perfume cítrico lo comprueba. Cierra los ojos. Pero no
sucede, porque sí es como en las películas. Entra el trío de huevones que lo
molestan, llevan máscaras de Gasparín y saltan y se ríen y David entonces ya no
está. Guatón maricón culiao, eso le dicen, pero como cantando y lo meten dentro
del closet, David lo mete dentro del closet. Los cuatro lo fuerzan a entrar a
ese agujero negro y él grita y pide ayuda, igual que en las películas, y se
siente tan estúpido por caer en algo así cuando todo siempre fue tan obvio.
Está encerrado, abren y cierran la puerta y le tiran cosas dentro, peluches,
comida, cerveza. David también lo hace con la misma sonrisa honesta y atrás están
las niñas de cuero riéndose. Tenía que pasar como en las películas. Le hacen
agujeros en la ropa con los cigarros y siente como eso quema su piel. El
cigarro, la ceniza del cigarro, prende su ropa, prende toda su ropa porque
había alcohol en ella mientras grita desesperado y los niños con máscaras ya no
se están riendo para nada ni David ni nadie. David llama por teléfono y las
mujeres le echan agua encima con el rostro lleno de terror. Todo es como en las
películas adolescentes. Arde la piel y el corazón. El fuego no se apaga.
***
Facundo una vez más miró a David,
que seguía de pie al fondo de la piscina mirando su smartwatch, y entendió que
las personas como él nunca cambiaban. Pensó que en realidad era como esos
personajes de las películas que se repiten de producción en producción:
villanos efectivos, pero demasiado utilizados a esas alturas. Fue por eso que
no insistió, no quiso vengarse cuando él simuló no conocerlo. Debía dejarlo ir
de una vez por todas. Hundió la cabeza bajo el agua por última vez, convencido
de que nunca más volvería a ese lugar. Pero algo llamó su atención en la
profundidad: un objeto circular y negro de plástico que sobresalía en el piso
celeste, justo en el centro de la piscina. Era el tapón, tan grande y mal
puesto que parecía una verdadera obra del destino. Facundo se rió imaginando
cómo sería ser alguna vez ser el villano, aunque fuera sólo por un par de
minutos.-
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