I.
S o b e r b i a
Acostado
sobre el edredón blanco de su cama king size, Aníbal está desnudo fumando un
pito de marihuana que sacó de su cultivo indoor. Ve una cinta de Gus van Sant en
la que dos hombres se pierden en un desierto de algún lugar de Norteamérica, y
se les puede ver caminando en planos generales interminables en busca de una
solución. Uno de ellos es maricón, piensa, y está seguro que quiere chupársela
al más alto. Esta película es una mierda.
Cierra los ojos y cambia al actor más delgado por Michael Fassbender. Entra a escena,
también se pierde en el desierto con el alto de barba y con Fassbender. Los
protagonistas están de rodillas ahora, mientras Aníbal sigue de pie. Se la
chupan mirandolo a los ojos y oye a las aves carroñeras graznando a lo lejos. Perras, putas, ¿está rico?, ¿está rico el
pico, putitas? Siente el viento gélido acariciando sus mejillas mientras
Fassbender le pide que por favor lo folle pronto. Dentro de la pantalla de su
LED y en la vida real acaba, manchando con su líquido los rostros de los
actores y el cubrecama.
Enciende
su teléfono para buscar alguna aventura, algo que no demande mucho tiempo ni
esfuerzo ni mayor diálogo. La punta de su lengua, como por acto reflejo, roza
sus labios, los entibia, produciéndole una segunda erección que reafirma su
idea de encontrarse con algún desconocido esa noche. La aplicación de su
smartphone muestra diferentes rostros, torsos, bultos, culos. Sabe que aquellas
imágenes son deformaciones de realidad, pero que al menos sirven para
garantizarle que no llegará a encontrarse con algún obeso o adefecio con
principios de enanismo. Así se evita el mal rato.
Enseguida
halla uno: se llama Pedro, 26 años, es guapo y exhibe un cuerpo trabajado y
bien definido en su fotografía principal. Labios carnosos, cabello rojizo,
nariz recta, paquete marcado. Moderno con
lugar en Cerro Navia, señala en su breve descripción, que le suena como el
eslogan de algún taller mecánico de medio pelo. Detesta la idea de atravesar
Santiago, pero un lunes al atardecer no es el mejor momento para conseguir sexo,
al menos de forma gratuita. Resignado, camina desnudo por el pasillo con el
edredón entre sus manos. Baja hasta el lavadero y Franca, la empleada,
enseguida mira hacia otro lugar, avergonzada y sin decir una sola palabra,
acostumbrada a esas actitudes que Aníbal siempre tiene. Pone la ropa de cama sobre
la tapa de la lavadora y sube al baño para tomar una ducha rápida.
***
Diez
de la noche, media hora de retraso y la Avenida Kennedy abriéndose frente a él.
Un peinado a lo Duran Duran, la chaqueta de cuero y los blue jeans rasgados, el
look ideal e intencionalmente casual. I am the son and the heir of a shyness
that is criminally vulgar, canta Morrissey desde la radio de su Volvo rojo. Ve
su cara en el espejo retrovisor y sonríe, porque nada puede deternelo. ¿Qué
diría su madre? Diría que eso es peligroso, que así se puede matar, que se deje
de fumar tanta droga porque ya parece un huevón. Pero eso da lo mismo, porque ella
está en Japón desde hace nueve meses aprendiendo una disciplina que no recuerda
el nombre, y que sirve para hacer fluir la energía corporal, o tal vez es algo
como un apostolado. Tampoco le interesa el tema de la disciplina ni la energía
ni la imagen recurrente de su madre siendo penetrada por un micropene japonés.
Gire
a la derecha y después su destino estará a la derecha, dice la voz femenina de
acento español que sale de su GPS. Cree estar cerca, aunque no está seguro, ni
está seguro de estar a salvo en el lugar. No puede evitar imaginarse rodando
por una quebrada envuelto en una bolsa de basura, agónico, con las heridas
abiertas después de la extracción de algunos de sus órganos. Ve a su madre
dejando por unos días los micropenes y bukkakes para asistir a su funeral,
vestida de negro, dramática, con sus tetas llenas de silicona envueltas en
tercipelo y encaje. En ese preciso momento, desea más que cualquier otra cosa
poder lavar sus manos. Disminuye la velocidad, ya está llegando, no puede creer
que está ahí, entrando en una población desconocida, una boca de lobo.
Casas
pareadas de ladrillo princesa sin pintar y las rejas y vidrios rotos y clavos
cubriéndolo todo. Silencio incómodo, silencio de barrio de noche, del tipo que
se interrumpe por los ronquidos de las narices con pelos y restos de cocaína
pateada en el block de allá enfrente, por orgasmos de la vieja de la esquina,
por las escenas de celo que terminan en asesinatos que luego salen en los
canales que él nunca ve. No quiere bajar del auto, sólo quiere lavar sus manos.
La sucesión de imágenes en su cabeza le juegan una mala pasada, lo sabe. Bip y
vibración de su teléfono. Una nueva notificación de Instagram, alguien le ha
dado like a 40 de sus fotografías. Son 40 de las 743 imágenes de su vida que
están en la red. Nada de selfies ni cosas de mal gusto; son capturas tomadas
por otros, pocas veces mirando a la cámara, siempre natural, en algún bello
paraje de la India o escalando una montaña en cualquier parte del mundo,
acompañadas todas de textos sobrios o fragmentos de alguna canción en inglés.
Revisa la página de quien lo visitó y descubre con desagrado que es de Pedro,
el tipo con el que follará, que justo ahora se asoma entre los visillos
apolillados de su living-comedor para ver quién está en el auto. Selfies,
muchas de ellas, los biceps y triceps duros y apretados, un bello cuerpo opacado
por la poca prolijidad de las capturas. Un rollo de papel higiénico como parte
del decorado, las poses burdas para resaltar los músculos, una mala depilación
abdominal y la letra de una canción de Taylor Swift como uno de los tantos captions.
Se abre la puerta de entrada y sale Pedro a recibirlo, vestido con un buzo gris
y unas zapatillas Adidas blancas, como nuevas. Podría pisar el acelerador,
olvidarse y llegar a casa a beber una botella de Arizona mientras ve un capítulo de Grey’s Anatomy,
pero no, porque el chico que sonríe desde afuera de su auto está bastante
decente, aunque quizás “aceptable” funcione mejor para definirlo. Regresar
sería haber perdido el tiempo, no atreverse, ser un cobarde y, peor aún, un
prejuicioso sin remedio. Así que se baja y lo saluda como lo hacen los
caballeros, dándole la mano, la misma que desde hace un rato quiere lavar.
Aníbal
sigue al anfitrión y atraviesa el antejardín atestado de duendes de greda a mal
traer. Posa sus ojos en su nuca, mientras lo escucha relatar cómo fue su tarde,
lo difícil que estuvo el exámen de cocina, lo aburrido de tener que moverse
cada mañana para ir al instituto, que está mega lejos. Mega, ¿qué es esa hueá? Al entrar al
living-comedor-cocina-lavadero, descubre de inmediato que en esa casa vive
gente religiosa. Las vírgenes maría lo observan con sus miradas reprobatorias,
cubiertas de flores y listones y escarchas y brillos y luces LED. Versiones y
reversiones de la santa en todos los formatos: calendarios, cuadros, velas,
muñecas. Sí, mi abuelita es bien
creyente, me encanta que le gusten estas hueas, dice Pedro llevándose las
manos a la boca para morderse las uñas, aún de pie y sin dejar de moverse.
Movimientos de nerviosísmo y ansiedad, de querer simpatizar, algo que Anibal
sabe, porque lo aprendió cuando asistió a unas cuántas clases del primer semestre
de psicología, y le encanta, es como buena nutrición para su ego. Luego se
sientan y beben un poco de las botellas de Aperol que llevó. Pedro habla de la
lepidopterofóbia y también de su hermana que está ‘en cinta’, lo que a Aníbal
le parece muy gracioso, aquella forma de decir que está embarazada, tan
gracioso como la vieja estampada en uno de los cojines del sillón. Los dos ríen
y a Pedro le brillan un poco más los ojos. Aníbal cree que Pedro es simpático,
como su casa y los cuadros y la vieja del cojín. Entonces pasa media hora de
reloj y ya han bebido dos botellas de Aperol, están un poco ebrios y conversan dejando
de lado la distancia, uno al lado del otro, y las vírgenes los miran y también
esas figuras raras que cuelgan del mueble de la esquina donde se guardan vasos
y esas cosas que no sabe qué son. Tú
pareces pintor, ¡te apuesto a que eres artista!, dice Pedro a toda voz,
dejando salir una emoción que le hace sentir una vergüenza desagradable,
vergüenza ajena. No, yo soy traductor,
le responde arrastrando las palabras. Miente, no es traductor, no hace nada,
aunque para terminar la carrera le faltaron sólo dos años. Pero ese tema es muy fome, hablemos de otra cosa, y sin darse
cuenta ya están besándose con desesperación.
Apagar la luz y caminar a tientas en la oscuridad adivinando los pasillos
de esa casa enana laberíntica de ampliaciones sobre ampliaciones. Besos con
lengua, sentir su piercing moviéndose, abrir los ojos y ver los de Pedro
cerrados y tras él, una corona navideña colgando en una pared de la pieza con
dos catres, apenas iluminada por la luz de una lamparita sobre el velador.
Pedro es de menor estatura, así que de puntillas alcanza su boca, temblando,
aunque también puede ser por los nervios incontenibles que a Aníbal ya no le
parecen tan simpáticos, porque él venía a culiar no más, no a ver como este
tipo se ponía nervioso por su sola presencia. Igual lo besa y no le gusta su
olor, pero lo besa. También siente un bulto escondido tras la tela del buzo. Lo
palpa y sabe que es una verga grande que quiere y que lo hace olvidar a la
virgen y a la vieja del cojín y a su mamá en Shibuya o Sumiyoshi-ku, ya no
recuerda. Su mamá. Desliza su lengua con una agresividad grosera y sucia y su
lengua áspera, igual que la de los gatos, sobre el bigote y la barba de tres
días de Pedro. La vieja, por qué la vieja en un cojín. ¿Qué pasa? ¿No te gusto? Un tono neutral, un poco tierno y caviloso.
Pedro le toma la mano y la pone subre su culo depilado, y eso sí le gusta y lo
calienta, aunque está mareado y todo se mueve un poco. Por qué, si no tomé tanto. Las vírgenes, mamá, el flaite. Un grupo
particular de individuos, tan distintos todos, pero que se calientan y se
erotizan, a pesar de lo que dice la biblia. Así que vamos, flaite, vamos y
follemos, aunque no sepa mucho sobre lo que está pasando, aunque esté mareado,
aunque la virgen nos mire. Está feliz este flaite, yo sé que le gusto, me debo ver rico con este boxer, ¿te gusta? ¿Y si
me lo sacas un poco? El teléfono, ya, buena ide/
***
Desayuno
para dos: tostadas con margarina, jugo de naranja, un poco de leche, pan de
pascua artesanal, todo puesto sobre una bandeja de plástico floreada. Pedro está
apoyado en el marco de la puerta y anuncia su presencia en la habitación con un
despiertaaa cariñoso. Aníbal entonces
sale de un sueño profundo sin entender demasiado sobre la noche anterior,
asfixiado entre las sábanas con olor a naftalina. Gira su cabeza y ve al chico vestido
con un pijama azul, sonriéndole como si se conocieran desde siempre. Se
incorpora de a poco, aquejado por un dolor de cabeza al que no le encuentra
razón de ser, sin siquiera considerar que a sus 28 años una resaca se sufre
tres veces más que en los primeros años de los 20. Tómate este juguito, niño lindo, antes que la caña te termine de matar.
Mi mamá llega en un rato de la pega y no quiero que te vea aquí, así que no te
demores mucho. Oye, pero yo quiero volver a verte.
Yo quiero volver a verte. Pedro, el meloso,
se acerca y se sienta al costado de la cama, junto a sus pies, y pone la
bandeja sobre el regazo de Aníbal, que está de espaldas sobre la cama con las
piernas estiradas y el rostro vacío. Mastica unas palabras que no sabe cómo decir,
que no tiene por qué decir, porque este chico que lo mira con tanta ilusión no
tiene nada más en común con él que el lenguaje del sexo. La luz del exterior no
lo ayuda a orientarse en el tiempo, pero está consciente de que es tarde y de
que quiere marcharse. Por eso le dice que mejor se va y que no es buena idea
verse otra vez, y mientras se viste ante la mirada de decepción de Pedro,
piensa en el abísmo existente entre ellos. Asume ser del tipo de personas
afortunadas que nacen con un pase de acceso VIP a la vida, con un derecho
vitalicio a hacer y deshacer, a ser quienes se le plazca, porque la belleza
física y la vida que les tocó son la promesa de una existencia llena de
felicidad y aceptación social. Lamentaba, tal vez un poco, que el caso de Pedro
no fuera igual, porque podía ver en él algo transparente, cierta nobleza de
espíritu que llamaba su atención. Sin embargo, aquellas cualidades no eran
suficientes, así que –sintiéndose un tanto culpable- decidió salir de la casa
diciéndole a Pedro tú sabes que no
funcionaría, somos muy diferentes. Chau, cuídate.
Fue
al living, miró las vírgenes por última vez sintiéndo escalofríos y salió para
volver a su casa, para no ver más a aquel ser que observa el mundo desde el
mirador opuesto al suyo.
II.
P a r a n o i a
Un kimono negro y un ramo de nomeolvides. Es su mamá que
regresó de Shibuya. Es su mamá caminando por el bandejón central de la ciudad,
cualquier ciudad. Es su mamá cruzando la calle temeraria, a punto de ser
atropellada. Es ella quien le hace señas sin dejar de sonreir. Es ella que le
dice ven ven, ven ahora, pero Aníbal
no puede moverse ni acercarse al centro de la autopista, a pesar del camión que
se acerca y del impulso que siente de rescatarla. Entonces, justo cuando el
vehículo la arolla, abre los ojos y todo está oscuro. Es su habitación, lo
sabe, aunque no ve nada. Intenta moverse sin resultado, tal vez por el miedo
que le produjo la horrible pesadilla. Sólo puede pestañar, respirar y ver a
esas dos siluetas que están paradas en el marco de su puerta. Quiere gritar,
pedir ayuda, despertar a Franca que duerme en la pieza de al lado de la cocina
y preguntarle si puede dormir junto a ella porque tiene mucho miedo. Pero no,
porque es imposible, porque la voluntad que tiene sobre si mismo no es
suficiente para ponerse de pie. Las siluetas caminan lento hacia él, lo rodean,
observándolo con sus rostros inexistentes. Aníbal llora y emite quejidos
ahogados en su propio llanto. Opta por cerrar los ojos, esperar lo inevitable,
y –anestesiado por el terror- vuelve a dormir otra vez.
***
Han pasado ocho días desde su encuentro con Pedro y siete
desde que tuvo la pesadilla de las sombras, suficiente espacio como para que su
mente colapsara entre pensamientos delirantes e ideas absurdas. Además, con
tanto tiempo sobrante de su año sabático, le es imposible dejar de elucubrar
sobre lo sucedido. Cree ser víctima de un hechizo o brujería relacionada con esas
vírgenes, las posibles causantes de los problemas de salud y malestares que lo
han aquejado durante la semana.
Se levanta con un agudo dolor en las piernas y se mira en el
espejo, al igual que cada día. Busca nuevas líneas de expresión, manchas en el
rostro, algún exceso de grasa, pero no halla nada nuevo. Utiliza el espejo-lupa
del baño para ver con más detalle bajo sus ojos. Bolsas culias, parezco cualquier cosa.
No todos los días se
amanece con ganas / estoy feo L, tipea desde su
teléfono para acompañar una nueva foto en Instagram, tal vez la primera o
segunda que se toma él mismo sin polera. En los próximos minutos, sus 10 mil
seguidores debieran apoderarse de su página, llenarla de piropos, de
invitaciones a salir, de halagos por su belleza, por su físico envidiable, por
su peinado medio ochentero o por la falsa espontaneidad de las tomas. Pero nada
de eso ocurre, porque en una hora sólo ha recibido 90 likes. Nervioso, revisa
su teléfono sin saber qué hay de malo en su captura. Tal vez fue el filtro que
le da un aspecto demacrado, y por eso mismo su amigo Andrés posteó risas y un
emoticón, para burlarse porque se ve mal. Y Pedro, ¿por qué Pedro no da like a mi foto? Enseguida entra a su
Instagram, invadido por una excitación desconocida, y descubre que ya no lo
sigue en esa red social ni en ninguna. Pedro lo eliminó de todo.
Decidido a encontrar respuestas, se concentra en la labor de dar
con pistas que lo ayuden a aclararse. Ve las fotografías de Pedro, a sus amigos,
los lugares que frecuenta, y todo le parece tan lejano, como si las páginas de
la red social le mostraran cómo es la vida en otro planeta. Aún así, siente que
lo que ve es cierto, una persona que no maquilla su realidad tanto como el
resto de los comunes.
Desde su punto de vista, la mejor forma de solucionar el
problema es acercándose a él siendo amistoso, así que, sin pensarlo demasiado,
envía a Pedro un mensaje por WhatsApp.
Aníbal: ¿Te tinca una junta?
Pedro: Pense que no queriai verme mas.
Aníbal: Cambié de parecer.
Pedro: Es que no es tan llegar y llevar.
Aníbal: La vamos a pasar bien.
Pedro: Donde nos juntamos?
Aníbal: ¿Dónde quieres juntarte, loquillo?
***
Aníbal camina por uno de los senderos principales del Parque
de los Reyes, sin saber bien en qué parte lo espera Pedro. Le dijo que casi al
final del camino, a la altura de los tajamares y a un costado del Mapocho, pero
su GPS no sabe dónde está ese lugar. Evita apurar el paso por miedo a sufrir un
nuevo episodio de tos -ya van tres en lo que va de la tarde-, aunque si fuera
por él, correría sólo para solucionar el asunto cuanto antes.
Hola, te estaba
esperando. Es la voz de Pedro, que está sentado sobre uno de los antiguos
tajamares abandonados en el camino.
-
¿Te costó mucho llegar? Sabía que te ibas a
perder.
-
¿Por eso me hiciste venir hasta acá? ¿Para que
sufra? –responde Pedro acercándose a él sin poder ocultar su molestia.
-
Ya, ya, ya, déjate de dramatismo y siéntate aquí
conmigo. ¿Una cerveza?
De
un salto, Aníbal queda sentado sobre la superficie porosa, al lado de Pedro, y
aún no recibe la cerveza.
-
¿Qué pasa? ¿No quieres cervecita? ¿O pensai que
le puse droga como en las películas? Musho rollo…
-
Ya, si no es eso -miente-. Lo que pasa es que he
estado súper enfermo y estoy con antibióticos.
-
Enfermo de rico yo creo.
Aníbal
siente el impulso de burlarse de Pedro por lo que acaba de decir, pero decide
no hacerlo y termina por aceptar la cerveza. Y es que no sabe por qué, pero hay
algo en él que le inspira cierta confianza. Tal vez su sencillez o la facilidad
que tiene para despojarse del miedo o de la vergüenza sin importar quien esté
enfrente.
Una vez cuando chico me quedé encerrado en
la pieza de la casa vieja de un vecino, éramos bien amigos. Estábamos jugando a
las escondidas o algo así. Parece que era la casa de su abuela. El punto es que
filo, estaba yo ahí encerrado y no escuchaba a mi amigo. Entonces se me ocurrió
acercarme a un closet, de esos roperos grandotes de madera, y abrí la puerta
como medio asustado. No me voy a olvidar nunca: apenas moví las puertas
salieron cientos, miles, ¡millones de bichos alados! Libélulas, polillas,
mariposas, eran muchos, que se esparcieron por toda la pieza, sobre mi cuerpo,
en todas partes estaban. Y yo no sabía qué hacer, me puse a gritar, porque los
sentía ahí encima, en el cuello, en las piernas. Era el medio espectáculo,
verlos volando libres por ahí y en todas las direcciones, pero eran demasiados,
todo quedó tapado, ¡a mí se me tiraban encima! Me gustaría recordarlo como algo
bonito, pero no puedo. Por eso es que me dan miedo.
Aníbal
escucha con atención la historia de Pedro, intentando recordar la última vez
que vio una libélula. Fue esa vez que andaba de paseo con sus padres antes de
que se separaran, hace ocho o nueve años atrás, conociendo el Embalse Puclaro
en el Valle del Elqui. Andaban en un Nissan V16, los tres, paseando por las
calles y lugares emblemáticos de La Serena. Su papá todavía no lograba que su
empresa de repuestos de autos se convirtiera en la flamante automotriz que era
ahora.
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