Tuesday, October 18, 2016

Valles (7.9.2015)

A medida que dejo atrás la ciudad de La Serena y me adentro en los bellos parajes del Valle del Elqui en un cacharro que pedí prestado, empieza a invadirme la inseguridad de haberme equivocado de ruta. ¿Será este el valle? Lo recordaba soleado y caluroso, muy diferente a esta atmósfera tan invernal que hoy lo envuelve.

Intento mantener la calma bebiendo los restos de una botella de whisky que llevo bajo el asiento y, justo en ese momento, recuerdo que debo apurarme antes de que sea demasiado tarde. Mi madre, luego de una crisis existencial-melodramática, dejó Santiago, sus antidepresivos y a sus amigas menopáusicas para unirse a una especie de secta de sanación con sede en Diaguitas, un pueblo perdido en medio de los cerros. Ella, esposa intachable, la perfecta dueña de casa, devota del Manual de Carreño, fanática del brunch con mimosa, tartaletas y siutiquerías varias, se derrumbó por completo al enterarse de que su marido, mi padre, escapó con “la otra” para iniciar una nueva vida en Miami, llevándose a unos hijos de los que no sabíamos, chihuahuas microtoy y toda su fortuna. Pero, en un acto piadoso, el buen hombre le dejó un cheque por 10 millones de pesos en el velador. “Como para que no te caguís de hambre”, tiene que haber pensado.

Tras tres burdos intentos de suicidio, que incluyeron corte de venas, sobredosis y dos posteriores estadías en los psiquiátricos más costosos de la capital, decidió darle un giro a su vida. “Encuentra la paz interior en el Centro Alma, sánate, olvida la depresión. Conoce a Ashana y acompáñalo en su refugio en el Valle del Elqui, te cambiará la vida. Llama ahora”, decía una fotocopia humedecida que apareció en su buzón, y que para ella significó una verdadera epifanía. Impulsiva como siempre, hizo un par de maletas y dejó todo atrás para conocer al tal Ashana, quien la sanaría, guiaría y asesoraría en su camino a ser una mujer renovada. El costo: ocho millones de pesos, equivalentes a un año de estadía y que, tal como ella me dijo casi de memoria, serían destinados a “mantener las instalaciones y llevar a cabo el tratamiento psicoespiritual de cada uno de los integrantes de la comunidad”. En otras palabras, un robo descarado y la destrucción de mi única posibilidad de empezar de cero fuera de Chile. Debía rescatar todo el dinero antes de que lavaran su cerebro por completo.


100 kilómetros por hora. Atravieso pueblos, caminos rodeados de viñas y animales, paisajes verdosos ceñidos por los cerros. No puedo evitar sentirme nostálgico en medio de este lugar tan solitario. Recuerdo las vacaciones en Pisco Elqui, las de hace 20 años. Pirita, lapislázuli, cristales, minerales, más minerales del valle. El sol nos baña mientras cazamos lagartijas entre los matorrales del camping. Lagartijas y minerales, ¿quién encuentra más? La mamá nos llama a almorzar y el brillo del día lo inunda todo.


He conocido muchos pueblos pequeños durante mi vida: Tongoy, Guanaqueros, Los Vilos, Punta de Choros y un puñado de localidades costeras del norte que llamaron mi atención en la infancia por sus singulares tamaños. Pero Diaguitas, desde hoy, lleva la delantera. Este lugar conjuga el encanto del Valle Central, clima mediterráneo, arbustos y cactáceas, con esa aridez propia del Desierto de Atacama. Todas estas características se concentran en un angosto trozo de valle protegido por cerros y que termina de rodearse con las aguas –muchas veces turbulentas- del Río Elqui. Casas de adobe, fachadas decoloradas y caminos apenas asfaltados confieren al paisaje una cruda desolación, que se ve quebrada por la belleza de los campos que atraviesan a este esbozo de urbanidad.

Circulo a través de la calle principal, quizás la única avenida del pueblo, sin ver ni rastros de otros seres humanos. Pienso en el inicio de las películas de terror y me esfuerzo en reír para no iniciar algún delirio de persecución. Repito en mi cabeza, como si de un mantra se tratara, que todo estará bien, que mi madre no hará ningún berrinche y que me entregará la parte del dinero que me corresponde. Me aseguro de que nadie me siga, mirando por el espejo retrovisor y continúo el viaje.

Entonces, después de dejar atrás la plaza principal y la iglesia, las casas desaparecen y la ruta se vuelve angosta y pedregosa. No avanzo ni medio kilómetro cuando logro divisar a lo lejos una enorme cúpula de vidrio y madera. La típica estructura de arquitectura moderna y pretenciosa que la gente suele llamar “domo”. “Centro Alma”, señala un cartel de madera corroída en la entrada del predio, un gran terreno que en realidad luce tal como mi imagen mental de una secta-comunidad: una decena de cabañas, grandes áreas verdes y de cultivo, gallineros, árboles vestidos con ridículos trajes de lana y todo tipo de aparataje místico-artesanal. En el centro de la comunidad, como si fuera una nave extraterrestre, se levanta la enorme cúpula, brillando en cada centímetro debido a la luz grisácea de este día. Estaciono el auto y de pronto todo me parece muy sci-fi. Un hombre dentro de una caseta de vigilancia me pregunta si busco a alguien. Le digo que a mi madre, Delia Andrade, que necesito hablar con ella, que soy su hijo Antonio. Se mantiene en silencio durante unos segundos que se hacen eternos, leyendo un listado de nombres que tiene entre las manos, pensando quizás en cuántos hijos han venido a rescatar a sus madres, en cuál de todas esas locas que están allí dentro me parió o si he venido a matar a la mía. Intento mirarlo con cara de que no la mataría, aunque recuerdo que alguna vez tuve la intención de hacerlo. “Pase, está en hora de meditación. Entre por la puerta de atrás”. Camino preguntándome cuál es esa puerta en una estructura circular con todos los accesos idénticos. En realidad sí mataría a mi madre. Abro la puerta –tal vez la de atrás, la de adelante o la lateral- y suena música, música para ambientar clases de yoga, con campanas y vibraciones y sonidos orientales que parecen no tener sentido alguno. El olor a incienso me produce nauseas. Cerca de 30 personas vestidas de blanco, descalzas y sentadas sobre mantas aún más blancas me dan la espalda. Comprendo que efectivamente he entrado por la puerta trasera. Sólo una persona está de frente. Viste de rojo y está sentado delante de todos. Me observa en silencio y la música sigue sonando. Algunos se percatan de que el líder o monitor o lo que sea ese hombre me observa, y voltean a verme. Veo un cabello rojizo, abultado y vaporoso, el de mi madre. Tuerce el cuello y me mira desde su manta inmaculada. Aquí estoy otra vez, entrando en su vida por la puerta trasera.


1997 La Pancha siempre es Emma, así que no me queda más que ser la Geri, la Ginger Spice, que no está mal. Tiene el pelo rojo y usa la bandera de Inglaterra como vestido. Ninguna de mis amigas quiere ser Mel B, y yo tampoco. Victoria es muy seria, así que es otra opción que no nos gusta. Prefiero asegurarme con Geri, que es la tercera mejor. Julieta, mi mejor amiga, es la deportista de las Spice todas las veces. Esa es la que más me gusta, pero la Juli decidió que es suya, porque es la mayor de nuestro grupo y tiene ese derecho. Qué rabia.

Mi mamá entra a guardar unas toallas recién lavadas al armario que hay en mi pieza. Toallas almidonadas, suaves, planchadas, aromatizadas, como nuevas, como le gustan a ella. Entonces se para en el marco de la puerta a mirarnos bailar con nuestros vestidos hechos con paños de cocina y corchetes. Pancha, Juli y yo, las Spice Girls, que bailan y cantan al ritmo de Who Do You Think You Are. Nos mira y noto cómo sonríe. Bailo con más ganas y entusiasmo, mientras ella ordena las toallas al otro lado de la habitación. Vuelve a mirarnos y nos dice que la cena está casi lista. Su rostro, esa tranquilidad que refleja, lleva mi mente a algún universo de toallas, en donde todo es suave y agradable.


 Caminamos sin prisa siguiendo el cauce del Río Elqui, a sólo unos pasos de la comunidad. Nuestras miradas se dirigen al suelo, al paisaje, a los cerros o a cualquier cosa que no sean nuestros ojos. Cuando la observo, su cabello rizado no me permite ver su perfil por completo, aunque alcanzo a divisar la punta de su nariz respingona. Mi madre tiene 55 años, pero lo cierto es que parece de 40. El cuerpo delgado y su piel aún firme le confieren una apariencia más juvenil. “Tenemos buenos genes”, solía decirme, aclarándome siempre que yo también tendría una vejez tardía. Luego de unos años como cocainómano y poco más de una década fumando 20 cigarros diarios, entiendo que los genes no sirven de mucho. A un paso de cumplir los 30, cualquiera diría que el tiempo se ha ensañado con mi cuerpo.

-Qué lindo aquí, es como que se respira pura tranquilidad -dice poniéndose la mano en la frente para no encandilarse con la luz de un sol inexistente.
-Mamá, ¿hasta cuándo va a permitir que la hagan huevona?
-¿Te acuerdas cuando veníamos al valle y recolectabas minerales todo el día? –me pregunta ignorando lo que acabo de decir- Te saqué algunas fotos escarbando por aquí y por allá, te veías adorable.
-¿Qué hizo con la plata? Mamá, necesito que me ayude con lo del viaje. Necesito irme.
Al escucharme, se detiene y se agacha para recoger una piedra plateada que brilla en el suelo. Veo su espalda, tapada por completo con una esperpéntica túnica. Recuerdo sus abrigos de piel, los largos vestidos de gala en los que me escondía mientras se maquillaba frente al espejo antes de asistir a alguna cena, las tenidas recargadas que usaba cuando los amigos iban a la casa. Un estilo auténtico con el que siempre intentó llamar la atención, salir del personaje que le tocó interpretar en la vida. Un estilo del que ya no queda nada.
 -Antonio, ¿por qué te vas a ir? No entiendo por qué sigues con esa idea de irte a vivir a España, ¿no escuchaste que están en crisis? –dice poniéndose de pie con una expresión de profundo desagrado. 
-Los únicos que estamos en crisis somos nosotros, mamá, ¡y usted, mírese, por favor! Vino a regalarles la plata a estos estafadores.
-Aquí estoy contenta, me ha hecho bien venir. Tienes que conocer al Ashana, él te va a ayudar. Yo sé que estás triste y que no quieres hablar mucho, pero de verdad que te va a hacer bien.

Me quedo mirándola por unos segundos en los que nuestros ojos por fin se atreven a enfrentarse. En su rostro, las suaves -aunque ya visibles- líneas de expresión alrededor de sus labios y párpados, configuran un mapa en el que cada una de sus expresiones faciales revela un claro estado emocional. Hace 10 años, adivinarla hubiese sido casi imposible, sin embargo, ahora me parece más evidente y predecible en su sentir. Hoy más que nunca puedo percibir a ese ser vulnerable que ha sido dañado.

Sin decir nada, se acerca a mí lo suficiente como para hacerme sentir incómodo y traer el pasado de vuelta, lo suficiente para incomodarme enseguida. Entonces, mientras toca mi mejilla con sus dedos, llora en silencio, un llanto inesperado al que esta vez no logro hallarle una explicación: podría ser de emoción, tristeza, arrepentimiento o por el simple deseo de limpiar su alma de alguna forma. Reviso el mapa de sus arrugas, busco vías expeditas en sus mejillas y en la comisura de sus labios para llegar a una explicación, a una razón de estas lágrimas, pero no encuentro nada que me ayude a comprender.
-Quédate un día, uno solo –me dice refregándose los ojos, y yo accedo a su petición sin saber por qué.

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 Estoy dentro de una de las pequeñas cabañas de la comunidad, la que comparte mi madre con otras dos personas, aunque cuenta con una habitación para invitados en donde dormiré esta noche. No hay televisor ni internet ni nada que me permita contactarme con la civilización en caso de que alguien quiera secuestrarme o hacerme daño. Una lamparita sobre el velador es el único elemento que me recuerda que estamos en pleno siglo XXI. Mientras mi madre participa de un conversatorio astral –del que me marginé- decidí tomar un descanso y darme una ducha. 

Entro al baño y un olor a madera quemada e insecticida me azota de sorpresa, aunque luego de unos segundos termina por relajarme. Observo mi imagen en el espejo del lavamanos: cabello negro y rizado cayendo sobre mi frente. Los ojos cansados y las ojeras que marcan el paso del tiempo, acomodándose sobre mis pómulos enrojecidos, ensamblan una parte de este rostro que luce triste y avejentada. Están más abajo mis labios, que evito separar para no mostrar unos dientes corroídos y amarillentos. Toco mi cuello grueso con la yema de los dedos, luego la nuca y finalmente mi pecho. La piel no me parece agradable al tacto. 

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 1998 Vienen visitas a cenar, igual que cada sábado por la noche. Amigos de papá y sus esposas, que se sientan a la mesa y beben vino mientras hablan de negocios, negocios muy importantes, dice mi mamá. Ella insiste en que debo portarme bien, no hacer escenas ni mucho menos hablar de temas incómodos o tontos como las Spice Girls o la familia de peluches de Julieta. Sube y baja las escaleras, habla con mi nana, que cómo va esa lasaña, que si puso los cubiertos, que las copas están guardadas y muchas otras preguntas. Cada vez que regresa a la cocina lleva puesto un vestido diferente, otro peinado y otras joyas enormes. Parece nerviosa, aunque no entiendo por qué. Las cenas son para pasarla bien. Mi papá ve futbol muy concentrado frente al televisor y aún no se pone ropa para ocasiones especiales. Le pregunto por qué no lo ha hecho y no me responde, nunca lo hace. Sólo me mira unos segundos y después se concentra en el televisor. Mi mamá tiene pena por eso, siempre.

Ahora, justo ahora, ella llora frente a él, con su vestido rojo, su peinado raro y muchos maquillajes sobre la cara, y parece otra persona, otra señora. Suena el timbre y ella se para, limpia sus lágrimas con un pañuelo, se mira en el espejo de la entrada, cambia su cara y se convierte en otra mujer, una que sonríe, que se mueve rápido por los pasillos de la casa haciendo sonar las pulseras, moviendo las faldas de su vestido de un lado a otro. Clap clap clap clap, suenan sus tacos sobre el piso cuando corre divertida hacia la entrada de la casa. Abre la puerta con alegría y saluda a la Tía Genoveva y al Tío Julio. Besos y abrazos para todos, risas que suenan en toda la casa y pasen a la mesa, ¿quieren beber algo? … Nadie creería que estuvo llorando hace menos de tres minutos. 

Tía Genoveva más Tío Julio, que se sienta en la cabecera porque es el amigo más importante de mi papá, el “pez gordo”, como lo llama a veces. Señora Cara de Pajarito más su esposo, frente a ellos papá y mamá y al otro extremo de la mesa, yo, que juego con un trozo de carne, un bote en el océano de puré. Se hunde mientras escuchamos una canción súper bonita del disco de música que me recuerda a Tom y Jerry. Alguien dice algo y mamá se ríe con tantas ganas, hasta que papá le grita que se calle. Silencio incómodo, aunque no tan silencio, porque puedo oír esa linda música y los cubiertos chocando contra los platos de loza. Prefiero la música: patino en una pista de hielo, puedo sentir el frío y el público aplaudiéndome desde las graderías. Giro en espiral, doy un salto mortal y caigo de pie. Muevo los brazos con los ojos cerrados al ritmo de la música. Ojos muy cerrados. Se acababa la canción y Tío Julio me observa serio. 

Calvo y pelos blancos a los costados que bajan hasta el cuello y se esconden tras la ropa. Camisa blanca manchada en las axilas. Nariz gruesa y puntitos negros que veo desde aquí. Panza grande y blanda y el ombligo profundo que se trasluce. Cejas gruesas y polvo blanco sobre ellas. Más pelos, pero que salen de sus orejas. Manos gruesas que brillan por la grasa del trozo de carne. Se la lleva a la boca y la abre bien grande. Manchas negras, lengua. Carne que masca con la boca abierta y los labios se humedecen con grasa y sangre. Masca una, dos, tres, cuatro, cinco veces y luego traga. Copa a la boca y copa con grasa en los bordes. Tío Julio le dice algo a papá y ambos me miran. Mamá se vuelve a reír sin razón.


Mi mamá se propuso manipularme. A pesar de estos ocho años en los que nos hemos visto contadas veces, ella sabe muy bien cómo incidir en mis decisiones: una carita de tristeza o una frase inconclusa sirve para lograr sus objetivos. Y es que a pesar de que siempre me ha parecido un ser muy frágil y un tanto inocente, sé que es calculadora al momento de relacionarse conmigo. Como su hijo único, está consciente del poder que tiene sobre mí. Por lo mismo, hoy consiguió que la acompañe a conversar con el Ashana. No le importó la enorme fractura en nuestra relación ni la frialdad con la que nos hemos relacionado durante el día; ella manejó mis emociones con una destreza inimaginable, convenciéndome de estar aquí y sin siquiera tocar el tema del dinero. Para evadirlo, me comenta todo lo que ha aprendido de astrología, la carta astral, los signos ascendentes y otras tonterías que poco me importan. Una excitación excesiva que la embarga, quizás detonada por alguna droga, la llevan a mostrarme cada rincón de la comunidad. “Mira, estos son los conejitos que nacieron”, “aquí ordeñamos vacas, pero vacas felices, así que la leche es más rica” o “allá en esa colina está el altar donde vamos a renacer todos juntos” son sólo algunas de las frases que me ha dicho durante el día y que me hacen pensar que ha sufrido un evidente deterioro mental. 

Caminamos con prisa hacia una pequeña salita de reuniones dentro de la cabaña más grande del lugar. Ella, por supuesto, lleva una gran sonrisa en la cara. Yo en cambio no puedo evitar sentirme nervioso por este encuentro. Ni siquiera se me ocurre cómo conseguir que ese hombre nos devuelva el dinero que necesito. Tomamos asiento y enseguida muevo las piernas, trago saliva y observo cada detalle del lugar: la madera corroída del techo, los guardapolvos llenos de mugre, el piso manchado con una cera rebelde, roja, grumosa. Ese techo apolillado que podría caer sobre nosotros en cualquier momento, lleno de larvas, de mierda de pájaro, de asbesto mortal. Si cae nos mata, deshace nuestras vidas, la de ella y la mía. Ya no existirían sus tontas creencias ni su baja autoestima ni su poca dignidad ni su debilidad. Tampoco existiría yo y no tendría que pensar más en ella. 

-Antonio, hasta que al fin puedo conocerte –me dice apenas ingresa a la habitación el hombre de rojo, el Ashana-. Delia habla mucho de ti. 

“Eres un maricón, un estafador de mierda que se aprovecha de las mujeres, hijo de puta, ¡devuélveme mi plata!”, la frase que planeé hace muchas horas para este momento, pero que mi lengua desobediente no me permitió decir. En vez de eso, impulsado por la fuerza de la ansiedad, me puse de pie y le di la mano sin siquiera poder mirarlo a los ojos. 
 -¿Cuándo inicias tu cambio? Tu mamá ya lo hizo, pueden hacerlo juntos, va a ser sanador. 
-Yo… yo vine porque necesito ese dinero que mi mamá pagó –le digo escuchando cómo mi propia voz va perdiéndose dentro de mí. 
-Es que no entiende que esto lo va a ayudar a él y a mí –interviene mi madre. 
-El perdón es la única forma de seguir adelante. Debes perdonar. 
-¿Perdonar de qué? Mamá, ¿de qué está hablando?, ¿qué le dijo? -pregunto a mi madre, logrando al fin cambiar el tono de mi voz y dejando salir un mínima parte de esta molestia que llevo dentro. 

Ambos me miran sentados sin siquiera inmutarse por mi creciente enojo, mucho menos él, que pareciera estar disfrutando de este espectáculo. 
-Perdóname, tenía que hacerlo. Y perdóname también por todo, por esto y por todo. 
-Hay una forma de que trabajemos esto juntos en una reunión especial, estoy seguro que podría ayudarlos mucho. 

No puedo seguir escuchando nada. Camino hacia la salida sin detenerme, furioso por lo que ha hecho mi mamá. La maldigo dentro de mi cabeza, siendo incapaz de verbalizar todo lo que pienso sobre ella. Sé que mientras sale a buscarme, él seguirá sentado rascándose la cabeza calva, riéndose por dentro, feliz de haber arruinado mi única posibilidad, aunque no sepa cuál es. Es el tipo de cosas que hacen personas como él o mi madre, arruinar los sueños ajenos sin siquiera sentir un poco de compasión. 

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 Es un sueño recurrente: mi cuerpo es el de un niño y estoy encerrado en una buhardilla con vista hacia la Cordillera de los Andes. Puedo oír la voz de mis padres en el primer piso. La luz del sol que entra por un tragaluz se mueve despacio, iluminando otros lugares que antes estaban escondidos entre las sombras. Olor a humedad, a polvo. Puedo ver algunas arañas caminando por las paredes. Pero no sólo por las arañas siento miedo. Hay una sombra aquí dentro que es una amenaza constante. Alguien me observa detrás de unas cajas hace un rato y puedo sentir el peso de su mirada. Finjo tranquilidad jugando con un autito de juguete que encontré bajo las escaleras. La música abajo suena más fuerte ahora y las risas de mis padres se confunden con una melodía. Aplausos, más risas. La luz se vuelve tenue, la noche no está lejos. La sombra se acerca a mí, pero no la puedo ver, porque le doy la espalda, aunque puedo sentirla. Pasos sobre la madera. Tiemblo. Es un hombre, y me dice algo que no logro comprender. Se ha ido la luz y tengo frío. Ya no llevo ropa, no digo nada. Pone sus manos grandes sobre mí. Veo una parte de la cordillera iluminada por la luna a través de la ventana en el cielo. Azul escarchado, un color frío. El vaho atraviesa los destellos de luz. Las risas abajo. Tío Julio me toma. “Así te haces hombre de una vez por todas”. Despierto cada día con su imagen deformada dando vueltas en mi cabeza. 

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Camino hacia el auto y creo que ya nada me importa: ni el dinero ni la secta ni mi madre. Enciendo el motor y al fin estoy avanzando hacia la salida. Entonces veo a lo lejos, en uno de los cerros que me rodean, un punto blanco, tan blanco que a ratos me encandila. El cielo se ha abierto e ilumina el valle por completo y también a ese punto brillante. Se mueve, subiendo la colina, y hace maniobras vertiginosas que me sorprenden. Enciendo el auto para acercarme a las faldas del cerro y distinguir qué es eso que se mueve a la distancia. Al fin lo descubro: es mi madre, que camina a duras penas hacia la cima, desplazándose entre rocas y grandes cactus, siguiendo un sendero invisible. Por alguna razón, parece no tener miedo de caer, ni siquiera parece estar consciente de los riesgos de su caminata. Temo por su vida. 

Decido ir por ella, a pesar de mi miedo a las alturas y de lo lejos que se encuentra. Grito su nombre y le hago señas a ratos, pero no parece verme, o mejor dicho, no quiere verme. La sigo, intentando apurar el paso, y me siento furioso y triste, y no dejo de pensar en que rescatarla no es algo que me corresponda a mí. Recuerdo todo lo que hizo, la forma en la que optó por no asumir la verdad. Entiendo su vida como una seguidilla de errores que nunca aceptó o tal vez como una constante negación a la realidad que nos tocó vivir. Ser un ser tan frágil y cobarde tiene su precio, y hoy paga su deuda con una existencia que está fuera de control. 

Me acerco a unos metros de ella justo cuando comienza a ponerse el sol. Está agitada y lleva la ropa manchada con su propio vómito. Entonces sucede lo inevitable: se desploma. La tomo en brazos y comienzo a descender. No entiendo qué hago acá ni el porqué de mis acciones. El valle brilla frente a nosotros y creo que nunca antes tuve una vista tan privilegiada. Los campos se tiñen de rojo y la brisa acaricia la tierra, mientras la luna se acerca y me anuncia que debo volver a casa cuanto antes. 


 Baja, baja, baja con cuidado, que nos caemos. Nada, no me dieron nada. O sea, sí, me dieron algo, pero no sé cómo se llama. Por el ritual de purificación, por eso lo tomamos, el Ashana nos dio a todos un poco. ¿Por qué? Porque me dijo que íbamos a enfrentar nuestros miedos. Mira allá, allá lejos se mueven tanto los árboles, qué bonito, las estrellas también están bonitas. No te muevas tanto que voy a vomitar otra vez. Sí, puso flores y las coció en una olla tan especial, de colores muy lindos. ¿Viste la luna? Nos está mirando y sabe cómo nos sentimos. Dile la verdad, o dímela a mí. La verdad, ya sabes de lo que hablo. Mira allá, ¿qué es eso que nos está siguiendo? Apúrate, por favor, que tengo miedo y frío y arrepentimiento. Siempre te voy a amar, cómo sea te voy a amar. Sí, sé que estás enojado conmigo, pero tú no te das cuenta de lo mucho que me arrepiento. No, no digas eso, siempre pensé en ti primero, pero no supe cómo reaccionar. Tu papá y sus negocios… No podía, no me dejaba. No hay pretextos, no hay ninguno. Lloro porque tengo pena y tú no te conectas conmigo desde hace tantos años. Éramos siempre los dos, uno solo. Cada noche antes de dormir te veo cazando lagartijas, con una camisita y zapatitos negros recién lustrados. Te veo caminando en el valle, recolectando minerales. Baja, baja rápido, que algo nos sigue. Sí, ese es mi recuerdo cada noche. Tú te ríes, pero a mí me encanta verte siempre en mi cabeza. Yo sólo intentaba darte una buena vida y estar bien con tu papá. No sé, nunca lo logré, fui tonta, como una puerta de tonta. No hay perdón, pero no importa, porque este amor es infinito. 


 Es de noche y avanzo por la carretera de regreso a Santiago. Mi mamá duerme en el asiento del copiloto y parece ser que logró encontrar algo de paz entre sus sueños y alucinaciones. La observo descansar: respira de forma pausada y a ratos sufre breves espasmos musculares. Luce como una niña, soñando tal vez con una vida diferente, en la que las decisiones son las correctas y puede ser el personaje que siempre deseó. Aquí vamos los dos de regreso a casa. En medio del sueño más profundo, ella se acomoda sobre el asiento y deja caer de su bolsillo una linda piedra plateada. La tomo entre mis manos admirando su pequeña belleza. Entonces, sin siquiera sentir el paso del tiempo, me encuentro entrando a Santiago, inmerso en una desconocida tranquilidad.-

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