El
sol se esconde y apenas entibia el interior del aeropuerto de Santiago. Detrás
de las paredes de cristal y fierro, dentro del recinto, Nahuel está a la espera
de Gaspar hace más de tres horas, y las imágenes de sus facciones parecen deformarse
dentro de su cabeza. Esa ceja gruesa e irregular se mezcla con la fotografía
mental de sus labios finos, los mismos que quedaban ocultos tras su barba
rojiza, la misma que le hacía cosquillas cuando se besaban. El cabello y la
nariz toman una forma indefinida. Todas las imágenes se mezclan, creando una
masa amorfa que lo atormenta.
Las
manos sudorosas no le permiten ni siquiera poder usar su teléfono para
distraerse mientras espera. Puede sentir algo así como una aceituna en su
garganta, que lo lleva a experimentar cierta desesperación en algunos momentos.
Durante esas horas, no le queda más que ver a toda la gente circular, gente que
de cerca parece feliz al reecontrarse con otros o al subirse a aviones para ir
al encuentro de ellos, pero que desde donde él está sentado, parecen
insignificantes, como hormigas huyendo del agua.
Cuando
el último rayo de luz deja de encandilarlo, su pierna inquieta al fin se
detiene y un silencio interno lo invade por completo, justo cuando un avión
despega hacia algun destino desconocido. Ve a Gaspar cocinando, leyendo un
libro recostado en su lado de la cama, conversándole en el pasillo de algún
supermercado. Sí, Gaspar se ha retrasado. Seguro que Gaspar ya viene.
***
La
botella de vidrio giró una y otra vez en el centro del living hasta apuntarlo.
Entonces Nahuel se le acercó nervioso frente a la mirada curiosa de Marla, con
el corazón retumbando bajo su pecho. A unos centímetros de su boca, pudo
percibir el olor a cerveza mezclado con el de su aliento dulzón, como el de un
bebé. Cerró los ojos intentando no pensar en nada y lo besó. Esa noche,
reunidos con dos amigas y dejándose llevar por la calentura y el alcohol,
Gaspar y Nahuel se conocieron.
Quizás
sería mejor utilizar la palabra re-conocieron, porque lo cierto es que eran
cercanos desde hacía dos años, cuando disfrutaban de las libertades de ser
quinceañeros. De hecho, sería aún más apropiado decir 'descubrieron', ya que
fue en aquella desenfrenada reunión en la casa de Marla cuando al fin pudieron
verse mutuamente, conocer en detalle las facciones en sus rostros de niños
transformándose en hombres, sus barbas incipientes y, luego de ese beso,
incluso comprender las aristas de sus personalidades, que tenían mucho más en
común de lo que creían. Una noche que unió sus caminos, hilvanando dos
historias distintas que crearían un nuevo bordado, particular e imperfecto.
Después
de esa fiesta, y tal vez por todos los acontecimientos que vivieron juntos, la
velocidad a la que avanzaban sus vidas aumentó. Terminar el colegio, asumir la
homosexualidad, los primeros amoríos, decidir qué harían con sus vidas y luego
ingresar a la universidad; todo sucedió en menos de cinco años, percibidos como
si hubiesen sido uno solo, el más intenso de sus existencias.
Con
una amistad forjada sin líneas definidas ni límites claros, pasaron la barrera
de los 20 sintiéndose atraídos el uno al otro, unidos por una hebra invisible
que equilibraba sus energías y los hacía confluir de una manera misteriosa.
Atrás quedaba el mal genio de Gaspar o las profundas inseguridades de Nahuel,
más cuando, dejándose llevar por el cauce de sus emociones, exploraban sus
cuerpos. Sin decir nada, se metían juntos a la cama sabiendo que en ese momento
de intimidad olvidarían cualquier cosa que los acongojara.
Fue ese año, 2007, cuando Gaspar y Nahuel dicidieron dejar
Antofagasta e iniciar una vida ju tos en Santiago, seguros de que la ambigua
amistad de casi una década no era otra cosa más que amor.
***
Publicidad
fue la opción que eligieron, aunque en diferentes universidades de la ciudad, y
no les fue nada mal. Recién titulados ya tenían un trabajo, lo que les permitió
vivir con cierta comodidad en un pequeño departamento en los alrededores del
Cerro Santa Lucía. Nada del otro mundo, decía Nahuel a sus colegas, recalcando
siempre que eran muy felices, a pesar de lo poco. Y sí, efectivamente lo eran:
tenían una relación estable que muchos de sus cercanos hubiesen querido, y
además eran capaces de compartir su tiempo con los demás, por lo que su círculo
de amistades era común.
No
se trataba sólo de sexo o compañía. La relación que forjaron funcionaba como un
campo de fuerza, en el que nada ni nadie podía irrumpir con facilidad. Luego de
tantos años en una ciudad pequeña, adaptarse a la realidad capitalina no
resultó nada facil, mucho menos el hacer
amistades con personas tan diferentes a ellos.
En la comodidad de esa burbuja, dependían el uno del otro, como un
sistema que no funcionaba si faltaba alguna de las partes.
Nahuel
era para Gaspar como un santuario de paz, un lugar íntimo y de pertenencia en
donde ahogar cada sentimiento de inquietud. Si bien no era una persona
introvertida, la desconfianza que sentía hacia sus colegas lo llevaba a
interponer una barrera con cualquiera que tuviese la intención de cruzar el
límite establecido. A veces pensaba que Nahuel era el equivalente a su mundo,
imaginándose una vida completa tan sólo de ellos, protagonistas de una historia
secreta que no revelarían a nadie.
Para
Gaspar, sin embargo, la realidad era distinta. En los últimos meses, una
ambición desconocida echaba raíces bajo los cimientos de su relación,
remeciendo cada cierto tiempo la estabilidad que habían alcanzado. El deseo de
ser alguien distinto, gatillado quizás por la monotonía y la rutina de sus días
juntos, despertó un espíritu indómito que no sabía llevaba dentro de sí, y que lo
llevaba a buscar nuevas experiencias.
Son
lindos los chiquillos, se complementan tanto. Se ven tan bien juntos. Cuando
terminen dejaré de creer en el amor. Frases de sus cercanos que escuchaban con
frecuencia y que surgían en los momentos en que ellos se demostraban su amor en
público con una naturalidad que sorprendía. Fue por eso misma razón Marla, la
amiga de eternas aventuras, decidió hacer una fiesta para celebrar los seis
años de relación de sus “queridos hermanos”, como ella los llamaba. Ante el
anuncio de la celebración, se mostraron agradecidos, aunque ninguno fue capaz
de conversar sobre lo que sucedía entre ellos.
Nahuel
celebraba la noticia sin poder contener su ansiedad. Caminaba inquieto de un
lado a otro, comentándole a su pareja a quienes quería invitar, la ropa que
usaría, la música que debería sonar la noche de la fiesta. LA FIESTA, lo decía
una y otra vez, y Gaspar pensaba que no era para tanto, que se trataba de una
simple celebración, que no le importaba ni un comino el terno marengo del que
hablaba tanto, intentando a la vez -sin éxito- hallar algún registro de ese
color en su memoria. A pesar de eso, también adoraba su actitud infantil, la
verborrea causada por la emoción, y el brillo de sus ojos como dos linternas
iluminando el pequeño universo mutuo que habían constuido. Mirándolo desde esa
perspectiva, confirmaba cuánto amor sentía por él, un amor que no sabía de
límites. Él era el hombre de su vida y no necesitaba a nadie más, lo que era
una verdadera certeza.
***
Caminaban
tomados de la mano por Providencia en dirección al departamento de Marla, donde
ya estaban todos reunidos esperándolos. Nahuel fumaba sin parar y el humo que
dejaba salir de su boca llegaba al rostro de Gaspar, que siempre desaprobó
aquel vicio de su pareja. Además, la
serenidad que caracterizaba su forma de ser de pronto comenzaba a esfumarse, en
parte por la excitación desmesurada que exhibía. ¿Qué pasa si está Alejandro?
Ese que te tiraba los cagados, ¿cómo no te vas a acordar? Un cuma, cuma cuma,
no me gustaría que hablaras mucho con él, porque me carga. Ahí estaba otra vez
su faceta más detestable y superficial a la que no encontraba una razón de ser.
¿Cuándo había surgido? ¿Por qué parecía haber otro Gaspar dentro del de
siempre, del que lo enamoró? El no entender lo que sucedía lo irritaba de
sobremanera, y Nahuel ya lo había notado.
Llegaron
a la puerta de entrada sin haberse dirigido la palabra en los últimos 15
minutos del trayecto, aunque sus manos siguieron tomadas como por costumbre o
necesidad, porque ambos sabían que durante esa celebración en particular no
podían decepcionar a sus amigos. Las manos tomadas, el estandarte del amor que
todos aplaudían. Estaban ahí, esperando que se abriera la puerta, Nahuel con
los ojos incrustados en la mirilla, y Gaspar a su lado izquierdo, con la mirada
perdida en el piso, sintiendo el peso de esas manos atadas por la fuerza de la
inercia, cuestionándose por primera vez sobre ese hombre y su carácter
impredecible. Uno, dos, tres y cuatro, contaba Gaspar, percibiendo cómo su mano
se entumecía con el frío de una botella que sostenía con la mano desocupada,
creyendo que la sensación gélida provenía de la otra, la atada. Era cruda la
sensación del frío subiendo por su antebrazo hasta llegar a su hombro y congelando
hasta la última fibra de su piel.
Entonces
se abrió la puerta y apareció Marla dándoles la bienvenida, envuelta en un
vestido rojo que dejaba poco a la imaginación. Su busto escapando por el
escote, las piernas interminables apenas cubiertas, la espalda desnuda. Una
imagen que a Gaspar por alguna razón incomodó, y que le produjo enormes deseos
de escapar, volver a casa enseguida y olvidar todo ese asunto de los seis años.
Bienvenidos, chicos, ¡felicidades! Aplausos de todos, que los observaban con
las sonrisas tatuadas en su cara, sin un ápice de verdad. Amigos de los amigos,
desconocidos abrazándolos, champaña y regalos y Nahuel estallando de felicidad
en ese preciso instante en el que soltaba su mano como en cámara lenta, sin
siquiera mirarlo de reojo, para desaparecer en una nube de cumplidos y
conversaciones frívolas. Fue un inicio difícil, pensó, mientras terminaba de
saludar a una pareja para luego buscar a alguien con quien sentarse a beber una
copa de vino.
Vio
junto a la ventana a Javiera, sentada en el borde de un sillón de tres cuerpos
desocupado. Parecía sentirse tan fuera de lugar como él dentro del departamento
de Marla: sus movimientos delataban nerviosismo, en especial al tocar repetidas veces su cabello o al girar
la cabeza buscando un lugar al cual dirigir la mirada, evitando todo tipo de
interacción. Gaspar sintió un gran alivio de verla ahí como su salvavidas, y se
acercó enseguida a saludarla.
-Hermoso,
qué rico volver a verte -dijo ella dándole un gran abrazo-. ¿Dónde estuviste
todo este tiempo?
-Estaba
por ahí, tú sabes, con Nahuel…
Javiera
intentó esbozar una sonrisa y él supo de inmediato que las cosas no habían
cambiado, a pesar de los años. Ella seguía siendo la misma de siempre, una
mujer reservada e introvertida, con una personalidad tan hermética como la
suya. Todavía era incapaz de mirarlo a los ojos y le temblaban las manos al
hablar. Además, su belleza adolescente también se había mantenido a lo largo
del tiempo, aunque ahora había algo que endurecía su mirada. Pensó que podía
ser su nuevo color de pelo, negro azabache, que le confería cierta frialdad;
parecía una verdadera esfinge del hielo. También comprendió que aún desaprobaba
a Nahuel y que probablemente todavía guardaba la esperanza de que, como por
arte de magia, de pronto él decidiera estar con ella.
Conversaron
un rato sobre sus vidas, al margen de todo lo que sucedía a su alrededor.
Gaspar se esforzaba por hacerla sentir cómoda, como siempre lo hacía hasta
lograr atravesar la pared que interponía con todos, incluso con él que tanto la
conocía. Con una habilidad de psicoanalista de la que él mismo se sorprendía, entablaba
diálogos cuidadosamente, yendo desde temas tan cotidianos como el tiempo en
Santiago o los gatos hasta inmiscuirse en sus asuntos más personales, que lo
ayudaban a entender el actual estado emocional de su amiga. Esa noche no fue la
excepción, aunque Javiera parecía más hermética de lo normal, más aún cuando
Marla los interrumpía, insistiéndoles que fueran a bailar con los demás u ofreciéndoles
más copas de champaña que ella misma se bebía frente a ellos, como queriendo
decirles lo aburridos que le resultaban.
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