Tuesday, October 18, 2016

C I N E (15.6.2015)

I

Mi día comienza cerca de las nueve de la mañana. Despierto sin mayor dificultad apenas suena la alarma del teléfono. Voy al baño, tomo una ducha rápida y me visto con el terno azul marino. Sólo la camisa varía, aunque la gama de colores jamás se aleja de la sobriedad: blancos, grises o negros, siempre bien planchadas y con el cuello cerrado hasta el último botón. Pongo unas gotas de mi perfume favorito en el cuello, ese que mi madre detesta, porque considera vulgar. Lustro mis zapatos negros, tomo mi maletín de cuero y salgo.

Voy hacia Plaza de Armas por Calle Merced, generalmente por la vereda del lado izquierdo. En ocasiones prendo un cigarro para amenizar la caminata. No es que sea un adicto a la nicotina, pero no puedo negar que disfruto del humo invadiendo mis pulmones en aquellos días más fríos.
Durante esas seis o siete cuadras, observo con atención todo mi entorno: la arquitectura, las personas que comparten mi ruta, la señora de la tiendita de verduras y sus perros obesos alrededor, el chino del local de baratijas, los restoranes vacíos, los bancos repletos. La ciudad y sus matices producen una enorme fascinación en mí, al igual que todas esas expresiones vacías tan propias de sus habitantes sumidos en su monótono existir.

Pero no es hasta un par de cuadras antes del corazón de Santiago cuando puedo, por alguna extraña razón, adivinar a quienes se cruzan en mi camino. De pronto empiezo a descubrir sus emociones reflejadas en los rostros: veo la preocupación, percibo la angustia, el miedo y a veces la felicidad que están sintiendo. Basta con un solo cruce de miradas para saberlo. A veces siento el dolor de esos desconocidos, aunque jamás he logrado dilucidar las razones o causas. Por lo mismo, construyo sus historias de vida en mi cabeza para saciar mi curiosidad, defino sus traumas, esbozo sus miedos. No invento soluciones, porque no son mi problema. Mera curiosidad.

Atravieso la plaza, escucho a los evangélicos, las conversaciones de los viejos jugando ajedrez, las prostitutas intentando combatir la resaca, a los dementes caminando errantes en busca de algo para comer, beber o fumar. El ruido de los autos y el rumor de tantos individuos diferentes. La efervescencia de las calles suele excitarme de golpe en ese preciso instante de cada mañana.

Los portales de la Plaza de Armas son un buen lugar para desayunar. Ahí, paseándome frente a las vitrinas que exhiben completos, hamburguesas y chorrillanas bañadas en mayonesa rancia y endurecida por el paso del tiempo, decido donde comer. No importa mucho el lugar mientras el precio sea bueno, la cerveza helada y el pan de no más de dos días. Si es que no llevo un libro en mi maleta, me dejo llevar por lo que estén viendo en los televisores de los locales al momento de elegir. Ver el resumen del partido de fútbol del día anterior o a alguna guapa conductora de matinal siempre es un agrado, una buena forma de empezar la jornada. Si hay poco tiempo, prefiero comer parado en los pequeños negocios de afuera, los mismos sobre los que las palomas hacen sus nidos y comen en compañía de uno. Suelo darles mis sobras.

Hoy, como todos los días, a eso de las 11 estoy listo para empezar mi momento de satisfacción. Después de comer, cruzo la plaza, esta vez para dirigirme a la galería situada a uno de los costados, esa compuesta por dos largos pasillos que atraviesan una cuadra entera y que terminan en calle San Antonio. Al entrar, las luces de neón reflejadas en los vidrios rotos de una tiendita de libros me encandilan. Cuando logro acostumbrar la vista al exceso de luces artificiales, puedo ver con claridad la antigua tienda de discos que sigue ahí, como si los embates del tiempo y la tecnología no hubiesen logrado acabar con ella, ofreciendo las bandas sonoras de teleseries antiguas, los casets de rancheras, los singles de grupos de rock olvidados y todo tipo de música que nadie compraría. Más allá, al fondo, tres tiendas de ropa interior atendidas por ancianos miopes y calvos, que comentan sobre el tiempo y los estragos que causa el agujero de la capa de ozono. Las joyerías, ubicadas en ambos pasadizos, compitiendo por vender collares toscos, las imitaciones de plata, los prendedores de oro, las cadenitas de la virgen María que a mi madre emocionarían hasta las lágrimas. La tienda de peluches, el polvo suspendido en el aire y la insoportable sensación del inicio de alguna reacción alérgica. Va y viene la gente, los colombianos y peruanos acarreando comida de un lado a otro, uno que pasa sobre el piso que limpia un hombre con delantal azul y que tiene una gran cicatriz en la cara. Discuten, mientras al otro lado una mujer apura a una peluquera para que le haga su tinte nuevo. La adrenalina me acelera y apura mi paso. Domino la ansiedad, seguro de que será una gran mañana. La luz proveniente de las  lámparas rococó que cuelgan desde el techo, tiñéndolo todo de un amarillo fluorescente, me hacen perder la noción del tiempo por un segundo, en el que olvido que ni siquiera es mediodía.

Al fin llego a la escalera que me lleva al subterráneo, justo en donde está ubicado el Cine Mayo. 16 peldaños que desciendo mientras la oscuridad empieza a cubrirme por completo. Una oscuridad azulada, húmeda, vertiginosa, que sólo se ve quebrada por la luz proveniente de la boletería y de los carteles promocionando películas pornográficas de todos los géneros existentes. Me acerco al vidrio de la taquilla, tras el cual una mujer grande y regordeta se lima las uñas, que más bien parecen alargadas y peligrosas garras, mientras fuma un cigarro que sostiene entre los labios. Señala con su amenazador dedo-uña el precio del boleto escrito en un cartel ubicado sobre su cabeza. No me dirige la palabra, ni tampoco una expresión facial clara o definible. Parece sacada de otro planeta con su pelo rubio platinado, sus enormes aros y una blusa llena de lentejuelas. Pienso en Divine, la musa el John Waters, y no puedo evitar reírme frente a ella. Me mira con odio, o quizás es que mira así siempre y a cada uno de los seres que se le cruzan.

Luego del trámite de la boletería, me muevo rápido hacia la sala de cine, cuya entrada está cubierta por un telón rojo de terciopelo que sólo me deja ver los destellos provenientes de la pantalla. Un hombre parado en la entrada me dice algo que no logro entender, y sólo lo ignoro. No puedo evitar sentirme nervioso, como en cada visita antes de entrar. Cruzo la cortina y me encuentro adentro al fin: una enorme sala de cine, de esas antiguas, que probablemente fue algún agradable cine familiar alguna vez, uno del que poco y nada queda hoy en día. El olor a cigarro y el calor dentro de este lugar me azotan, al igual que las imágenes de una mujer siendo penetrada por dos hombres a la vez, sus pechos colgando y el sonido en estéreo de sus exagerados gritos.

Mientras mi visión se familiariza con esta oscuridad, distingo la silueta de al menos 30 personas, algunas sentadas en las viejas butacas, otras de pie, quizás observando, o sentados en pareja, perdiéndose en medio de ese salón en el que parece no haber un tiempo definido, en donde las horas avanzan sin aviso o señal, exterminando mi noción espacio-temporal.

Todo parece un gran juego de sombras, como un telón chino en el que las figuras se fusionan y se entremezclan sin parar. Me acerco a una de las butacas de la última fila y tomo asiento. Frente a este escenario, no deseo ver la película, nunca quise verla. Vine aquí por placer, único objetivo de esta gran simbiosis humana.

Me dejo llevar por el juego.  Nada de besos o caricias; no busco afecto. Quiero satisfacción, sentir placer, perderme en la intensidad de mis sensaciones. Un lugar en el que logro ser parte de todo, conectado con algo que me hace desear vivir esta experiencia una y otra vez. Aquí sentado, mientras un desconocido - al que ni siquiera le he visto la cara- me toca, puedo percibir la realidad de una manera más sencilla. Veo al padre de familia que vino ayer sentado en esta misma butaca, disfrutando de este festival de inhibición, olvidándose de las emociones y sentimientos que bloquean su actuar animal. Veo al adolescente confuso, que hace unos días sentía miedo y curiosidad cuando un hombre lo besaba entre estas butacas. Es ahora cuando olvido el call center, la necesidad de compañía, la incomprensión humana. Todo cobra con ellos, cuando se inicia el trance a la utopía de mi vida. La utopía sin convenciones sociales, donde el amor se eleva y se hace nada, se confunde con el instinto, se convierte en el instinto. El amor se desploma, al igual que las leyes, las obligaciones. Las obligaciones de ser algo, de ser alguien, de ser, de querer.

Al salir, el sol ya se encuentra a medio camino, intentando iluminar esta ciudad que prefiere vivir en medio de la bruma que esconde cada uno de sus oscuros secretos.

II

Un cortado a la mesa tres, porfa. Sí, pero llévale endulzante, porque este no puede consumir azúcar. Si lo vieras en la noche a puro completo y cerveza, ¿creerá que eso no tiene azúcar? Andrea, vinieron a huevearnos otra vez por lo de la patente, ya se pusieron bien terribles estos gallos. No se te olvide que mañana sí o sí tiene que estar listo ese asunto o nos vamos a la chucha y nadie nos salva del pencazo de la señora Gladys, así que no la caguís. Hola, corazón, ¿un cafecito?

11 de la noche. La mesera me mira con sus enormes ojos negros y sus pechos amenazantes casi escapándose de un pronunciado escote. Su expresión de confusión me lleva reaccionar enseguida. No, mejor un ron por favor, le digo, y ella parte otra vez al bar o lo que sea ese desastroso lugar en el que se acumulan botellas vacías, máquinas de café oxidadas, loza sucia y limpia y rota y cubiertos y probablemente una gran plaga de cucarachas. Una mujer voluptuosa que mueve su hermoso cuerpo a cada extremo de este café. Su piel oscura y brillante, la pequeña faldita cuadrillé dejando ver sus piernas que cambian de color con tanta facilidad: de rojo a verde y de verde a azul, para convertirse en un nuevo color que no puedo identificar con claridad. El reflejo de la bola de espejos haciéndola mutar, transformándola a cada segundo, bañándola en colores. La Marylin Monroe mestiza, no podría ser otra, si le falta el puro vestido blanco.

Va y viene la mujer y le pregunto el nombre. Se llama Natalie, aunque no revela su apellido a nadie. Trae mi trago acompañado de una mirada coqueta y juguetona. Es tan hermosa. Río y ella ríe también y, apenas se va el hombre ebrio al que atendía, viene y toma asiento junto a mí. Qué pasa, corazón, ¿tan solito y tan tarde? Le cuento que trabajo en un call center, un empleo de mierda, al igual que mi jefe y su insoportable halitosis, que me pasé por aquí un ratito para olvidarme de la rutina y de los clientes enajenados porque no hubo cobertura en sus teléfonos durante toda la tarde. Relájate un ratito, corazón, que ya pasó lo más terrible y ya estás acá, mejor mañana mismo vas, compras el diario y te buscas una pega nueva más bonita. De pronto, nos interrumpe una música estridente que proviene de las pantallas instaladas en una pared llena de manchas. Suena algo así como una canción techno de los 90, de esas para hacer gimnasia.  Natalie me mira y vuelve a reír. ¿Viste? ¿Tú crees que esta música me gusta? ¿Qué escuchar esta música todo el día es agradable? Para nada, es una mierda, entre muchas otras cosas que son una mierda, pero debo aprender a vivir con eso.
Me quedo pensando en lo que acaba de decir y no puedo evitar sentir un poco de pena. Quizás qué terribles situaciones tiene que vivir aquí, con todos estos enfermos que se la pasan merodeándola. De todas formas, no es algo que me concierna.

Seguimos conversando por una media hora; el tiempo suficiente para fracturar la distancia entre dos desconocidos que tienen mucho más en común de lo que creían. Al igual que yo, ella no tiene grandes sueños, sólo metas a corto plazo, similares a las mías, tanto en su inmediatez como en su poca relevancia.

Hablamos del tiempo en Santiago, de lo helados que han estado los días desde hace unas semanas, de lo caro que es ir al cine, y hasta comentamos sobre gatos. Trivialidades, cuestiones sin mayor importancia. Pero hay algo en esta mujer que llama mi atención, y no es precisamente su busto ni su voz tan suave. Algo que no puedo distinguir bien, pero que me hace sentir muy a gusto. Intento descubrir qué me atrae con tanta fuerza. Tal vez es su pupila sobre la mía, la dirección de sus palabras, las variaciones en los matices de su voz en cada una de sus intervenciones... Estoy tan cerca de dilucidarlo cuando ella se pone de pié, invadida por una imprevista emoción, y me cuenta con urgencia sobre un sueño que tuvo. Una historia mental absurda, pero que a mí -en este preciso instante- me parece muy interesante y divertida. Algo así como que, en medio de la noche, dejaba de sentir su cuerpo y se convertía en aire, pudiéndose mover a cualquier parte. Lo mejor de todo era que podía, según relata, entrar en el mente de cualquiera, así que aprovechaba de dar un paseo por las cabezas de todos a quienes nunca pudo entender, para poder descubrir por qué actuaban de determinada manera.

¿Qué crees que significa, ¿no te gustaría poder hacer eso?, me pregunta con una expresión de profunda inocencia que me paraliza. Trato de reír, pero no lo logro. Entonces le digo lo primero que se me viene a la cabeza, que ese sueño no significa nada en particular, y que no me gustaría poder hacerlo, que no quiero entender nada sobre los demás, porque "entre más conozco al hombre, más quiero a mi perro". Digo eso último pensando en que sonaría gracioso, aunque ella no se ríe, es más, está perpleja, como si le hubiera hablado en otro idioma. Así nunca nadie te va a querer, señala intentando esbozar una sonrisa. Opto por cambiar de tema, pero el eco de sus palabras sigue sonando en mi cabeza.

Ha pasado un rato y el café se encuentra sin clientela. Estamos Natalie y yo en una mesa y  otras cuatro meseras casi desnudas apoyadas con desgano contra la barra, mirando el vacío. Voy en mi cuarto ron cola y me espera el quinto, que ella preparó con los restos de bebida y alcohol que encontró por ahí.

Noto que está cómoda sentada a mi lado, aunque estoy seguro de que habla conmigo porque ya no tiene nada mejor que hacer. Bebe con mesura, pero percibo cómo el alcohol poco a poco se le sube a la cabeza, soltándole la lengua y motivándola a contarme algunas cosas sobre su vida. El Pepe, un chofer de taxi del que se enamoró con locura, la abandonó hace ya tres años, dejándola con dos hijas pequeñas y una deuda con el banco que de seguro la atormentará por el resto de sus días. El mismo Pepe que hace una década la llevaba de paseo a la Quinta normal cada domingo, canasta de picnic en mano, para pasar una tarde romántica, con huevos duros, arroz graneado y vino tinto.

La observo con detención: sus ojos perdiéndose en los papeles que destroza con sus hábiles dedos al relatar una tragedia amorosa, la pierna moviéndose sin parar, sus manos gesticulando cuando explica esa antigua pena que parece no importarle, pero que sigue siendo pena, de esas que se incrustan en el corazón, una pena-astilla, infectada de rencor y maquillada con la más falsa indiferencia. No tiene conciencia de cuán transparente es, como un cristal pulido, permitiéndome ver cada una de sus aristas sin siquiera tomar conciencia de ello. Así de transparente es la Natalie.

Pepito, al que le dio todo su amor hasta quedar seca, se burló de ella para irse con una más joven. Historia sacada de teleserie, tan cierta, tan universal y vívida, incluso para mí, que siempre he intentado mantenerme alejado de esos terribles dolores que puede provocar el amor.

Es re fácil quejarse y no hacer nada, porque si de verdad quisieras algo diferente, mejor te vas a la montaña y te olvidas del mundo. Yo no odio a nadie ni odio lo que me tocó. Lo vivo no más, así, tal cual como me tocó. Eso es mejor que cualquier cosa. Es mejor que, por ejemplo, vivir quejándose sin hacer nada por cambiar eso que tanto odias. Le explico que no se trata de eso, que no me quejo siempre, que por favor no me mal interprete. Es sólo que prefiero no participar mucho de nada,  porque ahí es cuando uno lo pasa mal de verdad, cuando se involucra mucho en las cosas y se esperanza pensando que algo podría ir mejor y simplemente nunca sucede. Eso le digo, entonces ella se ríe otra vez y siento rabia, pero la disimulo, a pesar de que estoy algo ebrio y de la enorme posibilidad de que esta charla termine muy mal si sigue provocándome con sus risitas de adolescente. Entonces se pone de pie, saca una cartera de detrás de la barra y me dice "Un gustazo, corazón" para luego ir a la puerta de vidrio polarizado y sólo desaparecer. El "corazón" sigue sonando, como una eterna y constante reverberación que no hace más que retrasar mis pensamientos y mi actuar. Al fin logró percatarme de que Natalie se fue, de que ya es medianoche y de que me siento terriblemente deprimido. Salgo rápido del café para buscarla  sin tener claro qué le diré.

El centro de Santiago de noche en su máximo esplendor / Aquí y allá las bolsas de basura amontonadas, animitas urbanas / Ahí va la Natalie, puedo ver su espalda y la faldita que se menea, lejos, bien lejos / Corro frente a la catedral, ahí, tan imponente, e imagino a todos quienes entraron alguna vez y en que yo nunca lo hice / No sé por qué sigo a la Natalie / ¿A quién le gusta sufrir? / Ya estoy más cerca de la Natalie / No me agradan las iglesias, no me gusta sentirme mal por lo que hago / ¿Habrá ido la Natalie a la Catedral? / Ratones de alcantarilla que suben a la superficie y vuelven a bajar y dos ratones y tres ratones y cuatro, que suben y bajan sin parar / Sobre las alcantarillas vivimos sin saber mucho sobre ese otro mundo de los ratones / Yo tampoco sé de los ratones ni del mundo de la superficie / La Natalie se da vuelta y me ve a menos de una cuadra de distancia y se detiene / El tiempo se detiene / Me paro frente a ella y estoy nervioso / Vente conmigo ahora, Natalie, duerme conmigo.

Mañana pásame a buscar a la pega. La Natalie se ríe por centésima vez esta noche, se da la vuelta y sigue su camino a algún lugar desconocido, tan desconocido para mí como ese mundo paralelo de las alcantarillas.

III

La mañana inicia con los mismos colores, el mismo olor que se impregna en la ropa, las mismas caras de siempre. La rutina tampoco varía, aunque hay un objetivo esta vez: ver a la Natalie, ir por ella al trabajo sin tener muy claro para qué. Al menos sé que durante este día no tendré que inventar una propósito para cumplir con cada una de las actividades impuestas.
Salgo, voy al mall, pago unas cuentas, como una hamburguesa para llenar el estómago y otra vez estoy en la sala de cine, a oscuras, intentando disfrutar. Pero ya no me siento tan cómodo, porque pienso en ella cada cierto tiempo, incluso cuando veo una explícita escena de sexo en la pantalla grande, una realmente impactante, que podría dejar en shock a cualquiera. Hardcore japonés, retorcido y enfermo, sadomasoquismo oriental. Maldigo lo que veo y, por un segundo, también a la Natalie.

Antes de ir a trabajar, paso el resto de la tarde escondido en un café leyendo un terrible libro que una prima me regaló para mi último cumpleaños. Se dio el tiempo de comprarlo en una liquidación, envolverlo en papel de regalo, llevarlo al correo y hacérmelo llegar. Una prima lejana, a la que he visto tres veces en los últimos cinco años, se tomó la molestia de obsequiarme un mal libro, que llegó hasta la puerta de mi casa y que se convirtió en la principal razón de mi madre para aplaudir a su considerada familia, a quienes debo aprenderles y seguirles ejemplo. En lo personal, no hago más que despreciar su "honorable" gesto, recordando lo poco atenta que fue al no llamarme por teléfono y "cumplir" enviándome este presente.

Luego de unas horas, ya me encuentro en el viejo edificio que funciona como centro de llamados de diferentes compañías de telefonía móvil. Soy el encargado del área de reclamos, así que mi paciencia es tal vez la cualidad que mejor he desarrollado en el último tiempo. A pesar de ello, no soporto tener que trabajar aquí  por tan poco dinero. Por eso evito involucrarme en la triste fiesta que hoy se celebra y que nos regaló el gerente. Cerveza  en lata y asado de chorizo para alegrar a sus trabajadores, que comen a destajo y se embriagan hasta perder la conciencia, hasta olvidar sus existencias y así, aunque sea por un ratito, lograr desconectarse de ese mundo que detestan, con esas mujeres que no los satisfacen, sus hijos a un paso de reventar de tanto Mc Donalds y comida barata, y que sueñan cada día con tener alguna vez el auto del año, la hermosa casa en la cordillera y una modelito como esposa. Una vida imposible, igualita a la de esos futbolistas de elite que ven cada día en la tele, sus ejemplos de esfuerzo, superación y éxito.

Así llega a la noche y me atrapa más amargado de lo normal y medio ensimismado. Apenas es la hora de salida corro a mi encuentro con la Natalie, temblando de nervios sólo por saber que existe la posibilidad de que me haya dejado plantado. Sí, porque las puertas del lugar están cerradas y ni luces de vida adentro. Mis manos transpiran mientras camino de un lado a otro, mirando el reloj, recordando por qué odiaba tanto las citas. Personas se reúnen a mi lado, más citas, tantos encuentros por minuto, espacios de vida en los que detenemos nuestras existencias sólo para dejar a otros entrar en ellas. Por eso es que resulta tan duro esperar a alguien que nunca va a llegar.

Pero sí, llega la Natalie y respiro aliviado al fin. Se ve más bonita que ayer, vestida elegante y sobria, sin el uniforme vulgar ni el maquillaje azul eléctrico. Lleva el pelo ordenado en una trenza y un agradable perfume emana de su cuello. Me explica que hoy les hicieron cerrar el café por un asunto de la patente, así que aprovechó el día para ir a la peluquería y almorzar con una de sus hijas. Está contenta, más que ayer, e igual de efusiva y conversadora. Que no le había dicho mi nombre ni mi signo ni nada de eso que es tan importante cuando uno conoce a una persona. Así que Nicolás, un Sagitario. Fíjate que yo no tengo idea de esas cosas, pero una prima siempre inicia así las conversaciones con cualquier desconocido, preguntándoles por su signo, porque así sabe bien si le conviene o no tener algo, aunque sea un revolcón. Sí, porque en un revolcón uno también se involucra energéticamente con el otro, sí, eso me dijo mi prima, y creo que tiene razón, así que hay que tener cuidado.

No sé cómo sucedió, pero no hay diálogo. La Natalie, en un espontáneo ataque verborreico,  se ha sumergido en un desagradable monólogo, plagado de elucubraciones sobre esoterismo y astrología que me crispan los nervios. La escucho, aunque ya no puedo evitar ser invadido por un profundo desinterés. Caminamos al Bar Don Rodrigo, un piano-bar de estilo inglés ubicado justo detrás del Cerro Santa Lucía, y ella aún habla como si se fuera a acabar el mundo. Que le encantan los pianos, que su tío tenía uno que ella tocaba desde pequeña, que se sabe la Polca de los Perros. Empiezo a analizarla con cuidado, evitando ser muy evidente. Entonces lo comprendo: es una mujer terriblemente sola, deseosa de compartir con alguien lo poco que hay de bueno en su vida. Es, al fin y al cabo, más humana que yo y que muchas personas, porque se deja ver tal cual es, sin máscaras o caretas. Saca lo peor de sí sin tener miedo de quedar mal o verse tonta, tal como ahora.

Pensando en eso, me atrevo a hablar y ser sincero, justo cuando ya nos hemos sentado en una de las mesas del bar. Le digo que me está aburriendo nuestra conversación, porque no he podido hablar. Mira su copa en silencio, como si ya hubiera sabido que le diría algo así. Intento explicarle que no es un ataque personal, sino una sugerencia, que es mejor que la conversación la hagamos juntos para que nos conozcamos más. Levanta la vista y me mira fijamente. Al ver sus ojos llorosos, descubro que la he herido.

¿Acaso yo no te escuché a ti ayer? Fui atenta, me interesé en ti y en tu vida, pregunté más. Pero no dijiste nada, casi nada sobre ti, como si todo en tu vida fuera un secreto. Entonces ahora me animo a contarte de mi vida a ver si desembuchas algo, ¿y me dices esto?, ¿que te aburro? Si hubiera sabido que vendría sólo para esto, mejor me quedaba en casa. Quédate solo. Eso va a pasar, porque es lo único que muestras de ti: que estás solo en este mundo y que ni siquiera te interesas en cambiar tu vida. Por eso te vas a quedar solo.

La Natalie sale del bar y no alcanzo a decirle nada. Tampoco sé bien qué decirme a mí mismo o qué sentir. Podría ser culpa, pena o indiferencia, pero no, no es nada de eso. Siento algo que no puedo identificar y que ha empezado a ahogarme de un momento a otro. Camino a mi casa con la mente en blanco, viendo a los ratones hacer sus vidas nocturnas otra vez.

IV

Despertar, salir y caminar hacia el centro. El frío me pone de malas apenas pongo un pié fuera de casa y el deseo de dormir todo el día se vuelve constante. Por eso, hoy más que nunca, anhelo que las horas pasen y que otra vez sea de noche para meterme en la cama.

El trayecto se convierte en un exasperante viaje, en el que mi cuerpo y mi organismo parecen rechazar la presencia de los demás. Por más que intento conectarme -como siempre- por medio de una mirada efímera con ese mar humano, algo no funciona como el resto del tiempo. Y, a pesar de que puedo sentir cómo una energía me impulsa a internarme otra vez en la repetición eterna de cada uno de mis días, no existe esta vez un gozo ni una insignificante pizca de agrado o regocijo, al situarme tras este vidrio a ver a la gente pasar. El cristal se ha trizado ineludiblemente,  desechando de una sola vez la posibilidad de resguardo, y sacándome sin previo aviso de mi cómodo balcón. El pánico se desata y la visión, como nunca antes, es borrosa.

Me desplazo con prisa hasta llegar a la Plaza de Armas, buscando la anhelada tranquilidad que extravié. La imagen de la Natalie se multiplica en cada grieta y rincón de las calles, invadiendo mis pensamientos. Son sus palabras las que entran y salen de mi cabeza, cubriéndolo todo, deconstruyendo la realidad, cambiándola por completo. Ya no pareciera ser tan fácil estar ahí, siendo el mismo espectador del tiempo, porque una frecuencia ajena ha intervenido la mía, alejándome de mi lugar.

Pienso en el cine como la más infalible salvación. Corro asustado en esa dirección al verme rodeado de seres reales, de carne y hueso, dueños de historias ciertas, con grandes dudas y temores, ahora por completo reales. Cruzo la cortina roja que me separa del otro mundo, para iniciar una búsqueda desesperada, ansioso por recuperar mi lugar en primera fila. Pero aquí también algo falla. Estoy sin armas, vulnerable, fuera de mí, atrapado entre redes tejidas entre estos seres y los del exterior.

Los mismos de siempre, paseándose entre las filas de asientos, ahora no parecen esos personajes anónimos. Tampoco lucen como los seres indiferentes y altivos, felices de vivir en el borde, justo detrás de la delgada línea. Hoy, tanto ellos como yo, fuimos expulsados de la trinchera, obligados a mirarnos a la cara y comprender que hay algo más. 

No comments: