I
Mi día comienza cerca de las
nueve de la mañana. Despierto sin mayor dificultad apenas suena la alarma del
teléfono. Voy al baño, tomo una ducha rápida y me visto con el terno azul
marino. Sólo la camisa varía, aunque la gama de colores jamás se aleja de la
sobriedad: blancos, grises o negros, siempre bien planchadas y con el cuello
cerrado hasta el último botón. Pongo unas gotas de mi perfume favorito en el cuello,
ese que mi madre detesta, porque considera vulgar. Lustro mis zapatos negros,
tomo mi maletín de cuero y salgo.
Voy hacia Plaza de Armas por
Calle Merced, generalmente por la vereda del lado izquierdo. En ocasiones prendo
un cigarro para amenizar la caminata. No es que sea un adicto a la nicotina,
pero no puedo negar que disfruto del humo invadiendo mis pulmones en aquellos
días más fríos.
Durante esas seis o siete cuadras,
observo con atención todo mi entorno: la arquitectura, las personas que
comparten mi ruta, la señora de la tiendita de verduras y sus perros obesos
alrededor, el chino del local de baratijas, los restoranes vacíos, los bancos
repletos. La ciudad y sus matices producen una enorme fascinación en mí, al
igual que todas esas expresiones vacías tan propias de sus habitantes sumidos
en su monótono existir.
Pero no es hasta un par de
cuadras antes del corazón de Santiago cuando puedo, por alguna extraña razón,
adivinar a quienes se cruzan en mi camino. De pronto empiezo a descubrir sus
emociones reflejadas en los rostros: veo la preocupación, percibo la angustia,
el miedo y a veces la felicidad que están sintiendo. Basta con un solo cruce de
miradas para saberlo. A veces siento el dolor de esos desconocidos, aunque
jamás he logrado dilucidar las razones o causas. Por lo mismo, construyo sus
historias de vida en mi cabeza para saciar mi curiosidad, defino sus traumas,
esbozo sus miedos. No invento soluciones, porque no son mi problema. Mera
curiosidad.
Atravieso la plaza, escucho a los
evangélicos, las conversaciones de los viejos jugando ajedrez, las prostitutas
intentando combatir la resaca, a los dementes caminando errantes en busca de
algo para comer, beber o fumar. El ruido de los autos y el rumor de tantos
individuos diferentes. La efervescencia de las calles suele excitarme de golpe
en ese preciso instante de cada mañana.
Los portales de la Plaza de Armas
son un buen lugar para desayunar. Ahí, paseándome frente a las vitrinas que exhiben
completos, hamburguesas y chorrillanas bañadas en mayonesa rancia y endurecida
por el paso del tiempo, decido donde comer. No importa mucho el lugar mientras
el precio sea bueno, la cerveza helada y el pan de no más de dos días. Si es
que no llevo un libro en mi maleta, me dejo llevar por lo que estén viendo en
los televisores de los locales al momento de elegir. Ver el resumen del partido
de fútbol del día anterior o a alguna guapa conductora de matinal siempre es un
agrado, una buena forma de empezar la jornada. Si hay poco tiempo, prefiero
comer parado en los pequeños negocios de afuera, los mismos sobre los que las
palomas hacen sus nidos y comen en compañía de uno. Suelo darles mis sobras.
Hoy, como todos los días, a eso
de las 11 estoy listo para empezar mi momento de satisfacción. Después de comer,
cruzo la plaza, esta vez para dirigirme a la galería situada a uno de los
costados, esa compuesta por dos largos pasillos que atraviesan una cuadra
entera y que terminan en calle San Antonio. Al entrar, las luces de neón reflejadas
en los vidrios rotos de una tiendita de libros me encandilan. Cuando logro
acostumbrar la vista al exceso de luces artificiales, puedo ver con claridad la
antigua tienda de discos que sigue ahí, como si los embates del tiempo y la
tecnología no hubiesen logrado acabar con ella, ofreciendo las bandas sonoras
de teleseries antiguas, los casets de rancheras, los singles de grupos de rock
olvidados y todo tipo de música que nadie compraría. Más allá, al fondo, tres
tiendas de ropa interior atendidas por ancianos miopes y calvos, que comentan sobre
el tiempo y los estragos que causa el agujero de la capa de ozono. Las
joyerías, ubicadas en ambos pasadizos, compitiendo por vender collares toscos,
las imitaciones de plata, los prendedores de oro, las cadenitas de la virgen
María que a mi madre emocionarían hasta las lágrimas. La tienda de peluches, el
polvo suspendido en el aire y la insoportable sensación del inicio de alguna
reacción alérgica. Va y viene la gente, los colombianos y peruanos acarreando
comida de un lado a otro, uno que pasa sobre el piso que limpia un hombre con
delantal azul y que tiene una gran cicatriz en la cara. Discuten, mientras al
otro lado una mujer apura a una peluquera para que le haga su tinte nuevo. La
adrenalina me acelera y apura mi paso. Domino la ansiedad, seguro de que será
una gran mañana. La luz proveniente de las lámparas rococó que cuelgan desde el techo,
tiñéndolo todo de un amarillo fluorescente, me hacen perder la noción del
tiempo por un segundo, en el que olvido que ni siquiera es mediodía.
Al fin llego a la escalera que me
lleva al subterráneo, justo en donde está ubicado el Cine Mayo. 16 peldaños que
desciendo mientras la oscuridad empieza a cubrirme por completo. Una oscuridad
azulada, húmeda, vertiginosa, que sólo se ve quebrada por la luz proveniente de
la boletería y de los carteles promocionando películas pornográficas de todos
los géneros existentes. Me acerco al vidrio de la taquilla, tras el cual una
mujer grande y regordeta se lima las uñas, que más bien parecen alargadas y
peligrosas garras, mientras fuma un cigarro que sostiene entre los labios.
Señala con su amenazador dedo-uña el precio del boleto escrito en un cartel
ubicado sobre su cabeza. No me dirige la palabra, ni tampoco una expresión
facial clara o definible. Parece sacada de otro planeta con su pelo rubio
platinado, sus enormes aros y una blusa llena de lentejuelas. Pienso en Divine,
la musa el John Waters, y no puedo evitar reírme frente a ella. Me mira con
odio, o quizás es que mira así siempre y a cada uno de los seres que se le
cruzan.
Luego del trámite de la
boletería, me muevo rápido hacia la sala de cine, cuya entrada está cubierta
por un telón rojo de terciopelo que sólo me deja ver los destellos provenientes
de la pantalla. Un hombre parado en la entrada me dice algo que no logro
entender, y sólo lo ignoro. No puedo evitar sentirme nervioso, como en cada
visita antes de entrar. Cruzo la cortina y me encuentro adentro al fin: una
enorme sala de cine, de esas antiguas, que probablemente fue algún agradable
cine familiar alguna vez, uno del que poco y nada queda hoy en día. El olor a
cigarro y el calor dentro de este lugar me azotan, al igual que las imágenes de
una mujer siendo penetrada por dos hombres a la vez, sus pechos colgando y el
sonido en estéreo de sus exagerados gritos.
Mientras mi visión se familiariza
con esta oscuridad, distingo la silueta de al menos 30 personas, algunas
sentadas en las viejas butacas, otras de pie, quizás observando, o sentados en
pareja, perdiéndose en medio de ese salón en el que parece no haber un tiempo
definido, en donde las horas avanzan sin aviso o señal, exterminando mi noción
espacio-temporal.
Todo parece un gran juego de
sombras, como un telón chino en el que las figuras se fusionan y se
entremezclan sin parar. Me acerco a una de las butacas de la última fila y tomo
asiento. Frente a este escenario, no deseo ver la película, nunca quise verla.
Vine aquí por placer, único objetivo de esta gran simbiosis humana.
Me dejo llevar por el juego. Nada de besos o caricias; no busco afecto.
Quiero satisfacción, sentir placer, perderme en la intensidad de mis sensaciones.
Un lugar en el que logro ser parte de todo, conectado con algo que me hace
desear vivir esta experiencia una y otra vez. Aquí sentado, mientras un
desconocido - al que ni siquiera le he visto la cara- me toca, puedo percibir
la realidad de una manera más sencilla. Veo al padre de familia que vino ayer
sentado en esta misma butaca, disfrutando de este festival de inhibición,
olvidándose de las emociones y sentimientos que bloquean su actuar animal. Veo
al adolescente confuso, que hace unos días sentía miedo y curiosidad cuando un hombre
lo besaba entre estas butacas. Es ahora cuando olvido el call center, la
necesidad de compañía, la incomprensión humana. Todo cobra con ellos, cuando se
inicia el trance a la utopía de mi vida. La utopía sin convenciones sociales,
donde el amor se eleva y se hace nada, se confunde con el instinto, se
convierte en el instinto. El amor se desploma, al igual que las leyes, las
obligaciones. Las obligaciones de ser algo, de ser alguien, de ser, de querer.
Al salir, el sol ya se encuentra
a medio camino, intentando iluminar esta ciudad que prefiere vivir en medio de la
bruma que esconde cada uno de sus oscuros secretos.
II
Un cortado a la mesa tres, porfa. Sí, pero llévale endulzante, porque
este no puede consumir azúcar. Si lo vieras en la noche a puro completo y
cerveza, ¿creerá que eso no tiene azúcar? Andrea, vinieron a huevearnos otra vez
por lo de la patente, ya se pusieron bien terribles estos gallos. No se te
olvide que mañana sí o sí tiene que estar listo ese asunto o nos vamos a la
chucha y nadie nos salva del pencazo de la señora Gladys, así que no la caguís.
Hola, corazón, ¿un cafecito?
11 de la noche. La mesera me mira
con sus enormes ojos negros y sus pechos amenazantes casi escapándose de un pronunciado
escote. Su expresión de confusión me lleva reaccionar enseguida. No, mejor un
ron por favor, le digo, y ella parte otra vez al bar o lo que sea ese
desastroso lugar en el que se acumulan botellas vacías, máquinas de café
oxidadas, loza sucia y limpia y rota y cubiertos y probablemente una gran plaga
de cucarachas. Una mujer voluptuosa que mueve su hermoso cuerpo a cada extremo
de este café. Su piel oscura y brillante, la pequeña faldita cuadrillé dejando
ver sus piernas que cambian de color con tanta facilidad: de rojo a verde y de
verde a azul, para convertirse en un nuevo color que no puedo identificar con
claridad. El reflejo de la bola de espejos haciéndola mutar, transformándola a
cada segundo, bañándola en colores. La Marylin Monroe mestiza, no podría ser
otra, si le falta el puro vestido blanco.
Va y viene la mujer y le pregunto
el nombre. Se llama Natalie, aunque no revela su apellido a nadie. Trae mi
trago acompañado de una mirada coqueta y juguetona. Es tan hermosa. Río y ella
ríe también y, apenas se va el hombre ebrio al que atendía, viene y toma
asiento junto a mí. Qué pasa, corazón,
¿tan solito y tan tarde? Le cuento que trabajo en un call center, un empleo
de mierda, al igual que mi jefe y su insoportable halitosis, que me pasé por
aquí un ratito para olvidarme de la rutina y de los clientes enajenados porque
no hubo cobertura en sus teléfonos durante toda la tarde. Relájate un ratito, corazón, que ya pasó lo más terrible y ya estás
acá, mejor mañana mismo vas, compras el diario y te buscas una pega nueva más
bonita. De pronto, nos interrumpe una música estridente que proviene de las
pantallas instaladas en una pared llena de manchas. Suena algo así como una
canción techno de los 90, de esas para hacer gimnasia. Natalie me mira y vuelve a reír. ¿Viste? ¿Tú crees que esta música me gusta?
¿Qué escuchar esta música todo el día es agradable? Para nada, es una mierda,
entre muchas otras cosas que son una mierda, pero debo aprender a vivir con eso.
Me quedo pensando en lo que acaba
de decir y no puedo evitar sentir un poco de pena. Quizás qué terribles
situaciones tiene que vivir aquí, con todos estos enfermos que se la pasan merodeándola.
De todas formas, no es algo que me concierna.
Seguimos conversando por una
media hora; el tiempo suficiente para fracturar la distancia entre dos
desconocidos que tienen mucho más en común de lo que creían. Al igual que yo,
ella no tiene grandes sueños, sólo metas a corto plazo, similares a las mías,
tanto en su inmediatez como en su poca relevancia.
Hablamos del tiempo en Santiago,
de lo helados que han estado los días desde hace unas semanas, de lo caro que
es ir al cine, y hasta comentamos sobre gatos. Trivialidades, cuestiones sin
mayor importancia. Pero hay algo en esta mujer que llama mi atención, y no es
precisamente su busto ni su voz tan suave. Algo que no puedo distinguir bien,
pero que me hace sentir muy a gusto. Intento descubrir qué me atrae con tanta
fuerza. Tal vez es su pupila sobre la mía, la dirección de sus palabras, las
variaciones en los matices de su voz en cada una de sus intervenciones... Estoy
tan cerca de dilucidarlo cuando ella se pone de pié, invadida por una
imprevista emoción, y me cuenta con urgencia sobre un sueño que tuvo. Una
historia mental absurda, pero que a mí -en este preciso instante- me parece muy
interesante y divertida. Algo así como que, en medio de la noche, dejaba de
sentir su cuerpo y se convertía en aire, pudiéndose mover a cualquier parte. Lo
mejor de todo era que podía, según relata, entrar en el mente de cualquiera,
así que aprovechaba de dar un paseo por las cabezas de todos a quienes nunca
pudo entender, para poder descubrir por qué actuaban de determinada manera.
¿Qué crees que significa, ¿no te gustaría poder hacer eso?, me
pregunta con una expresión de profunda inocencia que me paraliza. Trato de
reír, pero no lo logro. Entonces le digo lo primero que se me viene a la cabeza,
que ese sueño no significa nada en particular, y que no me gustaría poder
hacerlo, que no quiero entender nada sobre los demás, porque "entre más
conozco al hombre, más quiero a mi perro". Digo eso último pensando en que
sonaría gracioso, aunque ella no se ríe, es más, está perpleja, como si le
hubiera hablado en otro idioma. Así nunca
nadie te va a querer, señala intentando esbozar una sonrisa. Opto por
cambiar de tema, pero el eco de sus palabras sigue sonando en mi cabeza.
Ha pasado un rato y el café se
encuentra sin clientela. Estamos Natalie y yo en una mesa y otras cuatro meseras casi desnudas apoyadas
con desgano contra la barra, mirando el vacío. Voy en mi cuarto ron cola y me
espera el quinto, que ella preparó con los restos de bebida y alcohol que
encontró por ahí.
Noto que está cómoda sentada a mi
lado, aunque estoy seguro de que habla conmigo porque ya no tiene nada mejor
que hacer. Bebe con mesura, pero percibo cómo el alcohol poco a poco se le sube
a la cabeza, soltándole la lengua y motivándola a contarme algunas cosas sobre su
vida. El Pepe, un chofer de taxi del que se enamoró con locura, la abandonó
hace ya tres años, dejándola con dos hijas pequeñas y una deuda con el banco
que de seguro la atormentará por el resto de sus días. El mismo Pepe que hace una
década la llevaba de paseo a la Quinta normal cada domingo, canasta de picnic
en mano, para pasar una tarde romántica, con huevos duros, arroz graneado y
vino tinto.
La observo con detención: sus
ojos perdiéndose en los papeles que destroza con sus hábiles dedos al relatar
una tragedia amorosa, la pierna moviéndose sin parar, sus manos gesticulando
cuando explica esa antigua pena que parece no importarle, pero que sigue siendo
pena, de esas que se incrustan en el corazón, una pena-astilla, infectada de
rencor y maquillada con la más falsa indiferencia. No tiene conciencia de cuán
transparente es, como un cristal pulido, permitiéndome ver cada una de sus
aristas sin siquiera tomar conciencia de ello. Así de transparente es la
Natalie.
Pepito, al que le dio todo su
amor hasta quedar seca, se burló de ella para irse con una más joven. Historia
sacada de teleserie, tan cierta, tan universal y vívida, incluso para mí, que
siempre he intentado mantenerme alejado de esos terribles dolores que puede
provocar el amor.
Es re fácil quejarse y no hacer nada, porque si de verdad quisieras
algo diferente, mejor te vas a la montaña y te olvidas del mundo. Yo no odio a
nadie ni odio lo que me tocó. Lo vivo no más, así, tal cual como me tocó. Eso
es mejor que cualquier cosa. Es mejor que, por ejemplo, vivir quejándose sin
hacer nada por cambiar eso que tanto odias. Le explico que no se trata de
eso, que no me quejo siempre, que por favor no me mal interprete. Es sólo que
prefiero no participar mucho de nada,
porque ahí es cuando uno lo pasa mal de verdad, cuando se involucra
mucho en las cosas y se esperanza pensando que algo podría ir mejor y
simplemente nunca sucede. Eso le digo, entonces ella se ríe otra vez y siento
rabia, pero la disimulo, a pesar de que estoy algo ebrio y de la enorme
posibilidad de que esta charla termine muy mal si sigue provocándome con sus
risitas de adolescente. Entonces se pone de pie, saca una cartera de detrás de
la barra y me dice "Un gustazo,
corazón" para luego ir a la puerta de vidrio polarizado y sólo
desaparecer. El "corazón" sigue sonando, como una eterna y constante
reverberación que no hace más que retrasar mis pensamientos y mi actuar. Al fin
logró percatarme de que Natalie se fue, de que ya es medianoche y de que me
siento terriblemente deprimido. Salgo rápido del café para buscarla sin tener claro qué le diré.
El centro de Santiago de noche en
su máximo esplendor / Aquí y allá las bolsas de basura amontonadas, animitas
urbanas / Ahí va la Natalie, puedo ver su espalda y la faldita que se menea,
lejos, bien lejos / Corro frente a la catedral, ahí, tan imponente, e imagino a
todos quienes entraron alguna vez y en que yo nunca lo hice / No sé por qué
sigo a la Natalie / ¿A quién le gusta sufrir? / Ya estoy más cerca de la
Natalie / No me agradan las iglesias, no me gusta sentirme mal por lo que hago /
¿Habrá ido la Natalie a la Catedral? / Ratones de alcantarilla que suben a la
superficie y vuelven a bajar y dos ratones y tres ratones y cuatro, que suben y
bajan sin parar / Sobre las alcantarillas vivimos sin saber mucho sobre ese
otro mundo de los ratones / Yo tampoco sé de los ratones ni del mundo de la
superficie / La Natalie se da vuelta y me ve a menos de una cuadra de distancia
y se detiene / El tiempo se detiene / Me paro frente a ella y estoy nervioso /
Vente conmigo ahora, Natalie, duerme conmigo.
Mañana pásame a buscar a la pega. La Natalie se ríe por centésima
vez esta noche, se da la vuelta y sigue su camino a algún lugar desconocido,
tan desconocido para mí como ese mundo paralelo de las alcantarillas.
III
La mañana inicia con los mismos
colores, el mismo olor que se impregna en la ropa, las mismas caras de siempre.
La rutina tampoco varía, aunque hay un objetivo esta vez: ver a la Natalie, ir
por ella al trabajo sin tener muy claro para qué. Al menos sé que durante este
día no tendré que inventar una propósito para cumplir con cada una de las
actividades impuestas.
Salgo, voy al mall, pago unas
cuentas, como una hamburguesa para llenar el estómago y otra vez estoy en la
sala de cine, a oscuras, intentando disfrutar. Pero ya no me siento tan cómodo,
porque pienso en ella cada cierto tiempo, incluso cuando veo una explícita
escena de sexo en la pantalla grande, una realmente impactante, que podría
dejar en shock a cualquiera. Hardcore japonés, retorcido y enfermo, sadomasoquismo
oriental. Maldigo lo que veo y, por un segundo, también a la Natalie.
Antes de ir a trabajar, paso el
resto de la tarde escondido en un café leyendo un terrible libro que una prima
me regaló para mi último cumpleaños. Se dio el tiempo de comprarlo en una
liquidación, envolverlo en papel de regalo, llevarlo al correo y hacérmelo
llegar. Una prima lejana, a la que he visto tres veces en los últimos cinco
años, se tomó la molestia de obsequiarme un mal libro, que llegó hasta la puerta
de mi casa y que se convirtió en la principal razón de mi madre para aplaudir a
su considerada familia, a quienes debo aprenderles y seguirles ejemplo. En lo
personal, no hago más que despreciar su "honorable" gesto, recordando
lo poco atenta que fue al no llamarme por teléfono y "cumplir"
enviándome este presente.
Luego de unas horas, ya me
encuentro en el viejo edificio que funciona como centro de llamados de
diferentes compañías de telefonía móvil. Soy el encargado del área de reclamos,
así que mi paciencia es tal vez la cualidad que mejor he desarrollado en el
último tiempo. A pesar de ello, no soporto tener que trabajar aquí por tan poco dinero. Por eso evito
involucrarme en la triste fiesta que hoy se celebra y que nos regaló el gerente.
Cerveza en lata y asado de chorizo para alegrar
a sus trabajadores, que comen a destajo y se embriagan hasta perder la
conciencia, hasta olvidar sus existencias y así, aunque sea por un ratito,
lograr desconectarse de ese mundo que detestan, con esas mujeres que no los
satisfacen, sus hijos a un paso de reventar de tanto Mc Donalds y comida
barata, y que sueñan cada día con tener alguna vez el auto del año, la hermosa
casa en la cordillera y una modelito como esposa. Una vida imposible, igualita
a la de esos futbolistas de elite que ven cada día en la tele, sus ejemplos de
esfuerzo, superación y éxito.
Así llega a la noche y me atrapa
más amargado de lo normal y medio ensimismado. Apenas es la hora de salida
corro a mi encuentro con la Natalie, temblando de nervios sólo por saber que
existe la posibilidad de que me haya dejado plantado. Sí, porque las puertas
del lugar están cerradas y ni luces de vida adentro. Mis manos transpiran mientras
camino de un lado a otro, mirando el reloj, recordando por qué odiaba tanto las
citas. Personas se reúnen a mi lado, más citas, tantos encuentros por minuto,
espacios de vida en los que detenemos nuestras existencias sólo para dejar a
otros entrar en ellas. Por eso es que resulta tan duro esperar a alguien que
nunca va a llegar.
Pero sí, llega la Natalie y
respiro aliviado al fin. Se ve más bonita que ayer, vestida elegante y sobria, sin
el uniforme vulgar ni el maquillaje azul eléctrico. Lleva el pelo ordenado en
una trenza y un agradable perfume emana de su cuello. Me explica que hoy les
hicieron cerrar el café por un asunto de la patente, así que aprovechó el día
para ir a la peluquería y almorzar con una de sus hijas. Está contenta, más que
ayer, e igual de efusiva y conversadora. Que no le había dicho mi nombre ni mi
signo ni nada de eso que es tan importante cuando uno conoce a una persona. Así que Nicolás, un Sagitario. Fíjate que yo
no tengo idea de esas cosas, pero una prima siempre inicia así las conversaciones
con cualquier desconocido, preguntándoles por su signo, porque así sabe bien si
le conviene o no tener algo, aunque sea un revolcón. Sí, porque en un revolcón
uno también se involucra energéticamente con el otro, sí, eso me dijo mi prima,
y creo que tiene razón, así que hay que tener cuidado.
No sé cómo sucedió, pero no hay
diálogo. La Natalie, en un espontáneo ataque verborreico, se ha sumergido en un desagradable monólogo,
plagado de elucubraciones sobre esoterismo y astrología que me crispan los
nervios. La escucho, aunque ya no puedo evitar ser invadido por un profundo
desinterés. Caminamos al Bar Don Rodrigo, un piano-bar de estilo inglés ubicado
justo detrás del Cerro Santa Lucía, y ella aún habla como si se fuera a acabar
el mundo. Que le encantan los pianos, que su tío tenía uno que ella tocaba
desde pequeña, que se sabe la Polca de los Perros. Empiezo a analizarla con
cuidado, evitando ser muy evidente. Entonces lo comprendo: es una mujer
terriblemente sola, deseosa de compartir con alguien lo poco que hay de bueno
en su vida. Es, al fin y al cabo, más humana que yo y que muchas personas,
porque se deja ver tal cual es, sin máscaras o caretas. Saca lo peor de sí sin
tener miedo de quedar mal o verse tonta, tal como ahora.
Pensando en eso, me atrevo a
hablar y ser sincero, justo cuando ya nos hemos sentado en una de las mesas del
bar. Le digo que me está aburriendo nuestra conversación, porque no he podido
hablar. Mira su copa en silencio, como si ya hubiera sabido que le diría algo
así. Intento explicarle que no es un ataque personal, sino una sugerencia, que
es mejor que la conversación la hagamos juntos para que nos conozcamos más.
Levanta la vista y me mira fijamente. Al ver sus ojos llorosos, descubro que la
he herido.
¿Acaso yo no te escuché a ti ayer? Fui atenta, me interesé en ti y en
tu vida, pregunté más. Pero no dijiste nada, casi nada sobre ti, como si todo
en tu vida fuera un secreto. Entonces ahora me animo a contarte de mi vida a
ver si desembuchas algo, ¿y me dices esto?, ¿que te aburro? Si hubiera sabido
que vendría sólo para esto, mejor me quedaba en casa. Quédate solo. Eso va a
pasar, porque es lo único que muestras de ti: que estás solo en este mundo y
que ni siquiera te interesas en cambiar tu vida. Por eso te vas a quedar solo.
La Natalie sale del bar y no
alcanzo a decirle nada. Tampoco sé bien qué decirme a mí mismo o qué sentir.
Podría ser culpa, pena o indiferencia, pero no, no es nada de eso. Siento algo
que no puedo identificar y que ha empezado a ahogarme de un momento a otro.
Camino a mi casa con la mente en blanco, viendo a los ratones hacer sus vidas
nocturnas otra vez.
IV
Despertar, salir y caminar hacia
el centro. El frío me pone de malas apenas pongo un pié fuera de casa y el
deseo de dormir todo el día se vuelve constante. Por eso, hoy más que nunca,
anhelo que las horas pasen y que otra vez sea de noche para meterme en la cama.
El trayecto se convierte en un
exasperante viaje, en el que mi cuerpo y mi organismo parecen rechazar la
presencia de los demás. Por más que intento conectarme -como siempre- por medio
de una mirada efímera con ese mar humano, algo no funciona como el resto del
tiempo. Y, a pesar de que puedo sentir cómo una energía me impulsa a internarme
otra vez en la repetición eterna de cada uno de mis días, no existe esta vez un
gozo ni una insignificante pizca de agrado o regocijo, al situarme tras este
vidrio a ver a la gente pasar. El cristal se ha trizado ineludiblemente, desechando de una sola vez la posibilidad de
resguardo, y sacándome sin previo aviso de mi cómodo balcón. El pánico se desata
y la visión, como nunca antes, es borrosa.
Me desplazo con prisa hasta
llegar a la Plaza de Armas, buscando la anhelada tranquilidad que extravié. La
imagen de la Natalie se multiplica en cada grieta y rincón de las calles,
invadiendo mis pensamientos. Son sus palabras las que entran y salen de mi
cabeza, cubriéndolo todo, deconstruyendo la realidad, cambiándola por completo.
Ya no pareciera ser tan fácil estar ahí, siendo el mismo espectador del tiempo,
porque una frecuencia ajena ha intervenido la mía, alejándome de mi lugar.
Pienso en el cine como la más
infalible salvación. Corro asustado en esa dirección al verme rodeado de seres
reales, de carne y hueso, dueños de historias ciertas, con grandes dudas y
temores, ahora por completo reales. Cruzo la cortina roja que me separa del
otro mundo, para iniciar una búsqueda desesperada, ansioso por recuperar mi
lugar en primera fila. Pero aquí también algo falla. Estoy sin armas,
vulnerable, fuera de mí, atrapado entre redes tejidas entre estos seres y los
del exterior.
Los mismos de siempre, paseándose
entre las filas de asientos, ahora no parecen esos personajes anónimos. Tampoco
lucen como los seres indiferentes y altivos, felices de vivir en el borde,
justo detrás de la delgada línea. Hoy, tanto ellos como yo, fuimos expulsados
de la trinchera, obligados a mirarnos a la cara y comprender que hay algo más.
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