Wednesday, November 09, 2016

Un secreto (17.7.2016)


I

Es miércoles y los palillos de metal todavía están sobre el sillón del living, como si alguien durante la labor de tejer hubiese tenido que huir ante una catástrofe. En realidad están allí desde el lunes, Noah lo sabe, porque los divisó ese día al llegar de la universidad. También siguen intactos los restos de las varillas de incienso que su madre suele encender por toda la casa. El polvillo grisáceo está esparcidos en la entrada de la cocina, en el pasillo y en el baño principal. Sobre la mesa del comedor, tazas y platos sucios apilados, rastros del domingo, el último día en que vio a sus padres.

Unos mezquinos rayos de sol apenas iluminan la habitación de Noah, que ahora intenta obtener información sobre el paradero de su familia en internet. Acostado sobre la cama, revisa una y otra vez su correo, envía mensajes por Facebook a sus primos que tanto detesta y a Tía Rosalía, la vieja que lo delató ante su mamá después de descubrirlo fumando marihuana. Deja atrás su orgullo sólo para obtener alguna pista, pero nadie sabe nada.

Prende un cigarro para calmar la ansiedad y sumergirse en sus recuerdos, volver a la tarde del domingo, cuando los tres almorzaron juntos y en silencio por última vez. El silencio, omnipresente dentro de esa casa, casi perceptible al tacto, ya a nadie incomodaba, tal vez por la pura costumbre. Desde hace un año que sus padres no se hablaban, sumidos en una guerra muda que parece no tener final ni banderas blancas ni cantos de victoria, y que también a él afecta. Aquella tarde con su madre comieron el último resto del budín de coliflor que ella preparó el lunes en cantidades irrisorias sólo para no tener que cocinar durante el resto de la semana. Comida para un ejército, le dijo con una sonrisa sardónica en el rostro, queriendo maquillar el patetismo de la situación. Amaro -a quien su único hijo prefería tratar por su nombre-, sentado al otro costado de la mesa y sin mirar a nadie, devoró un pan duro que encontró en el mueble de la cocina, mientras Noah se cuestionaba el porqué de seguir almorzando juntos. Después de eso, el hombre se puso de pie y avanzó con una lentitud desconcertante hasta desaparecer en el pasillo para encerrarse en la oficina. En sus movimientos mustios, su hijo reconoció la frustración casi enquistada en los músculos, como si a sus 45 años la vida lo hubiese derrotado sin posibilidades de revancha. Minutos después, su madre hizo lo mismo, pararse de la mesa y pasar junto a él destilando indiferencia. Tomó asiento sobre la única fracción de la alfombra del living que no estaba cubierta con papeles y prendas abandonadas, justo a un lado de la mesa de centro. Allí, incada en ese pequeño espacio, pudo iniciar el ritual, la más reciente obsesión de sus días: tejer.

Parecía que la técnica del crochet le daba sentido a la vida de Amanda. Sobre la mesa estaban ubicados con precisión los palillos y una veintena de estambres de lana repletando la superficie en medio del caos imperante. Sobre un mar de periódicos, boletas, bolsas y fotografías destrozadas y quemadas, flotaba ese santuario incólume. Desde la tragedia, ella dedicaba sus días a tejer bufandas interminables, mezclando texturas y colores al azar y que no siempre lucían bien.
Más tarde, recuerda Noah, Amaro se paseó en la habitación que usaba como oficina, a puertas cerradas, sin dar más señales de vida que los golpes de sus suelas contra el piso. Como siempre, dormiría ahí, en el cuartucho al final de la casa, sobre un sillón antiguo que conserva la forma de su cuerpo recostado. Al otro lado, más allá de la cocina, del living y de las dos habitaciones de sus hijos, Amanda se miraba en el espejo de su habitación, palpando sus arrugas, comprobando una vez más que ahí seguían las raíces blancas de su cabello. Horas frente al espejo hasta la medianoche, cuando el frío se pegó a la piel y ya no quedaban más arrugas por descubrir. Los vellos de sus piernas se erizaron y Amanda supo que debía ocultarse bajo las frazadas de la cama e intentar dormir. Desde su habitación, Noah adivinó las rutinas de sus padres: el espejo, la caminata nocturna en el despacho, los deseos por dormir bien al menos una noche. Conocía el orden de sus acciones diarias, y por eso fue capaz de predecir los gritos de Amanda a las dos de la madrugada. No pudo pegar los ojos hasta que oyó sus chillidos a causa de los conejos, cientos de ellos saliendo de debajo de su cama, escarbando o royendo la madera del catre. Recién en ese momento pudo dormir.

***

Cuando la oscuridad de la noche se ha apropiado de cada rincón, Noah regresa desde los recuerdos, como quien despierta de una sesión de hipnosis. Ruidos en la cocina o quizás en la calle lo obligan a abrir los ojos. Observa su entorno con detención y no logra identificar todas las formas que lo rodean. Siente miedo, un vacío en el estómago tan grande que hasta podría desaparecer dentro de él. Un vacío que muta a inquietud, a deseo, a necesidad. Encender el computador sin dejar de comerse las uñas, entrar al chat que siempre visita a ver si algo aparece. Se abre el catálogo de hombres y busca uno que le agrade, que se vea atractivo e interesante, que pueda dormir con él. Pero no hay nada.

II

Aníbal decidió dejar de existir hace once meses, días antes del vigésimo cumpleaños de Noah, su medio hermano. Una semana después, sus padres se ignoraban y dejaron de compartir la habitación; en realidad, dejaron de compartir todo. Noah, sin asimilarlo bien, reía con amargura al pensar que para el padre de su hermano, no había nacido ni fallecido un hijo, simplemente nunca había existido. ¿Qué tan fácil podía ser no existir?, se preguntaba tratando de comprender. Fue más fácil entenderlo cuando, en una de las tantas indiscreciones de la abuela Pía, supo que ese hombre era un camionero alcohólico que había sido –por lejos- la peor elección de su madre. “Un bueno para nada, igual que tu papá, sólo que menos malo”, le dijo la anciana mientras fulminaba un cigarrillo en uno de los tantos paseos por las calles del barrio de San Miguel. “Date con una piedra en el pecho porque al menos tienes papá y este país está lleno de bastardos. Peor es mascar laucha”. Noah pensó que la existencia estaba ligada al corazón de las personas.

***

Suicidio. La palabra dolía, picaba, molestaba, porque no había explicación ni indicios de que algo así pudiese suceder dentro del universo que había creado junto a su hermano. 
Pese a los siete años que los distanciaban, Noah y Aníbal tenían mucho en común. No se trataba sólo de la fascinación por los discos de vinilo y por las películas de ciencia ficción, porque había algo más. Tal vez una sensación compartida de estar viviendo en una casa ajena. Entre canciones de Nirvana y Pearl Jam, pasaron ese último verano juntos encerrados en la pieza de Aníbal, una tradición entre ellos a esas alturas, intentando descubrir cuáles eran sus talentos. Noah todavía no encontraba el suyo, pero su hermano ya lo había hecho. “Escribo, pongo todo en el papel hasta que me quedo seco de palabras, hasta que siento que ya no queda nada más por decir”, le dijo sin dejar su guitarra de lado.

***

En la habitación de Anibal está todo intacto, como si aún estuviera vivo y pendiente de mantener el orden de sus cosas. Noah lo recuerda así, maniaco, fanático del orden y la limpieza. Siguen aún los vinilos ordenados sobre la repisa de madera que está sobre la cama. Al lado, junto al ventanal que da al patio trasero, está el mueble que exhibe su colección de animales miniaturas, cientos de ellos. La cama está hecha, con el edredón negro que tanto le gustaba. Todo huele a él, a esa mezcla de desodorante masculino con algo maderoso que Noah nunca pudo distinguir. Su olor corporal era a madera.

Cuando está a punto de devolverse a su habitación, divisa algo escondido en un pequeño agujero en el techo, que está tapado con cinta adhesiva. Se para sobre una silla nervioso por saber qué es. Se tambalea y por unos segundos cree que caerá al piso, pero logra equilibrarse y arranca la cinta para ver lo que hay dentro. Es una libreta roja con algunos escritos. La expectación de Noah ya no tiene límites. Siente hormigas en el estómago y no sabe si es por terror o ansiedad. Abre la libreta en las únicas cinco hojas escritas.

Es el último diario de vida de Aníbal.

***
Lunes 10 de agosto, 2015

Aquí estoy, sentado en el living mientras mi mamá se pasea por la casa porque está contenta. Creo que es porque le hablé un poco, sólo para darle en el gusto. La verdad es que ya no la soporto con todas sus idioteces y siutiquerías. Siempre meditando encerrada en su pieza, siempre tarareando esas canciones de mierda, siempre con el fétido incienso y menjunjes en todos los rincones. Ahora le dio con que viajemos a la nieve juntos y me parece la peor idea que se le pudo ocurrir. Si al final el único que la toma en cuenta es mi hermano, que parece que le compra toda su vendida de pomada. Yo en cambio no le creo nada. Sé que Amaro tampoco. ¿Por qué un hombre como él se casó con una mujer tan mediocre y sin gracia como mi mamá?

Ayer salí con Aníbal, lo llevé a una tocata donde estaba lleno de gente de mi edad y todos me preguntaban por qué andaba con ese pendejo. Yo creo que los 19 años son un buen momento para que conozca la buena música y se abra un poquito al mundo. Se la pasa encerrado y está tomando el mismo carácter que mi mamá, pendiente de puras huevadas, sin ver lo esencial. Si hasta tiene esa misma mirada lastimera, con ojos de ciervo, como de mendigar amor.

Entramos a la okupa de San Miguel, la que queda justo atrás de mi casa y que colinda con los patios de algunos de mis vecinos. Para llegar tuvimos que darnos la vuelta a la manzana (que es gigante) y atravesar la parcela abandonada. La Magda, vieja sapa, estaba asomada en su pandereta y nos vio caminando juntos hacia allá. Es obvio que le dirá a mi mamá que nos estamos juntando con “los satánicos”, como ella llama a la gente distinta. Menos mal me importa una mierda.

Adentro empezó a tocar la banda e hicimos un slam. Noah no quiso ir porque encuentra que todo eso de bailar y saltar y pegarse es muy violento, y yo le digo que es una forma de vivir la música no más, que no le de color. Lo dejé solo un rato y me metí a pasarla bien y a la media hora ya tenía al pendejo encima pidiéndome que por favor nos fuéramos, que estaba chato y que no podía creer que yo fuera tan diferente a cuando estoy con él. Tan barsa, se atrevió a decirme que le gusta más el Aníbal pacífico y maduro a como soy con mis amigos. Ya no sé cómo rescatarlo, veo la mediocridad venir. Pura herencia de mi mamá, que todo lo categoriza en blanco y negro y no es capaz de ver lo que hay más allá, lo trascendental.

El punto es que Noah había llamado a Amaro para que fuera a buscarnos porque a él le daba miedo atravesar solo la parcela que está al lado. Opté por ignorarlo, porque es un pendejo cobarde. Amaro llegó un poco enojado, es obvio, si lo hacen levantarse a las dos de la madrugada para ir a buscar a un huevón que ya está grande como para esto. Después dice que su papá es demasiado serio e indiferente, que no pesca, ¿y cómo no va a hacer así si su hijo y su mujer son tan corrientes?

Nos fuimos caminando en silencio los tres, con Noah delante de nosotros, furioso. Cuando cruzamos la parcela abandonada, Amaro me miró como dudando si pasar por ahí. Me preguntó si tenía miedo y yo le dije que no, que a mí nada me asusta.

Llegamos a la casa con mi hermano dando portazos y todo, aunque ni con eso despertó mi mamá, que se empastilla y duerme hasta que es mediodía. Nunca hace nada con su vida más que tejer y dormir y meditar. El pendejo se encerró en su pieza y Amaro me propuso que nos tomáramos unas piscolas para conversar un rato, como padre e hijo. Por un momento tuve deseos de llorar.

Él me dijo que tomara mi vaso y fuéramos a la parcela abandonada, que si de verdad no tenía miedo, desde ahí veríamos mejor las estrellas. Y tenía razón: nunca en todo Santiago pude ver  mejor el cielo de noche. Nos echamos sobre el pasto en silencio a observar el cielo, y Amaro me dijo que debía aprender a querer a mi madre, por muy difìcil que fuera. Le pregunté si la amaba, si en verdad le parecía bien que vivieran siempre ignorándose. Él giró su cabeza hacia mí y me confesó que no, pero que a  veces sentía pena por ella.

Ojalá Amaro hubiese sido mi papá.


***
Viernes 14 de agosto, 2015

Mi mamá amaneció querendona, llenando el auto con frazadas, sillas plegables y canastos repletos de sandwiches y huevos duros, sin dejar de tararear  “Piel Canela”, el bolero que tanto le gusta y que yo aborrezco. Amaro estaba sentado en el asiento delantero escuchando un partido de fútbol en su radio de bolsillo, con la mirada resinosa, inexpresivo. Cuando está así me angustio.

Nos subimos al auto y avanzamos en dirección hacia la cordillera para ir al centro de ski de Farellones, ese era el plan del que ella nos hizo parte. Mi hermano iba sentado al lado mío mirando por la ventana, sin siquiera mirarme. Quise decirle que no me odiara, que hay cosas que hago por su bien, que es mejor que sigamos viviendo aparte dentro de la casa, lejos de los papás. Ojalá siguiera alejándose de ella, que se refugie en la música o en escribir, pero no hay mucho que hacer al respecto.

Mi mamá quiso romper el hielo durante el trayecto. ¿Vieron esos pájaros allá?, nos preguntó, y sólo Noah le contestó con exagerado dramatismo. Le dijo que le encantaban esos pájaros, que era muy bonitos, y movía las manos como si estuviera haciendo un discurso presidencial. Me decepciona cada día más, siento que son idénticos, queriendo agradar desesperadamente. Él no tiene la capacidad de darse cuenta lo vacía que está mi madre y el daño que le hace. Preferí ir mirando el camino, igual de Amaro, que no estaba interesado en escuchar esas conversaciones. Cuando comenzamos el ascenso, el camino ya se veía cubierto de nieve. Todo lucía blanco y tan brillante que encandilaba. Era gracioso ver cómo lo único que tomaba un tono diferente eran las marcas de las ruedas del auto sobre la nieve, huellas grises que arruinaban esa perfección. En ese momento comenzó a nevar y arriba, en la cima, los picos se veían inmensos. Amaro, sin dejar de lado su inexpresividad, sugirió que nos devolviéramos, porque el auto no aguantaría el ascenso. Mi mamá lo miró con los ojos vidriosos, a punto de llorar, iniciando una de sus tantas escenas porque se rompía su ilusión de un momento en familia. Y lo logró, porque se produjo lo inesperado, algo que ni Noaah ni yo habíamos visto antes: un abrazo entre ellos, breve, gélido, pero cierto. Sus cuerpos estuvieron pegados durante segundos que se sintieron irreales y sólo pensé el auto era demasiado pequeño. Hay un mirador techado para ver la nieve, pasemos la tarde ahí, le dijo Amaro volviendo su cuerpo hacia el manubrio. Mi mamá celebró la idea con un aplauso fingido y apenas nos detuvimos se bajó del auto junto a mi hermano para preparar su picnic. Como una niña, ella saltaba de un lado al otro, poniendo manteles, platos y cubiertos sobre una de las mesas de madera. Amaro me dijo que me cambiara al asiento del copiloto, porque desde allí en donde se estacionó la vista resultaba conmovedora. Los cerros y pendientes perdiéndose bajo la extensa capa de blanco eran todo un espectáculo.

Sin bajarse del auto, Amaro le dijo a mi mamá que necesitaba conversar conmigo algo importante, que nos esperaran. Ella y mi hermano se quedaron sentados mirando la nieve caer, con sus espaldas hacia nosotros. Tuve la sensación de que había llegado el momento que quise, se sentía en la energía. Me dijo que nos fuéramos y yo no sabía a qué se refería, pero mi corazón estaba latiendo con fuerza. Entonces puso su mano sobre la mía y creo haberlo visto sonreír. Vi su rostro acercándose, el momento en que sus ojos se cerraron, su brazo pasando hasta abrazarme. Me besó con amor, como no lo hacía hace años. Todo cobraba sentido al fin. Fue un beso breve, no debía vernos mi mamá. Me dijo que me amaba. Me dijo que nos fuéramos. Al fin entendí.

Estoy enamorado de Amaro y él de mí. No sé qué hacer, pero lo amo. Cuando nos bajamos del auto, nadie sospechó nada. Y lo cierto es que fue un lindo día en familia, en especial porque Amaro sonreía todo el tiempo, como nunca-nunca antes.

***

La alarma del reloj suena a las diez de la mañana y Noah despierta enseguida con la sensación incómoda de haber vivido ese momento muchas veces. Al abrir los ojos descubre entre las tantas formas del techo enmohecido un conejo gris bien definido, sentado sobre un agujero negro. Piensa en los conejos de los que habla siempre su madre, unos que hacen madrigueras bajo su cama sólo para incomodarla. Siente pena por ella, por su vida, por sus delirios.

Anoche, luego de leer los últimos escritos de su hermano, la realidad al fin cobra sentido. El silencio tiene un significado ahora y, en parte, la extraña forma de ser de Amaro. Pero el suicidio de su hermano todavía no tiene explicación y quizás nunca la tenga. Culpa, miedo, remordimiento, eran tantas las razones posibles.

En quince minutos empiezan las clases en la universidad y no parece interesarle en absoluto. Con la idea de sus padres desaparecidos y de la muerte de Aníbal, no hay espacio alguno en su cabeza para dedicarse a otras cosas. Necesita saber dónde están. Esta mañana, más que nunca antes, necesita tenerlos en casa para disipar todas las dudas.

Se atreve. Noah avanza a tientas por el oscuro pasillo que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura de las paredes está agrietada, llena de manchas aceitosas y ltelarañas entre los espacios de los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en donde la hiedra venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre adherida al parquet se pega a sus pies descalzos en cada paso.

Los recuerdos se disuelven justo cuando presiona con su mano la manilla de la puerta de la pieza de sus padres. Rompiendo todas las reglas que Amanda impuso hace un año, Noah se atreve –por primera vez- a abrir la puerta, pero está cerrada con llave.

III

Un hombre llegó a la casa de Noah al mediodía. Era corpulento, de quijada pronunciada y con un rostro anguloso en el que los ojos azules y cristalinos parecían ansiosos por hacerse notar. A Noah le pareció haberlo visto antes, porque unos ojos así se graban en la retina. Tal vez fue en otra vida, pensó, creyendo por un momento en la reencarnación, en las almas viejas y en las destinadas a volver a encontrarse una existencia tras otra, como le contaba la abuela Pía en ocasiones al hablar de su difunto marido. ¿Era ese hombre maduro y de mirada honesta lo que había estado esperando todo este tiempo?

Soy el de la semana pasada, el del baño público, ¿me recuerdas?, le dijo el desconocido sin moverse de la entrada, me diste tu dirección para que hiciéramos algo. Algo: un objeto, una bufanda a crochet, una ida a la nieve. Las imágenes desfilaron en su mente mientras una sensación de amargura lo embargó. Lo hizo pasar dando un paso atrás y sin decir nada. Se besaron enseguida para luego encerrarse en su habitación. Noah le pidió un par de veces que le besara la frente. Él desconocido sólo río.

Tu casa apesta, le dijo el hombre un rato después mientras se vestía. Deberías ventilar un poco, en serio.

***
Todos los cajones están abiertos; los de la cocina, los de los muebles del comedor, la despensa. Y ahora Noah revuelve los papeles y objetos que hay en el piso, molesto por no entender qué sucedió con sus padres.

Luego de una hora buscando, encuentra la llave dentro de una fuente de greda que Aníbal y Amaro trajeron de un paseo a Pomaire. Fue esa vez que estuvieron perdidos el día entero y dejaron a Amanda en la casa al borde de una crisis histérica. Cuando estuvieron de regreso con sus alcancías de cerdo y bolsas llenas de empanadas, ella les preguntó por qué no avisaron. Amaro, con el rostro congelado, le dijo “porque sí” y a ella no le quedó más que conformarse.

Noah avanza a tientas por el pasillo que separa las habitaciones del resto de la casa. La pintura de las paredes está agrietada, llena de manchas aceitosas y telarañas entre los espacios de los ladrillos. Piensa en el terreno abandonado del barrio, en donde la hiedra venenosa crece indómita, siguiendo su propio curso. La mugre adherida al parquet se pega a sus pies descalzos en cada paso.


La llave plateada entra en la cerradura de la puerta de la habitación y por un segundo cree saber lo que encontrará. Presiona la manilla de bronce y empuja la puerta con rabia, como si en ese movimiento pudiese dejar ir todas las emociones que acumuló por meses. Enseguida lo azota un hedor insoportable, el olor a muerte. Amaro y Amanda están sobre la cama matrimonial, sin ropa, sin vida, uno al lado del otro, pero sin tocarse. La luz del día se filtra por un pequeño espacio que queda entre las cortinas cerradas, e ilumina sólo sus rostros. Sus pieles están verdeazuladas y sus ojos abiertos, hundidos ya en sus cuencas.  Noah se fija en la capa blanquecina de cubre sus miradas; ahora ya no miran nada. Observa los cuerpos un momento tapándose la boca con la manga de su sweater. Por primera vez en esos días, Noah vuelve a sonreir. 

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