Sus ojos rasgados reflejados en el espejo. El cuello elevado
con cierta altanería, aunque sin llegar a ser parte de una pose por completo.
Cabello rizado a la altura de sus pequeñas orejas, adornando, junto a la delineada
barba de no más de tres días y unas cejas pobladas, su rostro aún infantil. Predomina
el castaño en el cuadro de su cara, un castaño rojizo que parece estar
encendido en aquellas áreas de su rostro en las que la luz que entra por la
ventana alcanza a iluminar. Labios carnosos, bien formados, un corazón alargado
de manera horizontal, hacen señas, como si tuvieran vida propia. En armonía con
cada una de sus facciones está su nariz, ni tan pequeña ni tan grande, ni
respingada ni aguileña; es una nariz recta, masculina, que le confiere a la totalidad
de su rostro cierta elegancia y madurez.
Más abajo está su cuerpo, proporcional al tamaño de su cabeza,
casi desnudo; tan sólo lleva puesto un pequeño y ajustado calzoncillo blanco
que tiene escrito el nombre de la marca sobre el elástico. Espalda ancha y un
abdomen que parece esculpido en mármol. Una de sus manos sostiene un iPhone, con
el que se puede fotografiar frente al
espejo del baño para mostrarse en Instagram, la red social de moda.
Una foto perfecta, que se amolda a la forma de sus
pretensiones y deseos de vida. Que no se vea la casa pareada en Maipú ni que se
vaya a notar que el calzoncillo es imitación Calvin Klein. La toma no debe
mostrar ese trabajito de medio tiempo en una tienda del mall de la comuna. Que
por ningún motivo aparezca su mamá atrás, porque tiene sobrepeso y es muy
morena, y eso en las redes sociales no se vería bien. Tampoco puede haber rastros
de las 12 cuotas que tiene que pagar por ese costoso teléfono. Y, claro, no
puede notarse su hermana, que es madre soltera y sólo tiene 15 años. Nada de
eso debe estar dentro del cuadro, para que así sea -realmente- una fotografía
fabulosa.
Revisa su smartphone cada tres minutos mientras intenta ver
una película que ni siquiera está entendiendo. Y es que le es imposible
concentrarse cada vez que suena ese absurdo y repetitivo bip anunciando que un
nuevo mensaje ha llegado a la fotografía que puso en internet. "Qué guapo
te ves", "Agrégame a WhatsApp, va mi número por interno",
"Hermoso bulto :P", "Quién fuera calzoncillo", "Amigo,
qué sensual". Llegan los mensajes unos tras otros, haciéndolo sentir bien,
seguro de sí mismo, como si las opiniones de ése, su público seguidor, fueran
los cimientos de su inestable autoestima.
Dos horas después, sus emociones han amainado. Leer durante
la tarde aquella ráfaga de mensajes con respecto a su apariencia, lo han hecho
sentir mejor, mucho mejor. De pronto, ese inexplicable miedo que lo acomplejó
durante la mañana, luego de que una pareja de gays lo mirara con
"desprecio" mientras trabajaba ordenando la vitrina de la tienda, se
había esfumado. Ahora se sentía un hombre apuesto y sensual, capaz de proyectar
su seguridad a través de su caminar, de
sus ademanes o incluso de su mirada.
Sale de su casa con prisa, no puede perder el último tren con dirección a Baquedano. Sus pasos son ágiles,
seguros, en parte porque esa música que suena en sus audífonos lo hace sentir
como en una pasarela. Uno, dos, tres y cuatro; caminar con estilo mientras
suena esa canción de Madonna que tanto
le gusta. "I don't wanna hear, I don't wanna know, please
don't say you're sorry", canta una y otra vez dentro de su cabeza. Qué ganas de bailar ahora mismo,
piensa. Pero no, no se puede, ¿qué diría la gente? Si fuera por él, sacaría lo
mejor de su feminidad para montar un gran espectáculo ahí, en pleno Pajaritos,
moviéndose con alegría y glamour bajo las luces de neón que iluminan esa tibia
noche de verano. Pero él sabe que hacerlo sería igual a suicidarse socialmente,
porque las posibilidades de encontrarse con esos horribles homosexuales
barbones que espían su Instagram -y con quienes se ha topado más de un par de
veces en la estación de metro- son bastante probables. Nadie debe saber que ama
a Madonna, mucho menos que la baila.
1997. Ahí anda el Pedrito, solo, en el patio de ese exclusivo
colegio de curas en La Dehesa, donde recién cursa séptimo básico. Además de
sus zapatos viejos, todo lo distingue de sus compañeros: la delicadeza de cada
uno de sus movimientos, su forma de hablar, la fascinación por las barbies. Él
también sabe que es un niño "especial", como le dijo la orientadora a
su madre alguna vez. Sí, porque se
percibe diferente, no es tonto.
Baila bien, baila despacio, con ritmo, quiere que todos lo
observen bailar, porque cree verse guapo, no como los otros, que son feos y
corren como idiotas detrás de una pelota. Entonces, cuando suena la radio del
casino, el Pedrito baila y se mueve como las modelos de la tele, que son tan
lindas. Las niñas del Venga Conmigo, un verdadero sueño con esa ropa brillante
y llamativa. Y ahí las tías del casino le dicen que no haga eso, porque está
mal, porque los varones no hacen esas cosas. Y que tampoco menee mucho la mano
al saludar, porque se ve feo y después los niños lo molestan y le pegan. No,
que el Pedrito se deje de bailar así, porque si lo ve el curita va a quedar la
pura embarrada. Que se acuerde que ésta fue una gran oportunidad que no puede
desperdiciar. No cualquiera puede estudiar en este colegio, recuerda Pedrito.
Abre los ojos. La fiesta está por comenzar y él ya se reunió
con su amigo, que de amigo tiene bien poco. Lo cierto es que ese chico que está
al frente suyo bebiendo un vaso de vodka con jugo de arándano, es su amante de
medio tiempo. Le gusta, porque es apuesto, viste bien y su popularidad en las
redes sociales supera a la suya. Va a muchos conciertos y suele ser
fotografiado en los eventos más concurridos y comentados de Santiago, así que
le conviene estar junto a él. Es cineasta o publicista o algo así... En realidad
eso no le importa. Lo que sí le importa es que es bueno en la cama y que es
relativamente conocido en el "mundillo". Y, aunque muchas veces lo
odia por ser más popular, disfruta al escuchar de boca de sus amigos que la
gente anda diciendo que mantienen un romance furtivo. Tiene la certeza de que
eso le da cierto estatus.
Hablan del nuevo álbum de Death Cab for Cutie, que en verdad
no escuchó entero, porque no le gusta tanto esa banda, pero eso no lo menciona,
así que comenta el disco y lo critica: tienen mejores trabajos, este nuevo
suena aletargado. Esa fue la palabra que usaron en el sitio web de música que a
veces lee, aunque ni siquiera terminó el artículo completo. Tampoco sabe lo que
significa aletargado, así que mientras lo dice, espera que su interlocutor sepa
el significado y que no le pregunte nada más. Ojalá se termine ese trago luego
y vayamos pronto a la fiesta, piensa.
Ahora caminan juntos por Providencia hablando quizás qué. Es
tanta su ansiedad que no es capaz de asimilar cada una de sus palabras. Todo
suena cacofónico y difuso, como si estuviera escuchando el exterior sumergido
en el agua. Puede sentir cómo su estómago se revuelve a causa de esos nervios
incontrolables. Una crisis de pánico en ese momento sería terrible, verdaderamente
una tragedia. Intenta calmarse y le da una
última y profunda calada a su cigarro. Esta es su noche y no puede
desperdiciarla. Estarán todos en la fiesta y él se ha preparado mucho para este
momento: compró ropa de marca, fue a la peluquería y ahorró dinero para poder
pagar la entrada e incluso beber cócteles dentro. No iba a llegar antes de la
medianoche para no pagar, ni mucho menos bebería el trago de cortesía. Tomar
pisco barato también es un poco de mal gusto, o al menos eso cree.
La mente no puede controlarse, tampoco la ansiedad ni los
recuerdos. Es niño otra vez y corre rápido a ocultarse en el jardín del ala
norte del imponente colegio oculto en las faldas de la cordillera. Que no me
vean, que no me vean, que no me vean. Pánico, una sensación desagradable, como
si fuese a morir en cualquier minuto, así lo siente. Estoy hecho de tiza, me
deshago y desaparezco en el frío viento de invierno. Maldita la beca y todos
los niños ricos. Quisiera estar en casa, con los que me quieren. Se cuestiona
la vida, su esencia, su familia, sus orígenes, el ser distinto a los demás. Ser
distinto tiene su precio. Brillar entre el resto, un diamante en medio del
carbón. "Y de pronto no había un patito feo, sino un bello cisne al que
todos los demás habitantes del lago admiraban". ¿Cuándo seré el cisne?
Sus recuerdos se deshacen (das pena). A menos de una cuadra,
ya puede ver la puerta principal del lugar. La actitud cambia: su caminar se
vuelve más lento y calculado, su mirada se concentra en el rostro de su
acompañante, con quien sigue hablando de algún tema del que no tiene idea
(ahora hablan de la psicomagia y Jodorowsky) y ríe a ratos. Minutos que se
hacen eternos frente a esos chicos que se unen a la fila para ingresar. Con
sólo verlos de reojo sabe quiénes son, pero no les concede ni una sola mirada.
A uno lo vio en Facebook, ese que fue novio del amigo que lo acompaña, y sabe
que se conocen. No se saludan, aunque su acompañante sí se acerca al de la fila
para darle un abrazo y preguntarle cómo está. Lo mira desde su lugar, sin
moverse o girar la cabeza en esa dirección. Demostrar interés no es una buena
idea. Tiene rabia por haberse quedado ahí parado sólo durante un minuto
mientras su amigo saludaba. Vuelve a odiarlo y a maldecirlo. Se siente
humillado.
Adentro hace calor. Nadie se mira, la regla es estar en grupo
o en pareja. Todos se conocen, pero sólo algunos se saludan. Quizás debe
acercarse a saludar a ese con el que se revolcó a los 18 o tal vez al hombre
guapo con el que a veces intercambian comentarios o likes en Instagram y
Facebook. Sí, ese último que forma parte de un grupo de productores que traen a
grandes artistas a Chile y que hacen las mejores fiestas. También consumen LSD,
aunque de eso no está muy seguro, ni tampoco de las supuestas orgías que
organizaban en un grupo secreto de WhatsApp. De la forma que sea, es mejor ir a
saludarlo. Intenta acercarse, pero el de la productora lo mira y se aleja con
rapidez hacia la barra. ¿Qué sucedió? Siente cómo sus mejillas se ruborizan y
una gota de sudor se desliza por su frente. Corre al baño antes de que sea
demasiado tarde.
Ahí está, otra vez frente al espejo, pero ahora sintiéndose
desconcertado. Percibe el miedo apoderándose de cada fibra de su cuerpo. Moja
su rostro, revisa que su cabello siga en orden y muerde un extremo de su labio
para no llorar. No entiende nada, pero no puede perder el control ni la
cordura. Todo estará bien.
Su amigo que no es tan amigo lo espera en la barra. Simula
serenidad y se sienta a su lado, sin dejar de mover el pie derecho. Pide un
brandy, porque le encanta como suena el nombre de ese trago. Es parecido a
Bambi, el pequeño ciervo de la película de Disney que veía junto a su papá
cuando era pequeño. Esos años en los que todo era sencillo y no importaba que
no hubiese dinero para irse de vacaciones ni las postales idílicas en una playa
bonita y exclusiva del Litoral Central. Extraña la sencillez de la vida sin
computador ni teléfono móvil ni amantes ni tiendas de diseñador. A veces,
cuando estaba solo encerrado en su pieza, pensaba -casi sin tomar conciencia de
ello- que odiaba a su personaje. Era uno de esos malos intérpretes en una
terrible obra de teatro, en la que pedía a gritos ser el protagonista, y que de
hecho lo era, pero sin un público frente al cual lucirse. O sí, sí había público,
pero un público condicional, crítico, malintencionado y cruel. Los espectadores
que él mismo eligió creyendo que no había otros formados frente a la taquilla
del teatro.
Vuelve a la realidad ante la mirada de su amigo, que ahora es
mejor llamar amante, porque de amigos nada, y que quiere saber en qué pensaba
tanto mientras tenía la mirada perdida en las luces estroboscópicas. Da lo
mismo, le dice mientras saca su teléfono del bolsillo para tomar una selfie
juntos disfrutando de ese divertido momento. Cruza su brazo por detrás de su
espalda y hace la captura. ¡Di Whisky! Buena idea un whisky para calmar los
nervios. Va el whisky, el segundo whisky y el tercero. Subir la foto a
Instagram con el mejor filtro. "Sábado y carrete con este guapo #Gay #Gays
#Fiesta #Carretes #Amigos #Fiesta #Beard".
Van a la pista de baile. Cierra los ojos mientras suena la
música. Se mueve al ritmo de algo que suena muy bien, pero que no logra
identificar. Tararea una canción en inglés que ha escuchado antes, mucho antes,
cuando acompañaba a su madre a trabajar a la casa de los Walker y limpiaban
juntos el piso bailando torpemente esa canción, y mueve la boca como si la
supiera, aunque no tiene la menor idea del significado de cada palabra. No hace
escuchar su canto, porque no quiere quedar en ridículo frente a su acompañante.
El alcohol comienza a surtir efecto. Aún con los ojos cerrados, está seguro de
que muchos hombres lo observan con deseo, ese deseo de poseerlo, de llevarlo al
motel más cercano y follarlo, deseo de ser como él, tan guapo, con tanto
estilo, de ir a todas esas galerías de arte y tomarse las mismas fotografías
tan bellas y tan interesantes.
Abre los ojos y nadie lo mira. Cada uno sigue en su propio
universo, incluso el amante, que ya ni de amante sirve, porque está ebrio.
Recuerda la foto en Instagram y revisa su teléfono de inmediato. Han pasado 25
minutos y la captura sólo tiene dos likes. Algo anda mal. Quizás se cayó
internet o la recepción de su teléfono está fallando. Mejor ir a la barra y
tomar un vodka, seguido de un tequila margarita y de un martini seco. Tremenda
combinación, piensa.
Vuelve hacia el productor, que esta vez sí lo mira. Luego de
un tibio abrazo y un beso en la mejilla, mantienen una plática sobre la fiesta
y la gente tan estúpida que asistió esta noche al lugar. El chico lo mira con
atención y curiosidad, mientras él le cuenta que no entiende cómo estas
personas pueden ser tan superficiales, cómo no se interesan en el arte
contemporáneo más que para fotografiarse en las muestras del Bellas Artes, cómo
no comprenden absolutamente nada del feminismo reflejado en la nueva pintura
chilena. Recalca una y otra vez que las redes sociales los hacen estar ausentes
y preocupados de banalidades, porque son tan vacíos, no tienen materia gris ni
algo que aportar. Otra vez, su propia voz suena a lo lejos irreconocible. Habla
por hablar, sin tener conciencia de sus palabras. Imposible concentrarse con
esos ojos y esos sensuales labios frente a su cara. Quiere besarlo ahora y que
sea su novio y vayan juntos a esos recitales con acceso al meet&greet y se
besen una y otra vez y duerman juntos una y otra vez para luego volver a
asistir a algún gran evento y la historia se siga repitiendo, con más
revistas y sus fotografías juntos en otros sitios web de socialité y arte y
cultura, porque a ambos también les gusta el arte y la cultura, así que van a
estar siempre asistiendo a museos y a increíbles panoramas y la admiración de los
demás será tan evidente. Deja que hablen de nosotros, amor, que nos envidian, y
no existe la envidia sana. ¿Qué darían por vivir donde nosotros vivimos o
simplemente por ser quienes somos?¿Te lo has imaginado? Mejor tómate otro trago
y sigue contándome sobre cultura y cine y las nuevas problemáticas de la
publicidad en los medios de internet, que eso sí que es interesante y vale la
pena hablar.
No distingue bien entre la realidad y los juegos de su mente.
Tampoco sabe cuánto ha tomado durante la noche, pero sí sabe que su teléfono no
ha vuelto a vibrar para avisarle que alguien más le dio like a su foto. En todo
caso, ya no importa, porque ahora sólo es importante el productor, que se vería
tan bien junto a él. Se abalanza sobre su cuerpo e intenta besarlo con
desesperación, pero la respuesta es negativa. Su expresión ya no es de atención,
sino de absoluto desprecio. Un gran empujón lo lleva al piso, ante la mirada
atónita de todos quienes bailaban en la pista. Escucha risas, ya puede ver como
lo despedazan en todas las redes sociales: el gran escándalo del mes, una
vergüenza. Sí, ese, el de las fotos lindas, intentó darle un beso al Moller,
todos lo vieron, estaba muerto de curado, pobrecito. Qué saben ustedes,
chismosas de mierda, piensa. Intenta ponerse de pie con ayuda de un desconocido
al que también besaría y se llevaría a la cama. Su acompañante, que no es amigo
ni amante ni conocido -y que ahora tampoco es acompañante- está escondido en un
rincón besándose con algún hombre. Son las cuatro de la madrugada y se ha
quedado solo.
Se mueve con torpeza para volver a la barra. Toma asiento y
mira su teléfono para comprobar si hay novedades en Instagram: nada. Pide otro
trago, esta vez una cerveza, pero que sea una grande. El mesero le dice que no
puede venderle más alcohol en esas condiciones. Qué te has imaginado, roto de
mierda, tienes que venderme si quiero. Gritos y más gritos, llegan los
guardias, todo se mueve, todos ríen, no entiende nada.
La sangre corre furiosa a través de sus venas y la presión en
su cuerpo es alta. No sabe bien adónde está, pero camina en alguna dirección y
con un destino claro en su cabeza. ¿Y si mejor voy a darme una vuelta al Parque
Forestal? Allá donde van tantos hombres desconocidos y se tocan y se besan y en
donde me valorarán por lo que soy y querrán tenerme. Ahí va uno, ese que me
está mirando y que se esconde detrás de un árbol, que parece que es viejo, pero
que igual sirve. O el otro, el gordo de pelo cano que está a mi lado y me agarra
el culo. Este también debe querer diversión conmigo, porque le gusto, porque me
veo bien vestido así y tengo bonitas facciones. Nauseas. El entorno gira y se
desliza alrededor de él. Se arrodilla a vomitar mientras dos hombres, quizás
tres o cuatro, se acercan a su lado y lo tocan. Quiere irse, que nadie lo vea
en esa situación indecorosa, que ojalá nadie allí lo conozca. Más vómito y ganas de desaparecer. Pero la ciudad
es más afortunada y desaparece antes que él. Maldita ciudad tan afortunada.
Avena con leche y plátano, pan con mermelada de damasco
traída de la casa de la abuela en el sur y jugo de naranja: el desayuno
perfecto para empezar el día. Suena la Radio Pudahuel y los gritos de su madre
apurándolo, porque ya viene el furgón a buscarlo para ir al colegio. Es un gran
trayecto hasta allá, así que no puede tardarse demasiado. Un beso cariñoso de
la mamá, otro de la hermana y que no olvide la colación, porque en el kiosco todo
es muy caro. Otro día en el colegio nuevo. Otro día más deseando no salir de su
hogar.
El Pedrito, como le dicen sus amigos del barrio, es bueno, solidario,
risueño y muy talentoso, pero, en medio de todos esos niños albinos, él parece
ser el problema. Eso piensan algunas apoderadas del Centro de Padres del
Colegio San Agustín, que
no están de acuerdo con que le estén regalando becas a cualquier chiquillo de
"allá abajo". No por nada Santiago es una ciudad tan segmentada. Si
esos límites sociales y urbanos existen, será por algo. Por eso mismo, ellas no
dudan al decirles a sus hijos que no se acerquen mucho al compañero nuevo,
porque podría hasta tener piojos. Más encima es afeminado, y eso sí que es un
problema. Nadie querría un hijo maricón en la familia.
Se nota que el Pedrito es de otra parte. Incluso, al ver a
todos los estudiantes dentro de la moderna sala de clases, el Pedrito parece
sacado de otro planeta: su sweater no es el mismo que llevan sus compañeros,
ellos usan uno que confecciona una diseñadora en el Mall Apumanque con lana de
alto grado traída desde Punta Arenas. El suyo es opaco, el mismo que usaba en
la escuela anterior, pero al que su madre le cosió la insignia del colegio hace
unas semanas. Además, entre los zapatos viejos, la mochila corroída y el pelo
oscuro, no hay forma de no notar que él no pertenece a ese lugar.
Fue en ese momento en el que su camino comenzó a desviarse.
Bromas que empezaron a hacerle sin malas intenciones, pero que terminaron
transformadas en verdaderas sesiones de tortura. Una tarde entera encerrado en
el baño. Le dijeron que se lo merecía, por pobre y mariposón. Ese mismo día lo
golpearon entre tres. Al final, Pedrito volvió a su antigua escuela luego de
dos años. El tiempo suficiente para que un árbol crezca torcido.
Despertar. No hay noción aún sobre el tiempo y el espacio. Un
lugar que podría ser la habitación de cualquiera. Quizás logró convencer al
chico de la productora para que durmieran juntos, y justo ahora está en la
cocina preparando un desayuno ligero para ambos. O tal vez su acompañante, que
lo rescató y mimó luego de una noche de tantos sobresaltos y estrés para luego
llevarlo a casa, está durmiendo justo a su lado. No, ninguna de las
posibilidades anteriores puede ser real. Esta oscura habitación con olor a
incienso barato es la suya, la de toda su vida, aún con los corchetes adheridos
a las paredes, los mismos que sostuvieron alguna vez esas fotografías de artistas
famosos que venían en la revista TVGrama y únicos vestigios de su niñez.
Se pone de pie intentando recordar qué sucedió anoche y por
qué un dolor tan agudo azota su cabeza. Tampoco sabe muy bien cómo acabó todo
luego de la fiesta, pero prefiere no hacer memoria y así evitar la angustia y
el arrepentimiento. Atraviesa el pasillo para ir al living apenas pudiendo
abrir los ojos. Entonces, al llegar al umbral que divide la casa del resto de
las habitaciones, se encuentra con su madre y su hermana sentadas tejiendo
manteles a crochet. Ríen juntas y bromean sin dejar de mirar el detallado
trabajo que están elaborando. La imagen lo enternece y lo invaden unas enormes
ganas de llorar. Al notar su presencia, las dos lo saludan con cariño y lo
invitan a sentarse, le ofrecen desayuno, que si quiere leche con chocolate o
unos huevitos revueltos para llenar el estómago. Sin decir nada, se sienta
junto a ellas intentando descifrar qué es eso que siente (y piensa).
Finalmente lo comprende: fue el destino el causante de todos
los malos ratos, de los traumas, las golpizas y de todas aquellas pretensiones
obsesivas que lo hicieron ser quien es. ¿Qué culpa tienen esas mujeres de no
haber podido darle ese mundo inaccesible? Sabe que su madre siempre quiso lo
mejor para él, y fue por eso que tomó decisiones apresuradas, pensando en un
mejor futuro para todos. Más que una razón para sentir vergüenza, ella es un
ejemplo de superación y sacrificio, y la ama como nunca amó a nadie. Sólo por
ella siente verdadero amor.
¿Tomémonos una foto? Ya, ponte aquí y tú, rápido, allá. Yo voy al medio y ustedes me tienen que
abrazar, así me veo más como el hombre de la casa. ¿Por qué te ríes, pesada?
Pero arréglate ese pelo antes de que tome la foto, porque o sino no la subo si
sales con esa pinta de recién levantada. Tú igual, eleva el cuello, esa es la
técnica para que no se vea la doble pera. La cámara la pongo desde arriba y así
nos vemos más estilizados. Mamá, así no, porque te ves rara y se nota el rollo.
Ya, yo les voy a decir cuándo. A la cuenta de tres. Pero sonrían un poco pues.
Ya, uno, dos, ¡tres!
Vuelve a su lugar mientras ellas siguen conversando. Mira la
fotografía y la edita en una de esas
modernas aplicaciones de smartphone. Filtros de colores, menos sombras,
más contrastes e iluminación en sus caras. Ahora a Instagram, en donde todos la
podrán ver. Vuelve a mirar la foto. Está casi en línea. Cancelar. Apaga su teléfono. Es hora de almorzar.-
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