Saturday, February 16, 2019

Part time

Veo mi rostro reflejado en el agua. Luce amorfo, macilento, ajeno. Sigo limpiando hasta que la loza brilla. Más cloro, más magic cleaner, más pasadas del escobillón. Termino al fin la taza del water y continúo con el jacuzzi con forma de medialuna. Que no se vaya a rayar, porque estos cuates son bien exigentes, me dice David mirándome desde el pasillo. Imagino a los dueños de casa disfrutando de los beneficios del hidromasajes mientras brindan con vino espumante con alguna canción de Enya saliendo desde los parlantes Bluetooth estratégicamente instalados en cada rincón del baño. Son rubios y delgados, demasiado blancos, demasiado serios, y sus cabellos brillan. Son exitosos. Son canadienses promedio.

Enrollamos los cables de las aspiradoras, ponemos los trapos sucios en una bolsa negra y cada líquido limpiador en los compartimientos del bolso organizador. Margarita se mueve rápido, jamás se detiene, jamás conversa con nadie. Hace su trabajo  en tiempo récord y, cuando termina, es la primera en subirse al auto. David quiere que aprenda de ella, porque tiene mucha experiencia y es una mujer esforzada y agradecida de tener un trabajo, uno digno. Me lo repite ahora mientras caminamos hacia la camioneta para irnos a toda velocidad a otra casa escondida en las montañas. No respondo porque no se me ocurre qué decir. No quiero decirle que Margarita parece una de esas personas sin personalidad o carisma. Que no se trata sólo de que no sabe hablar inglés. Margarita y yo nos parecemos, lo sé, aunque nunca hayamos hablado.

Hileras de pinos, cadenas interminables de ellos alrededor de la carretera. Avanzamos hacia North Vancouver, donde las casas se esconden en las faldas de la montaña nevada. Casi todas con vistas privilegiadas hacia Downtown, kilómetros más abajo. Una península atestada de edificios de acero y cristal. Me siento superior por un momento lejos de allí, aquí, en casa de ricos. Limpiando.

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