Tuesday, October 18, 2016

Agua (29.8.2016)

Un hombre en traje de baño se posó en el trampolín. Hizo fuerza con sus pies sobre la superficie hasta hacerlo batir una y otra vez. Entonces alzó los brazos, juntó las palmas sobre la cabeza y, tras ejercer presión nuevamente, dio un salto veloz y se lanzó en picada dentro de la piscina. Facundo, hipnotizado, vio su cuerpo girar como en cámara lenta y enseguida pensó que sus movimientos eran iguales a los de las olas en el mar. Tras la mampara empañada que lo separaba de la zona de baño, pudo distinguir la silueta de esa persona atravesando la capa cristalina hasta convertirse en una figura indeterminada y borrosa bajo el agua. Sintió la urgencia de lanzarse así también, frente a todos, sin miedo ni vergüenza, pero sabía que era incapaz.

Atravesó la recepción con la mirada puesta en el piso, contando los cerámicos de dos en dos. Era un ejercicio divertido y le servía como pretexto para no tener que hacer contacto visual con las encargadas o saludarlas. Muchas veces sintió el peso de sus miradas molestas puestas sobre su nuca al pasar, pero jamás se volteó para comprobarlo. Ellas nunca lo comprenderían, aunque eso en realidad no le interesaba demasiado. Esta vez optó por contar hasta la entrada de los vestidores, desde donde pudo oír el rumor de las voces masculinas allí dentro. Se detuvo paralizado por la angustia al imaginar el cuarto lleno de hombres desnudos hablando de fútbol, de minitas, jugando a golpearse con las toallas, sin mirarse bajo los rostros ni por accidente. Las indicaciones de su psicólogo le parecieron más absurdas que nunca antes, un sinsentido absoluto. Hacer ejercicio ahí, con todos esos seres entre medio, no era más que un acto suicida, no un ayuda extra para canalizar sus emociones.

Por un momento pensó en volver a casa, alejarse de ahí y no pensar más en la idea del deporte, pero algo lo impulsó a quedarse y entrar al vestidor. David Montoya, como cada viernes al mediodía, entraría a la piscina con su traje de baño rojo que compró en Miami, ensimismado, sin mirar a nadie. La idea de verlo, de quizás acercarse a hablarle, fue la razón para volver a mover los pies y entrar al camarín. Pudo marcharse y no sentir la incomodidad de los cuerpos desnudos frente a sus ojos, pero el deseo de hablarle era más grande. Algo así como una necesidad vital.

El vestidor era un largo pasillo cubierto con una alfombra sintética verde para absorber la humedad. A cada costado, bajo los casilleros instalados en las paredes, estaban ubicadas las bancas en donde los desconocidos se sentaban para vestirse, desvestirse o simplemente conversar. Facundo entró en silencio, apretando con fuerza la toalla que llevaba en una de sus manos, sin siquiera levantar la vista para comprobar dónde estaba su casillero. En realidad, al ver el número de la llave que sacó en recepción, supo que debía estar casi al final. Fue hasta allá con el corazón acelerado golpeando su pecho, viendo de soslayo las figuras color piel a sus costados. Las imágenes difusas que pasaron a su lado como proyectadas pudieron ser vientres y brazos marcados por la natación, los cuerpos en forma de embudo, de torsos anchos, músculos alargados, cintura estrecha y ni un solo gramo de grasa. O quizás sólo era lo que su mente quería imaginar. Tomó asiento al final del cuarto, en donde se sintió protegido, como si esa esquina húmeda fuese el búnker desde el que se enfrentaría a la desnudez. Sí, porque desvestirse ahí era parte de una guerra personal, una situación que lo aterraba tanto como las horas obligatorias de educación física en el colegio, la tortura adolescente. Vino a su mente la imagen deformada de sí mismo hace quince años, cuando se sentaba bajo las graderías del patio del colegio para no tener que participar de la clase. Verse siendo aquel niño obeso de mejillas coloradas, con el acné vivo marcando su rostro y el primer bigote sobre el labio (una desagradable pelusa gris) le produjo una sensación de aguda incomodidad, como si alguien hubiese arrastrado las uña sobre un pizarrón.

De a poco empezaron a salir los hombres del vestidor hasta que no quedó nadie. Facundo dejó de simular que escribía mensajes por teléfono y comenzó a desvestirse con movimientos calculados, mirando a ratos hacia los lados para asegurarse de que nadie viniera. Se puso la toalla enrollada en la cintura y se sacó los pantalones por debajo, previniendo ser visto. Se preguntó por qué los vestidores debían ser siempre compartidos. ¿Acaso la privacidad no era relevante? ¿Podía ser visto en su completa intimidad por otros tan sólo por tener el mismo pedazo de carne colgando entre las piernas?
Cuando sintió el ruido de las puertas batientes se cubrió las piernas con un movimiento brusco, como si de pronto alguien lo hubiese descubierto guardando entre sus ropas algo que no le pertenecía. Se volteó molesto, aunque incapaz de hacer o decir algo (como siempre) y sintió como la habitación vaporosa pareció reducirse a su mínima expresión y el aire húmedo tornarse fangoso hasta casi no poderlo respirar. Era David Montoya en persona iniciando su mañana de deporte (sabía que vendría). Caminó hacia uno de los primeros casilleros rodeado de un halo de indiferencia, pensado quizás en su vida perfecta, en sus negocios en el extranjero, en que debía mantener bien ese cuerpo macizo y marcado, en la responsabilidad de ser un padre de familia, de mantener la casa tan costosa (Vitacura 387, Vitacura 387) en no olvidar pedirle a su asistenta que fuera pronto por los regalos de Navidad de sus hijas. No miró a Facundo, ni siquiera lo notó allá en el fondo, como si no fuera más que otro de los casilleros, un casillero de enormes proporciones, oxidado y abandonado, acumulando nada más que basura, bolsas con olor a humedad y ropa interior olvidada. En cambio él lo observó durante esos tres minutos, se fijó en la forma pausada de sus movimientos al desvestirse frente al espejo (igual como lo hacía en su habitación al llegar de la oficina), los ademanes exactos y duros, propios de un hombre bien educado y seguro de lo que significa ser un hombre. Porque David siempre fue un hombre en toda dimensión de la palabra, un macho alfa. Desde los primeros años en que fueron compañeros, lo recordaba siendo un hombre real, más desarrollado que el resto, más perspicaz. Todavía podía escuchar esa voz gruesa que llenaba la sala y hacía a sus compañeras voltearse a verlo. Y cuando deslizó los boxers hasta el suelo dándole la espalda, vio su trasero levantado, como de película porno, y se maldijo por nunca haber hecho algo antes para mejorar su cuerpo. Ahora era demasiado tarde y la obesidad mórbida de hace una década había dejado sus pieles sueltas, como cortinas vivas pegadas a los músculos. David seguía igual, pese al paso de los años, e incluso conservaba la altanería tan propia de sus movimientos, expelía seguridad. En sus treinta años vivía aquel adolescente hermoso y popular, de buena familia y con grandes capacidades de liderazgo. El personaje cliché de cualquier película de adolescentes que con una sola mirada era capaz de dar órdenes, de agrupar a los más sumisos, de encantar a cualquiera, incluso a Facundo.

No se dio cuenta cuando David salió del vestidor, aunque estaba seguro de que no le había concedido ni una sola mirada. Era probable que en esos minutos, a solo unos metros de él, ni siquiera se hubiese percatado de su presencia. Se puso de pie, cerró el casillero y caminó hacia la puerta, sintiendo algo que podía ser rabia o quizás autocompasión. Se encontró frente al espejo de la entrada y se preguntó si eso que vió ahí era un hombre. ¿Qué era? No sabía, pero dolía verse con la juventud tan oculta bajo todos esos quilos de piel sobrante. No ayudaban mucho las pantorrillas tan delgadas ni los brazos demasiado largos; todo incomodaba a la vista. Y la cicatriz que atravesaba su cuerpo estableciendo límites como en un mapamundi era algo deprimente. La mancha en forma ovalada comenzaba sobre la rodilla derecha, de forma semi triangular, hasta ocultarse bajo el traje de baño y volver a aparecer en la cintura, sobre la pretina. Más arriba, casi llegando al ombligo, la marca plana se volvía porosa y áspera, la cordillera en el mapamundi, llena de relieves y cavidades. Injertos de piel oscura que intentaron arreglar una tragedia, mejorar aquel daño permanente sin éxito.

El fulgor de las llamas todavía iluminaba algunas de sus pesadillas.

***
A su mente regresan las imágenes de las cálidas mañanas del año 2000, cuando sus propias inseguridades no le permitían socializar con cualquiera. De todas formas, no era difícil pasar desapercibido. De la casa al colegio, del colegio a la casa, no hablar mucho, no opinar en clases, no mirar a los hombres haciendo deporte (jamás): las reglas de oro, el manual de supervivencia. Entonces en la sala repleta de quinceañeros, una olla de hormonas, aparece la imagen de David con el uniforme impecable y el cabello peinado hacia el lado. Está junto a sus amigos, los mismos que lo acosan lanzándole la pelota en la cara, diciéndole “guatón marica”, los enemigos naturales de quienes debe huir a la salida.  Intercambian tazos o cartas o algunas de esas cosas de “niños-hombres”, el término que usa la orientadora a veces para sugerirle cómo debe comprtarse (mientras Facundo se pregunta cómo se es niño-hombre). El profesor ahora entrega las pruebas de Matemáticas. David sacó otro siete, como siempre, y se para sobre la mesa haciendo una reverencia o lo que sea eso que hace Marcelo Salas, el jugador de fútbol. David quiere llamar la atención, y de verdad lo logra: siempre con las bromas a flor de piel, las ideas ocurrentes y las ganas de socializar, de estar en la mente de todos. Por eso ahora va a su puesto y Facundo está a un segundo de sufrir una crisis de pánico. David le dirige la palabra por primera vez, luego de tomar una silla y sentarse frente a él. “Voy a celebrar mi cumpleaños”, le dice con una sonrisa que le parece honesta, mostrando los dientes parejos y ordenados. “¿Vamos?”. Una invitación real a un cumpleaños. Facundo no logra mirarlo a los ojos, pero trata de hablar simulando terminar un ecuación matemática en su cuaderno. Quiere llorar, abrazarlo y seguir llorando, darle las gracias por esa oportunidad, pero nada de eso sucede. Le dice que irá, y David se alegra tanto que le da una palmada en el hombro seguida de un apretón de estómago que lo deja helado. David posó la mano sobre su enorme panza y no está seguro de si eso es bueno o malo. El sabor metálico de la sangre invade su boca.

***
Todo estaba en silencio cuando Facundo entró al salón de la piscina. Dejó sus cosas sobre una de las sillas reclinables junto a la puerta y caminó descalzo hasta la escalera de acero que se perdía bajo el agua. Pese a que nadie lo observaba, tomó asiento sobre el borde y sólo en ese momento fue capaz de sacarse la polera. ¿Dónde estaba David? Quizás en el gimnasio o en el sauna o simplemente se había ido. El sonido de su cuerpo saliendo del agua fue la respuesta. David estaba en lo más profundo de la piscina, al parecer estático, como un cocodrilo acechando a su presa. Facundo se cubrió el torso con los brazos como por acto reflejo, humillado. ¿Cómo no se dio cuenta de que estaba ahí? Bajó rápido la escalera sin mirar y se lanzó torpe al agua hasta sumergirse. Allí abajo, donde los rayos del sol colándose por el techo de vidrio no lograban penetrar, vio las piernas de David al otro costado de la piscina. Se imaginó en la playa con las mismas piernas de deportista, tonificadas y cubiertas de pelo dorado, trotando en dirección al horizonte (al éxito) mientras hombres y mujeres alrededor lo aplaudían y alentaban. No pudo evitar reírse con aquella escena burda, dejando entrar el agua en su boca. Sintió que se ahogaba y estiró los brazos con desesperación intentando nadar hacia la superficie. Salió tosiendo y quejándose sin recuperar del todo la respiración. Una salida escandalosa, pensó mientras se acercaba a la escalera para volver a los vestidores. Ya había sido suficiente para él. Pero antes de poner un pie fuera del agua, miró a David, que seguía parado al otro lado de la piscina sin mirarlo, sin preocuparse en absoluto, con los ojos pegados en su smartwatch último modelo a prueba de agua que compró por eBay el 12 de octubre. Sí, Facundo había visto la factura electrónica en su email; 350 dólares más gastos de envío. Uno para Rebeca, otro para Laura, uno para su esposa y uno para él. Los fue a buscar a las oficina de FedEx tres días atrás, ansioso por usarlos, se notaba en su rostro cuando lo vio bajar de su auto y cruzar la calle con un cigarrillo en la boca. Todo eso recordó y pensó que a veces odiaba al mundo gracias a él. Por eso se atrevió a acercarse: había llegado el momento de recibir una disculpa. Flotó impulsandose sólo con los pies en dirección hacia David, silencioso, con la mitad de la cabeza fuera del agua. Tocó su espalda y él enseguida se volteó serio, con las facciones de hierro. ¿Necesitas algo?, le dijo David con un movimiento labial casi imperceptible, igual a los de un ventrílocuo. De tan cerca se veía mucho más atractivo que en las fotografías que decoraban las paredes de su living lujoso e inmaculado. ¿No te acuerdas de mí? Soy Facundo, fuimos compañeros.

No, Facundo, no recuerdo haberte visto antes.

***
La casa perfecta de David, con un jardín interminable y tan verde como la camisa Polo que lleva puesta. Lo recibe entusiasmado, con un abrazo cariñoso, si hasta puede sentir el olor cítrico de su perfume. Muy veraniego, piensa Facundo, que ahora entra tras David intentado ocultar la barriga de alguna forma. Estira la polera, se sube el pantalón a la cintura, pero no hay caso, esa guata no tiene solución. Pánico y adrenalina más unas ganas enormes de salir corriendo. Todos están en el living y no están sus padres. Son treinta o cuarenta personas, algunos sus compañeros de curso y también están los que los molestan, infaltables. Esos tres lo miran al entrar y siguen bebiendo shots de tequila, como si no les importara su presencia. Se alivia enseguida, porque prefiere ser ignorado antes que humillado. Suena esa frase en su cabeza con la voz ronca de algún locutor radial: mejor ser ignorado que humillado. Si fuera un producto, ese sería su eslogan publicitario. Ríe pensando en la idea y tres mujeres vestidas de cuero lo miran con cara de asco y ahora son ellas las que ríen. Pánico otra vez, segunda vez esta noche, ¿y si mejor me voy? Camina hacia la mesa a comer algo. ¿Es el guatón maricón ese? Alguien susurra eso o algo así, creyó escuchar eso. Sí, lo escuchó, se burlan de él esas tres tipas que ahora lo apuntan. La rubia le dice algo en el oído a la otra y ambas se ponen de pie (Facundo, huye). Facundo ahora avanza por el pasillo, cuenta los cerámicos de dos en dos hasta casi llegar a la puerta de salida. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Facundo, ¿adónde vas? Ven. Es David con su polera Polo y el olor cítrico y la barba de unos días tan delineada y Facundo con su bigote asqueroso-pelusa. No te vayas, ven, acompáñame. Al parecer nadie los sigue. David lo toma de la mano y entonces el mundo realmente se podría acabar. Ven, Facundo, te quiero mostrar algo. Si temblaba de terror, ahora es por la emoción. Es David que lo toma de la mano, ¿es David? Su cara tan bonita y el olor cítrico. Todo es demasiado. Todo es como las películas adolescentes, los clichés de las películas escolares. Se ve recibiendo la corona de reina en la fiesta de fin de año, las luces y todos aplaudiendo y entonces cae la sangre de cerdo sobre él, sobre su vestido blanco perfecto. Se ríe de nuevo y David le pregunta por qué lo hace. Porque esto es como una de esas películas terribles del colegio. Pero yo no te voy a hacer nada, Facundo. Lo que pasa es que mira, gordito, ven. Gordito. Odia esa palabra, pero como la dice David suena tierna y al fin se siente a salvo porque está con David Montoya. Entran a la habitación del final del patio y parece que ya es de noche y no hay mucha luz. Es un cuartito como estilo cabaña, con el piso de madera y el olor a Raid para matar a los zancudos. Siéntate aquí un ratito. Te quiero decir esto, Facundo, cierra los ojos. Sí, ese es el momento en el que lo humillan. Pero no siempre todo tiene que ser como en las películas, no siempre los rechazados son humillados y marcados para toda la vida. Lo sabe ahora que ve a David con los ojos cerrados a unos centímetros de su rostro. Se van a besar, la intensidad del perfume cítrico lo comprueba. Cierra los ojos. Pero no sucede, porque sí es como en las películas. Entra el trío de huevones que lo molestan, llevan máscaras de Gasparín y saltan y se ríen y David entonces ya no está. Guatón maricón culiao, eso le dicen, pero como cantando y lo meten dentro del closet, David lo mete dentro del closet. Los cuatro lo fuerzan a entrar a ese agujero negro y él grita y pide ayuda, igual que en las películas, y se siente tan estúpido por caer en algo así cuando todo siempre fue tan obvio. Está encerrado, abren y cierran la puerta y le tiran cosas dentro, peluches, comida, cerveza. David también lo hace con la misma sonrisa honesta y atrás están las niñas de cuero riéndose. Tenía que pasar como en las películas. Le hacen agujeros en la ropa con los cigarros y siente como eso quema su piel. El cigarro, la ceniza del cigarro, prende su ropa, prende toda su ropa porque había alcohol en ella mientras grita desesperado y los niños con máscaras ya no se están riendo para nada ni David ni nadie. David llama por teléfono y las mujeres le echan agua encima con el rostro lleno de terror. Todo es como en las películas adolescentes. Arde la piel y el corazón. El fuego no se apaga.

***
Facundo una vez más miró a David, que seguía de pie al fondo de la piscina mirando su smartwatch, y entendió que las personas como él nunca cambiaban. Pensó que en realidad era como esos personajes de las películas que se repiten de producción en producción: villanos efectivos, pero demasiado utilizados a esas alturas. Fue por eso que no insistió, no quiso vengarse cuando él simuló no conocerlo. Debía dejarlo ir de una vez por todas. Hundió la cabeza bajo el agua por última vez, convencido de que nunca más volvería a ese lugar. Pero algo llamó su atención en la profundidad: un objeto circular y negro de plástico que sobresalía en el piso celeste, justo en el centro de la piscina. Era el tapón, tan grande y mal puesto que parecía una verdadera obra del destino. Facundo se rió imaginando cómo sería ser alguna vez ser el villano, aunque fuera sólo por un par de minutos.-


Al otro lado (17.11.2015)


I.                    S o b e r b i a

Acostado sobre el edredón blanco de su cama king size, Aníbal está desnudo fumando un pito de marihuana que sacó de su cultivo indoor. Ve una cinta de Gus van Sant en la que dos hombres se pierden en un desierto de algún lugar de Norteamérica, y se les puede ver caminando en planos generales interminables en busca de una solución. Uno de ellos es maricón, piensa, y está seguro que quiere chupársela al más alto. Esta película es una mierda. Cierra los ojos y cambia al actor más delgado por Michael Fassbender. Entra a escena, también se pierde en el desierto con el alto de barba y con Fassbender. Los protagonistas están de rodillas ahora, mientras Aníbal sigue de pie. Se la chupan mirandolo a los ojos y oye a las aves carroñeras graznando a lo lejos. Perras, putas, ¿está rico?, ¿está rico el pico, putitas? Siente el viento gélido acariciando sus mejillas mientras Fassbender le pide que por favor lo folle pronto. Dentro de la pantalla de su LED y en la vida real acaba, manchando con su líquido los rostros de los actores y el cubrecama.

Enciende su teléfono para buscar alguna aventura, algo que no demande mucho tiempo ni esfuerzo ni mayor diálogo. La punta de su lengua, como por acto reflejo, roza sus labios, los entibia, produciéndole una segunda erección que reafirma su idea de encontrarse con algún desconocido esa noche. La aplicación de su smartphone muestra diferentes rostros, torsos, bultos, culos. Sabe que aquellas imágenes son deformaciones de realidad, pero que al menos sirven para garantizarle que no llegará a encontrarse con algún obeso o adefecio con principios de enanismo. Así se evita el mal rato.

Enseguida halla uno: se llama Pedro, 26 años, es guapo y exhibe un cuerpo trabajado y bien definido en su fotografía principal. Labios carnosos, cabello rojizo, nariz recta, paquete marcado. Moderno con lugar en Cerro Navia, señala en su breve descripción, que le suena como el eslogan de algún taller mecánico de medio pelo. Detesta la idea de atravesar Santiago, pero un lunes al atardecer no es el mejor momento para conseguir sexo, al menos de forma gratuita. Resignado, camina desnudo por el pasillo con el edredón entre sus manos. Baja hasta el lavadero y Franca, la empleada, enseguida mira hacia otro lugar, avergonzada y sin decir una sola palabra, acostumbrada a esas actitudes que Aníbal siempre tiene. Pone la ropa de cama sobre la tapa de la lavadora y sube al baño para tomar una ducha rápida.

***

Diez de la noche, media hora de retraso y la Avenida Kennedy abriéndose frente a él. Un peinado a lo Duran Duran, la chaqueta de cuero y los blue jeans rasgados, el look ideal e intencionalmente casual. I am the son and the heir of a shyness that is criminally vulgar, canta Morrissey desde la radio de su Volvo rojo. Ve su cara en el espejo retrovisor y sonríe, porque nada puede deternelo. ¿Qué diría su madre? Diría que eso es peligroso, que así se puede matar, que se deje de fumar tanta droga porque ya parece un huevón. Pero eso da lo mismo, porque ella está en Japón desde hace nueve meses aprendiendo una disciplina que no recuerda el nombre, y que sirve para hacer fluir la energía corporal, o tal vez es algo como un apostolado. Tampoco le interesa el tema de la disciplina ni la energía ni la imagen recurrente de su madre siendo penetrada por un micropene japonés.

Gire a la derecha y después su destino estará a la derecha, dice la voz femenina de acento español que sale de su GPS. Cree estar cerca, aunque no está seguro, ni está seguro de estar a salvo en el lugar. No puede evitar imaginarse rodando por una quebrada envuelto en una bolsa de basura, agónico, con las heridas abiertas después de la extracción de algunos de sus órganos. Ve a su madre dejando por unos días los micropenes y bukkakes para asistir a su funeral, vestida de negro, dramática, con sus tetas llenas de silicona envueltas en tercipelo y encaje. En ese preciso momento, desea más que cualquier otra cosa poder lavar sus manos. Disminuye la velocidad, ya está llegando, no puede creer que está ahí, entrando en una población desconocida, una boca de lobo.

Casas pareadas de ladrillo princesa sin pintar y las rejas y vidrios rotos y clavos cubriéndolo todo. Silencio incómodo, silencio de barrio de noche, del tipo que se interrumpe por los ronquidos de las narices con pelos y restos de cocaína pateada en el block de allá enfrente, por orgasmos de la vieja de la esquina, por las escenas de celo que terminan en asesinatos que luego salen en los canales que él nunca ve. No quiere bajar del auto, sólo quiere lavar sus manos. La sucesión de imágenes en su cabeza le juegan una mala pasada, lo sabe. Bip y vibración de su teléfono. Una nueva notificación de Instagram, alguien le ha dado like a 40 de sus fotografías. Son 40 de las 743 imágenes de su vida que están en la red. Nada de selfies ni cosas de mal gusto; son capturas tomadas por otros, pocas veces mirando a la cámara, siempre natural, en algún bello paraje de la India o escalando una montaña en cualquier parte del mundo, acompañadas todas de textos sobrios o fragmentos de alguna canción en inglés. Revisa la página de quien lo visitó y descubre con desagrado que es de Pedro, el tipo con el que follará, que justo ahora se asoma entre los visillos apolillados de su living-comedor para ver quién está en el auto. Selfies, muchas de ellas, los biceps y triceps duros y apretados, un bello cuerpo opacado por la poca prolijidad de las capturas. Un rollo de papel higiénico como parte del decorado, las poses burdas para resaltar los músculos, una mala depilación abdominal y la letra de una canción de Taylor Swift como uno de los tantos captions. Se abre la puerta de entrada y sale Pedro a recibirlo, vestido con un buzo gris y unas zapatillas Adidas blancas, como nuevas. Podría pisar el acelerador, olvidarse y llegar a casa a beber una botella de Arizona  mientras ve un capítulo de Grey’s Anatomy, pero no, porque el chico que sonríe desde afuera de su auto está bastante decente, aunque quizás “aceptable” funcione mejor para definirlo. Regresar sería haber perdido el tiempo, no atreverse, ser un cobarde y, peor aún, un prejuicioso sin remedio. Así que se baja y lo saluda como lo hacen los caballeros, dándole la mano, la misma que desde hace un rato quiere lavar.

Aníbal sigue al anfitrión y atraviesa el antejardín atestado de duendes de greda a mal traer. Posa sus ojos en su nuca, mientras lo escucha relatar cómo fue su tarde, lo difícil que estuvo el exámen de cocina, lo aburrido de tener que moverse cada mañana para ir al instituto, que está mega lejos. Mega, ¿qué es esa hueá? Al entrar al living-comedor-cocina-lavadero, descubre de inmediato que en esa casa vive gente religiosa. Las vírgenes maría lo observan con sus miradas reprobatorias, cubiertas de flores y listones y escarchas y brillos y luces LED. Versiones y reversiones de la santa en todos los formatos: calendarios, cuadros, velas, muñecas. Sí, mi abuelita es bien creyente, me encanta que le gusten estas hueas, dice Pedro llevándose las manos a la boca para morderse las uñas, aún de pie y sin dejar de moverse. Movimientos de nerviosísmo y ansiedad, de querer simpatizar, algo que Anibal sabe, porque lo aprendió cuando asistió a unas cuántas clases del primer semestre de psicología, y le encanta, es como buena nutrición para su ego. Luego se sientan y beben un poco de las botellas de Aperol que llevó. Pedro habla de la lepidopterofóbia y también de su hermana que está ‘en cinta’, lo que a Aníbal le parece muy gracioso, aquella forma de decir que está embarazada, tan gracioso como la vieja estampada en uno de los cojines del sillón. Los dos ríen y a Pedro le brillan un poco más los ojos. Aníbal cree que Pedro es simpático, como su casa y los cuadros y la vieja del cojín. Entonces pasa media hora de reloj y ya han bebido dos botellas de Aperol, están un poco ebrios y conversan dejando de lado la distancia, uno al lado del otro, y las vírgenes los miran y también esas figuras raras que cuelgan del mueble de la esquina donde se guardan vasos y esas cosas que no sabe qué son. Tú pareces pintor, ¡te apuesto a que eres artista!, dice Pedro a toda voz, dejando salir una emoción que le hace sentir una vergüenza desagradable, vergüenza ajena. No, yo soy traductor, le responde arrastrando las palabras. Miente, no es traductor, no hace nada, aunque para terminar la carrera le faltaron sólo dos años. Pero ese tema es muy fome, hablemos de otra cosa, y sin darse cuenta ya están besándose con desesperación. Apagar la luz y caminar a tientas en la oscuridad adivinando los pasillos de esa casa enana laberíntica de ampliaciones sobre ampliaciones. Besos con lengua, sentir su piercing moviéndose, abrir los ojos y ver los de Pedro cerrados y tras él, una corona navideña colgando en una pared de la pieza con dos catres, apenas iluminada por la luz de una lamparita sobre el velador. Pedro es de menor estatura, así que de puntillas alcanza su boca, temblando, aunque también puede ser por los nervios incontenibles que a Aníbal ya no le parecen tan simpáticos, porque él venía a culiar no más, no a ver como este tipo se ponía nervioso por su sola presencia. Igual lo besa y no le gusta su olor, pero lo besa. También siente un bulto escondido tras la tela del buzo. Lo palpa y sabe que es una verga grande que quiere y que lo hace olvidar a la virgen y a la vieja del cojín y a su mamá en Shibuya o Sumiyoshi-ku, ya no recuerda. Su mamá. Desliza su lengua con una agresividad grosera y sucia y su lengua áspera, igual que la de los gatos, sobre el bigote y la barba de tres días de Pedro. La vieja, por qué la vieja en un cojín. ¿Qué pasa? ¿No te gusto? Un tono neutral, un poco tierno y caviloso. Pedro le toma la mano y la pone subre su culo depilado, y eso sí le gusta y lo calienta, aunque está mareado y todo se mueve un poco. Por qué, si no tomé tanto. Las vírgenes, mamá, el flaite. Un grupo particular de individuos, tan distintos todos, pero que se calientan y se erotizan, a pesar de lo que dice la biblia. Así que vamos, flaite, vamos y follemos, aunque no sepa mucho sobre lo que está pasando, aunque esté mareado, aunque la virgen nos mire. Está feliz este flaite, yo sé que le gusto, me debo ver rico con este boxer, ¿te gusta? ¿Y si me lo sacas un poco? El teléfono, ya, buena ide/

***
Desayuno para dos: tostadas con margarina, jugo de naranja, un poco de leche, pan de pascua artesanal, todo puesto sobre una bandeja de plástico floreada. Pedro está apoyado en el marco de la puerta y anuncia su presencia en la habitación con un despiertaaa cariñoso. Aníbal entonces sale de un sueño profundo sin entender demasiado sobre la noche anterior, asfixiado entre las sábanas con olor a naftalina. Gira su cabeza y ve al chico vestido con un pijama azul, sonriéndole como si se conocieran desde siempre. Se incorpora de a poco, aquejado por un dolor de cabeza al que no le encuentra razón de ser, sin siquiera considerar que a sus 28 años una resaca se sufre tres veces más que en los primeros años de los 20. Tómate este juguito, niño lindo, antes que la caña te termine de matar. Mi mamá llega en un rato de la pega y no quiero que te vea aquí, así que no te demores mucho. Oye, pero yo quiero volver a verte.

Yo quiero volver a verte. Pedro, el meloso, se acerca y se sienta al costado de la cama, junto a sus pies, y pone la bandeja sobre el regazo de Aníbal, que está de espaldas sobre la cama con las piernas estiradas y el rostro vacío. Mastica unas palabras que no sabe cómo decir, que no tiene por qué decir, porque este chico que lo mira con tanta ilusión no tiene nada más en común con él que el lenguaje del sexo. La luz del exterior no lo ayuda a orientarse en el tiempo, pero está consciente de que es tarde y de que quiere marcharse. Por eso le dice que mejor se va y que no es buena idea verse otra vez, y mientras se viste ante la mirada de decepción de Pedro, piensa en el abísmo existente entre ellos. Asume ser del tipo de personas afortunadas que nacen con un pase de acceso VIP a la vida, con un derecho vitalicio a hacer y deshacer, a ser quienes se le plazca, porque la belleza física y la vida que les tocó son la promesa de una existencia llena de felicidad y aceptación social. Lamentaba, tal vez un poco, que el caso de Pedro no fuera igual, porque podía ver en él algo transparente, cierta nobleza de espíritu que llamaba su atención. Sin embargo, aquellas cualidades no eran suficientes, así que –sintiéndose un tanto culpable- decidió salir de la casa diciéndole a Pedro tú sabes que no funcionaría, somos muy diferentes. Chau, cuídate.

Fue al living, miró las vírgenes por última vez sintiéndo escalofríos y salió para volver a su casa, para no ver más a aquel ser que observa el mundo desde el mirador opuesto al suyo.










II.                  P a r a n o i a

Un kimono negro y un ramo de nomeolvides. Es su mamá que regresó de Shibuya. Es su mamá caminando por el bandejón central de la ciudad, cualquier ciudad. Es su mamá cruzando la calle temeraria, a punto de ser atropellada. Es ella quien le hace señas sin dejar de sonreir. Es ella que le dice ven ven, ven ahora, pero Aníbal no puede moverse ni acercarse al centro de la autopista, a pesar del camión que se acerca y del impulso que siente de rescatarla. Entonces, justo cuando el vehículo la arolla, abre los ojos y todo está oscuro. Es su habitación, lo sabe, aunque no ve nada. Intenta moverse sin resultado, tal vez por el miedo que le produjo la horrible pesadilla. Sólo puede pestañar, respirar y ver a esas dos siluetas que están paradas en el marco de su puerta. Quiere gritar, pedir ayuda, despertar a Franca que duerme en la pieza de al lado de la cocina y preguntarle si puede dormir junto a ella porque tiene mucho miedo. Pero no, porque es imposible, porque la voluntad que tiene sobre si mismo no es suficiente para ponerse de pie. Las siluetas caminan lento hacia él, lo rodean, observándolo con sus rostros inexistentes. Aníbal llora y emite quejidos ahogados en su propio llanto. Opta por cerrar los ojos, esperar lo inevitable, y –anestesiado por el terror- vuelve a dormir otra vez.

***
Han pasado ocho días desde su encuentro con Pedro y siete desde que tuvo la pesadilla de las sombras, suficiente espacio como para que su mente colapsara entre pensamientos delirantes e ideas absurdas. Además, con tanto tiempo sobrante de su año sabático, le es imposible dejar de elucubrar sobre lo sucedido. Cree ser víctima de un hechizo o brujería relacionada con esas vírgenes, las posibles causantes de los problemas de salud y malestares que lo han aquejado durante la semana.

Se levanta con un agudo dolor en las piernas y se mira en el espejo, al igual que cada día. Busca nuevas líneas de expresión, manchas en el rostro, algún exceso de grasa, pero no halla nada nuevo. Utiliza el espejo-lupa del baño para ver con más detalle bajo sus ojos. Bolsas culias, parezco cualquier cosa.

No todos los días se amanece con ganas / estoy feo L, tipea desde su teléfono para acompañar una nueva foto en Instagram, tal vez la primera o segunda que se toma él mismo sin polera. En los próximos minutos, sus 10 mil seguidores debieran apoderarse de su página, llenarla de piropos, de invitaciones a salir, de halagos por su belleza, por su físico envidiable, por su peinado medio ochentero o por la falsa espontaneidad de las tomas. Pero nada de eso ocurre, porque en una hora sólo ha recibido 90 likes. Nervioso, revisa su teléfono sin saber qué hay de malo en su captura. Tal vez fue el filtro que le da un aspecto demacrado, y por eso mismo su amigo Andrés posteó risas y un emoticón, para burlarse porque se ve mal. Y Pedro, ¿por qué Pedro no da like a mi foto? Enseguida entra a su Instagram, invadido por una excitación desconocida, y descubre que ya no lo sigue en esa red social ni en ninguna. Pedro lo eliminó de todo.

Decidido a encontrar respuestas, se concentra en la labor de dar con pistas que lo ayuden a aclararse. Ve las fotografías de Pedro, a sus amigos, los lugares que frecuenta, y todo le parece tan lejano, como si las páginas de la red social le mostraran cómo es la vida en otro planeta. Aún así, siente que lo que ve es cierto, una persona que no maquilla su realidad tanto como el resto de los comunes.

Desde su punto de vista, la mejor forma de solucionar el problema es acercándose a él siendo amistoso, así que, sin pensarlo demasiado, envía a Pedro un mensaje por WhatsApp.

Aníbal: ¿Te tinca una junta?
Pedro: Pense que no queriai verme mas.
Aníbal: Cambié de parecer.
Pedro: Es que no es tan llegar y llevar.
Aníbal: La vamos a pasar bien.
Pedro: Donde nos juntamos?
Aníbal: ¿Dónde quieres juntarte, loquillo?

***
Aníbal camina por uno de los senderos principales del Parque de los Reyes, sin saber bien en qué parte lo espera Pedro. Le dijo que casi al final del camino, a la altura de los tajamares y a un costado del Mapocho, pero su GPS no sabe dónde está ese lugar.  Evita apurar el paso por miedo a sufrir un nuevo episodio de tos -ya van tres en lo que va de la tarde-, aunque si fuera por él, correría sólo para solucionar el asunto cuanto antes.

Hola, te estaba esperando. Es la voz de Pedro, que está sentado sobre uno de los antiguos tajamares abandonados en el camino.

-          ¿Te costó mucho llegar? Sabía que te ibas a perder.
-          ¿Por eso me hiciste venir hasta acá? ¿Para que sufra? –responde Pedro acercándose a él sin poder ocultar su molestia.
-          Ya, ya, ya, déjate de dramatismo y siéntate aquí conmigo. ¿Una cerveza?

De un salto, Aníbal queda sentado sobre la superficie porosa, al lado de Pedro, y aún no recibe la cerveza.

-          ¿Qué pasa? ¿No quieres cervecita? ¿O pensai que le puse droga como en las películas? Musho rollo…
-          Ya, si no es eso -miente-. Lo que pasa es que he estado súper enfermo y estoy con antibióticos.
-          Enfermo de rico yo creo.

Aníbal siente el impulso de burlarse de Pedro por lo que acaba de decir, pero decide no hacerlo y termina por aceptar la cerveza. Y es que no sabe por qué, pero hay algo en él que le inspira cierta confianza. Tal vez su sencillez o la facilidad que tiene para despojarse del miedo o de la vergüenza sin importar quien esté enfrente.

Una vez cuando chico me quedé encerrado en la pieza de la casa vieja de un vecino, éramos bien amigos. Estábamos jugando a las escondidas o algo así. Parece que era la casa de su abuela. El punto es que filo, estaba yo ahí encerrado y no escuchaba a mi amigo. Entonces se me ocurrió acercarme a un closet, de esos roperos grandotes de madera, y abrí la puerta como medio asustado. No me voy a olvidar nunca: apenas moví las puertas salieron cientos, miles, ¡millones de bichos alados! Libélulas, polillas, mariposas, eran muchos, que se esparcieron por toda la pieza, sobre mi cuerpo, en todas partes estaban. Y yo no sabía qué hacer, me puse a gritar, porque los sentía ahí encima, en el cuello, en las piernas. Era el medio espectáculo, verlos volando libres por ahí y en todas las direcciones, pero eran demasiados, todo quedó tapado, ¡a mí se me tiraban encima! Me gustaría recordarlo como algo bonito, pero no puedo. Por eso es que me dan miedo.


Aníbal escucha con atención la historia de Pedro, intentando recordar la última vez que vio una libélula. Fue esa vez que andaba de paseo con sus padres antes de que se separaran, hace ocho o nueve años atrás, conociendo el Embalse Puclaro en el Valle del Elqui. Andaban en un Nissan V16, los tres, paseando por las calles y lugares emblemáticos de La Serena. Su papá todavía no lograba que su empresa de repuestos de autos se convirtiera en la flamante automotriz que era ahora.

Gaspar y Nahuel (13.10.2015)

El sol se esconde y apenas entibia el interior del aeropuerto de Santiago. Detrás de las paredes de cristal y fierro, dentro del recinto, Nahuel está a la espera de Gaspar hace más de tres horas, y las imágenes de sus facciones parecen deformarse dentro de su cabeza. Esa ceja gruesa e irregular se mezcla con la fotografía mental de sus labios finos, los mismos que quedaban ocultos tras su barba rojiza, la misma que le hacía cosquillas cuando se besaban. El cabello y la nariz toman una forma indefinida. Todas las imágenes se mezclan, creando una masa amorfa que lo atormenta.

Las manos sudorosas no le permiten ni siquiera poder usar su teléfono para distraerse mientras espera. Puede sentir algo así como una aceituna en su garganta, que lo lleva a experimentar cierta desesperación en algunos momentos. Durante esas horas, no le queda más que ver a toda la gente circular, gente que de cerca parece feliz al reecontrarse con otros o al subirse a aviones para ir al encuentro de ellos, pero que desde donde él está sentado, parecen insignificantes, como hormigas huyendo del agua.

Cuando el último rayo de luz deja de encandilarlo, su pierna inquieta al fin se detiene y un silencio interno lo invade por completo, justo cuando un avión despega hacia algun destino desconocido. Ve a Gaspar cocinando, leyendo un libro recostado en su lado de la cama, conversándole en el pasillo de algún supermercado. Sí, Gaspar se ha retrasado. Seguro que Gaspar ya viene.

***

La botella de vidrio giró una y otra vez en el centro del living hasta apuntarlo. Entonces Nahuel se le acercó nervioso frente a la mirada curiosa de Marla, con el corazón retumbando bajo su pecho. A unos centímetros de su boca, pudo percibir el olor a cerveza mezclado con el de su aliento dulzón, como el de un bebé. Cerró los ojos intentando no pensar en nada y lo besó. Esa noche, reunidos con dos amigas y dejándose llevar por la calentura y el alcohol, Gaspar y Nahuel se conocieron.

Quizás sería mejor utilizar la palabra re-conocieron, porque lo cierto es que eran cercanos desde hacía dos años, cuando disfrutaban de las libertades de ser quinceañeros. De hecho, sería aún más apropiado decir 'descubrieron', ya que fue en aquella desenfrenada reunión en la casa de Marla cuando al fin pudieron verse mutuamente, conocer en detalle las facciones en sus rostros de niños transformándose en hombres, sus barbas incipientes y, luego de ese beso, incluso comprender las aristas de sus personalidades, que tenían mucho más en común de lo que creían. Una noche que unió sus caminos, hilvanando dos historias distintas que crearían un nuevo bordado, particular e imperfecto.

Después de esa fiesta, y tal vez por todos los acontecimientos que vivieron juntos, la velocidad a la que avanzaban sus vidas aumentó. Terminar el colegio, asumir la homosexualidad, los primeros amoríos, decidir qué harían con sus vidas y luego ingresar a la universidad; todo sucedió en menos de cinco años, percibidos como si hubiesen sido uno solo, el más intenso de sus existencias.

Con una amistad forjada sin líneas definidas ni límites claros, pasaron la barrera de los 20 sintiéndose atraídos el uno al otro, unidos por una hebra invisible que equilibraba sus energías y los hacía confluir de una manera misteriosa. Atrás quedaba el mal genio de Gaspar o las profundas inseguridades de Nahuel, más cuando, dejándose llevar por el cauce de sus emociones, exploraban sus cuerpos. Sin decir nada, se metían juntos a la cama sabiendo que en ese momento de intimidad olvidarían cualquier cosa que los acongojara.

Fue ese año, 2007, cuando Gaspar y Nahuel dicidieron dejar Antofagasta e iniciar una vida ju tos en Santiago, seguros de que la ambigua amistad de casi una década no era otra cosa más que amor.

***
Publicidad fue la opción que eligieron, aunque en diferentes universidades de la ciudad, y no les fue nada mal. Recién titulados ya tenían un trabajo, lo que les permitió vivir con cierta comodidad en un pequeño departamento en los alrededores del Cerro Santa Lucía. Nada del otro mundo, decía Nahuel a sus colegas, recalcando siempre que eran muy felices, a pesar de lo poco. Y sí, efectivamente lo eran: tenían una relación estable que muchos de sus cercanos hubiesen querido, y además eran capaces de compartir su tiempo con los demás, por lo que su círculo de amistades era común.

No se trataba sólo de sexo o compañía. La relación que forjaron funcionaba como un campo de fuerza, en el que nada ni nadie podía irrumpir con facilidad. Luego de tantos años en una ciudad pequeña, adaptarse a la realidad capitalina no resultó nada facil,  mucho menos el hacer amistades con personas tan diferentes a ellos.  En la comodidad de esa burbuja, dependían el uno del otro, como un sistema que no funcionaba si faltaba alguna de las partes.

Nahuel era para Gaspar como un santuario de paz, un lugar íntimo y de pertenencia en donde ahogar cada sentimiento de inquietud. Si bien no era una persona introvertida, la desconfianza que sentía hacia sus colegas lo llevaba a interponer una barrera con cualquiera que tuviese la intención de cruzar el límite establecido. A veces pensaba que Nahuel era el equivalente a su mundo, imaginándose una vida completa tan sólo de ellos, protagonistas de una historia secreta que no revelarían a nadie.

Para Gaspar, sin embargo, la realidad era distinta. En los últimos meses, una ambición desconocida echaba raíces bajo los cimientos de su relación, remeciendo cada cierto tiempo la estabilidad que habían alcanzado. El deseo de ser alguien distinto, gatillado quizás por la monotonía y la rutina de sus días juntos, despertó un espíritu indómito que no sabía llevaba dentro de sí, y que lo llevaba a buscar nuevas experiencias.

Son lindos los chiquillos, se complementan tanto. Se ven tan bien juntos. Cuando terminen dejaré de creer en el amor. Frases de sus cercanos que escuchaban con frecuencia y que surgían en los momentos en que ellos se demostraban su amor en público con una naturalidad que sorprendía. Fue por eso misma razón Marla, la amiga de eternas aventuras, decidió hacer una fiesta para celebrar los seis años de relación de sus “queridos hermanos”, como ella los llamaba. Ante el anuncio de la celebración, se mostraron agradecidos, aunque ninguno fue capaz de conversar sobre lo que sucedía entre ellos.

Nahuel celebraba la noticia sin poder contener su ansiedad. Caminaba inquieto de un lado a otro, comentándole a su pareja a quienes quería invitar, la ropa que usaría, la música que debería sonar la noche de la fiesta. LA FIESTA, lo decía una y otra vez, y Gaspar pensaba que no era para tanto, que se trataba de una simple celebración, que no le importaba ni un comino el terno marengo del que hablaba tanto, intentando a la vez -sin éxito- hallar algún registro de ese color en su memoria. A pesar de eso, también adoraba su actitud infantil, la verborrea causada por la emoción, y el brillo de sus ojos como dos linternas iluminando el pequeño universo mutuo que habían constuido. Mirándolo desde esa perspectiva, confirmaba cuánto amor sentía por él, un amor que no sabía de límites. Él era el hombre de su vida y no necesitaba a nadie más, lo que era una verdadera certeza.

***
Caminaban tomados de la mano por Providencia en dirección al departamento de Marla, donde ya estaban todos reunidos esperándolos. Nahuel fumaba sin parar y el humo que dejaba salir de su boca llegaba al rostro de Gaspar, que siempre desaprobó aquel vicio de su pareja.  Además, la serenidad que caracterizaba su forma de ser de pronto comenzaba a esfumarse, en parte por la excitación desmesurada que exhibía. ¿Qué pasa si está Alejandro? Ese que te tiraba los cagados, ¿cómo no te vas a acordar? Un cuma, cuma cuma, no me gustaría que hablaras mucho con él, porque me carga. Ahí estaba otra vez su faceta más detestable y superficial a la que no encontraba una razón de ser. ¿Cuándo había surgido? ¿Por qué parecía haber otro Gaspar dentro del de siempre, del que lo enamoró? El no entender lo que sucedía lo irritaba de sobremanera, y Nahuel ya lo había notado.

Llegaron a la puerta de entrada sin haberse dirigido la palabra en los últimos 15 minutos del trayecto, aunque sus manos siguieron tomadas como por costumbre o necesidad, porque ambos sabían que durante esa celebración en particular no podían decepcionar a sus amigos. Las manos tomadas, el estandarte del amor que todos aplaudían. Estaban ahí, esperando que se abriera la puerta, Nahuel con los ojos incrustados en la mirilla, y Gaspar a su lado izquierdo, con la mirada perdida en el piso, sintiendo el peso de esas manos atadas por la fuerza de la inercia, cuestionándose por primera vez sobre ese hombre y su carácter impredecible. Uno, dos, tres y cuatro, contaba Gaspar, percibiendo cómo su mano se entumecía con el frío de una botella que sostenía con la mano desocupada, creyendo que la sensación gélida provenía de la otra, la atada. Era cruda la sensación del frío subiendo por su antebrazo hasta llegar a su hombro y congelando hasta la última fibra de su piel.

Entonces se abrió la puerta y apareció Marla dándoles la bienvenida, envuelta en un vestido rojo que dejaba poco a la imaginación. Su busto escapando por el escote, las piernas interminables apenas cubiertas, la espalda desnuda. Una imagen que a Gaspar por alguna razón incomodó, y que le produjo enormes deseos de escapar, volver a casa enseguida y olvidar todo ese asunto de los seis años. Bienvenidos, chicos, ¡felicidades! Aplausos de todos, que los observaban con las sonrisas tatuadas en su cara, sin un ápice de verdad. Amigos de los amigos, desconocidos abrazándolos, champaña y regalos y Nahuel estallando de felicidad en ese preciso instante en el que soltaba su mano como en cámara lenta, sin siquiera mirarlo de reojo, para desaparecer en una nube de cumplidos y conversaciones frívolas. Fue un inicio difícil, pensó, mientras terminaba de saludar a una pareja para luego buscar a alguien con quien sentarse a beber una copa de vino.

Vio junto a la ventana a Javiera, sentada en el borde de un sillón de tres cuerpos desocupado. Parecía sentirse tan fuera de lugar como él dentro del departamento de Marla: sus movimientos delataban nerviosismo, en especial  al tocar repetidas veces su cabello o al girar la cabeza buscando un lugar al cual dirigir la mirada, evitando todo tipo de interacción. Gaspar sintió un gran alivio de verla ahí como su salvavidas, y se acercó enseguida a saludarla.

-Hermoso, qué rico volver a verte -dijo ella dándole un gran abrazo-. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?
-Estaba por ahí, tú sabes, con Nahuel…

Javiera intentó esbozar una sonrisa y él supo de inmediato que las cosas no habían cambiado, a pesar de los años. Ella seguía siendo la misma de siempre, una mujer reservada e introvertida, con una personalidad tan hermética como la suya. Todavía era incapaz de mirarlo a los ojos y le temblaban las manos al hablar. Además, su belleza adolescente también se había mantenido a lo largo del tiempo, aunque ahora había algo que endurecía su mirada. Pensó que podía ser su nuevo color de pelo, negro azabache, que le confería cierta frialdad; parecía una verdadera esfinge del hielo. También comprendió que aún desaprobaba a Nahuel y que probablemente todavía guardaba la esperanza de que, como por arte de magia, de pronto él decidiera estar con ella.

Conversaron un rato sobre sus vidas, al margen de todo lo que sucedía a su alrededor. Gaspar se esforzaba por hacerla sentir cómoda, como siempre lo hacía hasta lograr atravesar la pared que interponía con todos, incluso con él que tanto la conocía. Con una habilidad de psicoanalista de la que él mismo se sorprendía, entablaba diálogos cuidadosamente, yendo desde temas tan cotidianos como el tiempo en Santiago o los gatos hasta inmiscuirse en sus asuntos más personales, que lo ayudaban a entender el actual estado emocional de su amiga. Esa noche no fue la excepción, aunque Javiera parecía más hermética de lo normal, más aún cuando Marla los interrumpía, insistiéndoles que fueran a bailar con los demás u ofreciéndoles más copas de champaña que ella misma se bebía frente a ellos, como queriendo decirles lo aburridos que le resultaban.





C I N E (15.6.2015)

I

Mi día comienza cerca de las nueve de la mañana. Despierto sin mayor dificultad apenas suena la alarma del teléfono. Voy al baño, tomo una ducha rápida y me visto con el terno azul marino. Sólo la camisa varía, aunque la gama de colores jamás se aleja de la sobriedad: blancos, grises o negros, siempre bien planchadas y con el cuello cerrado hasta el último botón. Pongo unas gotas de mi perfume favorito en el cuello, ese que mi madre detesta, porque considera vulgar. Lustro mis zapatos negros, tomo mi maletín de cuero y salgo.

Voy hacia Plaza de Armas por Calle Merced, generalmente por la vereda del lado izquierdo. En ocasiones prendo un cigarro para amenizar la caminata. No es que sea un adicto a la nicotina, pero no puedo negar que disfruto del humo invadiendo mis pulmones en aquellos días más fríos.
Durante esas seis o siete cuadras, observo con atención todo mi entorno: la arquitectura, las personas que comparten mi ruta, la señora de la tiendita de verduras y sus perros obesos alrededor, el chino del local de baratijas, los restoranes vacíos, los bancos repletos. La ciudad y sus matices producen una enorme fascinación en mí, al igual que todas esas expresiones vacías tan propias de sus habitantes sumidos en su monótono existir.

Pero no es hasta un par de cuadras antes del corazón de Santiago cuando puedo, por alguna extraña razón, adivinar a quienes se cruzan en mi camino. De pronto empiezo a descubrir sus emociones reflejadas en los rostros: veo la preocupación, percibo la angustia, el miedo y a veces la felicidad que están sintiendo. Basta con un solo cruce de miradas para saberlo. A veces siento el dolor de esos desconocidos, aunque jamás he logrado dilucidar las razones o causas. Por lo mismo, construyo sus historias de vida en mi cabeza para saciar mi curiosidad, defino sus traumas, esbozo sus miedos. No invento soluciones, porque no son mi problema. Mera curiosidad.

Atravieso la plaza, escucho a los evangélicos, las conversaciones de los viejos jugando ajedrez, las prostitutas intentando combatir la resaca, a los dementes caminando errantes en busca de algo para comer, beber o fumar. El ruido de los autos y el rumor de tantos individuos diferentes. La efervescencia de las calles suele excitarme de golpe en ese preciso instante de cada mañana.

Los portales de la Plaza de Armas son un buen lugar para desayunar. Ahí, paseándome frente a las vitrinas que exhiben completos, hamburguesas y chorrillanas bañadas en mayonesa rancia y endurecida por el paso del tiempo, decido donde comer. No importa mucho el lugar mientras el precio sea bueno, la cerveza helada y el pan de no más de dos días. Si es que no llevo un libro en mi maleta, me dejo llevar por lo que estén viendo en los televisores de los locales al momento de elegir. Ver el resumen del partido de fútbol del día anterior o a alguna guapa conductora de matinal siempre es un agrado, una buena forma de empezar la jornada. Si hay poco tiempo, prefiero comer parado en los pequeños negocios de afuera, los mismos sobre los que las palomas hacen sus nidos y comen en compañía de uno. Suelo darles mis sobras.

Hoy, como todos los días, a eso de las 11 estoy listo para empezar mi momento de satisfacción. Después de comer, cruzo la plaza, esta vez para dirigirme a la galería situada a uno de los costados, esa compuesta por dos largos pasillos que atraviesan una cuadra entera y que terminan en calle San Antonio. Al entrar, las luces de neón reflejadas en los vidrios rotos de una tiendita de libros me encandilan. Cuando logro acostumbrar la vista al exceso de luces artificiales, puedo ver con claridad la antigua tienda de discos que sigue ahí, como si los embates del tiempo y la tecnología no hubiesen logrado acabar con ella, ofreciendo las bandas sonoras de teleseries antiguas, los casets de rancheras, los singles de grupos de rock olvidados y todo tipo de música que nadie compraría. Más allá, al fondo, tres tiendas de ropa interior atendidas por ancianos miopes y calvos, que comentan sobre el tiempo y los estragos que causa el agujero de la capa de ozono. Las joyerías, ubicadas en ambos pasadizos, compitiendo por vender collares toscos, las imitaciones de plata, los prendedores de oro, las cadenitas de la virgen María que a mi madre emocionarían hasta las lágrimas. La tienda de peluches, el polvo suspendido en el aire y la insoportable sensación del inicio de alguna reacción alérgica. Va y viene la gente, los colombianos y peruanos acarreando comida de un lado a otro, uno que pasa sobre el piso que limpia un hombre con delantal azul y que tiene una gran cicatriz en la cara. Discuten, mientras al otro lado una mujer apura a una peluquera para que le haga su tinte nuevo. La adrenalina me acelera y apura mi paso. Domino la ansiedad, seguro de que será una gran mañana. La luz proveniente de las  lámparas rococó que cuelgan desde el techo, tiñéndolo todo de un amarillo fluorescente, me hacen perder la noción del tiempo por un segundo, en el que olvido que ni siquiera es mediodía.

Al fin llego a la escalera que me lleva al subterráneo, justo en donde está ubicado el Cine Mayo. 16 peldaños que desciendo mientras la oscuridad empieza a cubrirme por completo. Una oscuridad azulada, húmeda, vertiginosa, que sólo se ve quebrada por la luz proveniente de la boletería y de los carteles promocionando películas pornográficas de todos los géneros existentes. Me acerco al vidrio de la taquilla, tras el cual una mujer grande y regordeta se lima las uñas, que más bien parecen alargadas y peligrosas garras, mientras fuma un cigarro que sostiene entre los labios. Señala con su amenazador dedo-uña el precio del boleto escrito en un cartel ubicado sobre su cabeza. No me dirige la palabra, ni tampoco una expresión facial clara o definible. Parece sacada de otro planeta con su pelo rubio platinado, sus enormes aros y una blusa llena de lentejuelas. Pienso en Divine, la musa el John Waters, y no puedo evitar reírme frente a ella. Me mira con odio, o quizás es que mira así siempre y a cada uno de los seres que se le cruzan.

Luego del trámite de la boletería, me muevo rápido hacia la sala de cine, cuya entrada está cubierta por un telón rojo de terciopelo que sólo me deja ver los destellos provenientes de la pantalla. Un hombre parado en la entrada me dice algo que no logro entender, y sólo lo ignoro. No puedo evitar sentirme nervioso, como en cada visita antes de entrar. Cruzo la cortina y me encuentro adentro al fin: una enorme sala de cine, de esas antiguas, que probablemente fue algún agradable cine familiar alguna vez, uno del que poco y nada queda hoy en día. El olor a cigarro y el calor dentro de este lugar me azotan, al igual que las imágenes de una mujer siendo penetrada por dos hombres a la vez, sus pechos colgando y el sonido en estéreo de sus exagerados gritos.

Mientras mi visión se familiariza con esta oscuridad, distingo la silueta de al menos 30 personas, algunas sentadas en las viejas butacas, otras de pie, quizás observando, o sentados en pareja, perdiéndose en medio de ese salón en el que parece no haber un tiempo definido, en donde las horas avanzan sin aviso o señal, exterminando mi noción espacio-temporal.

Todo parece un gran juego de sombras, como un telón chino en el que las figuras se fusionan y se entremezclan sin parar. Me acerco a una de las butacas de la última fila y tomo asiento. Frente a este escenario, no deseo ver la película, nunca quise verla. Vine aquí por placer, único objetivo de esta gran simbiosis humana.

Me dejo llevar por el juego.  Nada de besos o caricias; no busco afecto. Quiero satisfacción, sentir placer, perderme en la intensidad de mis sensaciones. Un lugar en el que logro ser parte de todo, conectado con algo que me hace desear vivir esta experiencia una y otra vez. Aquí sentado, mientras un desconocido - al que ni siquiera le he visto la cara- me toca, puedo percibir la realidad de una manera más sencilla. Veo al padre de familia que vino ayer sentado en esta misma butaca, disfrutando de este festival de inhibición, olvidándose de las emociones y sentimientos que bloquean su actuar animal. Veo al adolescente confuso, que hace unos días sentía miedo y curiosidad cuando un hombre lo besaba entre estas butacas. Es ahora cuando olvido el call center, la necesidad de compañía, la incomprensión humana. Todo cobra con ellos, cuando se inicia el trance a la utopía de mi vida. La utopía sin convenciones sociales, donde el amor se eleva y se hace nada, se confunde con el instinto, se convierte en el instinto. El amor se desploma, al igual que las leyes, las obligaciones. Las obligaciones de ser algo, de ser alguien, de ser, de querer.

Al salir, el sol ya se encuentra a medio camino, intentando iluminar esta ciudad que prefiere vivir en medio de la bruma que esconde cada uno de sus oscuros secretos.

II

Un cortado a la mesa tres, porfa. Sí, pero llévale endulzante, porque este no puede consumir azúcar. Si lo vieras en la noche a puro completo y cerveza, ¿creerá que eso no tiene azúcar? Andrea, vinieron a huevearnos otra vez por lo de la patente, ya se pusieron bien terribles estos gallos. No se te olvide que mañana sí o sí tiene que estar listo ese asunto o nos vamos a la chucha y nadie nos salva del pencazo de la señora Gladys, así que no la caguís. Hola, corazón, ¿un cafecito?

11 de la noche. La mesera me mira con sus enormes ojos negros y sus pechos amenazantes casi escapándose de un pronunciado escote. Su expresión de confusión me lleva reaccionar enseguida. No, mejor un ron por favor, le digo, y ella parte otra vez al bar o lo que sea ese desastroso lugar en el que se acumulan botellas vacías, máquinas de café oxidadas, loza sucia y limpia y rota y cubiertos y probablemente una gran plaga de cucarachas. Una mujer voluptuosa que mueve su hermoso cuerpo a cada extremo de este café. Su piel oscura y brillante, la pequeña faldita cuadrillé dejando ver sus piernas que cambian de color con tanta facilidad: de rojo a verde y de verde a azul, para convertirse en un nuevo color que no puedo identificar con claridad. El reflejo de la bola de espejos haciéndola mutar, transformándola a cada segundo, bañándola en colores. La Marylin Monroe mestiza, no podría ser otra, si le falta el puro vestido blanco.

Va y viene la mujer y le pregunto el nombre. Se llama Natalie, aunque no revela su apellido a nadie. Trae mi trago acompañado de una mirada coqueta y juguetona. Es tan hermosa. Río y ella ríe también y, apenas se va el hombre ebrio al que atendía, viene y toma asiento junto a mí. Qué pasa, corazón, ¿tan solito y tan tarde? Le cuento que trabajo en un call center, un empleo de mierda, al igual que mi jefe y su insoportable halitosis, que me pasé por aquí un ratito para olvidarme de la rutina y de los clientes enajenados porque no hubo cobertura en sus teléfonos durante toda la tarde. Relájate un ratito, corazón, que ya pasó lo más terrible y ya estás acá, mejor mañana mismo vas, compras el diario y te buscas una pega nueva más bonita. De pronto, nos interrumpe una música estridente que proviene de las pantallas instaladas en una pared llena de manchas. Suena algo así como una canción techno de los 90, de esas para hacer gimnasia.  Natalie me mira y vuelve a reír. ¿Viste? ¿Tú crees que esta música me gusta? ¿Qué escuchar esta música todo el día es agradable? Para nada, es una mierda, entre muchas otras cosas que son una mierda, pero debo aprender a vivir con eso.
Me quedo pensando en lo que acaba de decir y no puedo evitar sentir un poco de pena. Quizás qué terribles situaciones tiene que vivir aquí, con todos estos enfermos que se la pasan merodeándola. De todas formas, no es algo que me concierna.

Seguimos conversando por una media hora; el tiempo suficiente para fracturar la distancia entre dos desconocidos que tienen mucho más en común de lo que creían. Al igual que yo, ella no tiene grandes sueños, sólo metas a corto plazo, similares a las mías, tanto en su inmediatez como en su poca relevancia.

Hablamos del tiempo en Santiago, de lo helados que han estado los días desde hace unas semanas, de lo caro que es ir al cine, y hasta comentamos sobre gatos. Trivialidades, cuestiones sin mayor importancia. Pero hay algo en esta mujer que llama mi atención, y no es precisamente su busto ni su voz tan suave. Algo que no puedo distinguir bien, pero que me hace sentir muy a gusto. Intento descubrir qué me atrae con tanta fuerza. Tal vez es su pupila sobre la mía, la dirección de sus palabras, las variaciones en los matices de su voz en cada una de sus intervenciones... Estoy tan cerca de dilucidarlo cuando ella se pone de pié, invadida por una imprevista emoción, y me cuenta con urgencia sobre un sueño que tuvo. Una historia mental absurda, pero que a mí -en este preciso instante- me parece muy interesante y divertida. Algo así como que, en medio de la noche, dejaba de sentir su cuerpo y se convertía en aire, pudiéndose mover a cualquier parte. Lo mejor de todo era que podía, según relata, entrar en el mente de cualquiera, así que aprovechaba de dar un paseo por las cabezas de todos a quienes nunca pudo entender, para poder descubrir por qué actuaban de determinada manera.

¿Qué crees que significa, ¿no te gustaría poder hacer eso?, me pregunta con una expresión de profunda inocencia que me paraliza. Trato de reír, pero no lo logro. Entonces le digo lo primero que se me viene a la cabeza, que ese sueño no significa nada en particular, y que no me gustaría poder hacerlo, que no quiero entender nada sobre los demás, porque "entre más conozco al hombre, más quiero a mi perro". Digo eso último pensando en que sonaría gracioso, aunque ella no se ríe, es más, está perpleja, como si le hubiera hablado en otro idioma. Así nunca nadie te va a querer, señala intentando esbozar una sonrisa. Opto por cambiar de tema, pero el eco de sus palabras sigue sonando en mi cabeza.

Ha pasado un rato y el café se encuentra sin clientela. Estamos Natalie y yo en una mesa y  otras cuatro meseras casi desnudas apoyadas con desgano contra la barra, mirando el vacío. Voy en mi cuarto ron cola y me espera el quinto, que ella preparó con los restos de bebida y alcohol que encontró por ahí.

Noto que está cómoda sentada a mi lado, aunque estoy seguro de que habla conmigo porque ya no tiene nada mejor que hacer. Bebe con mesura, pero percibo cómo el alcohol poco a poco se le sube a la cabeza, soltándole la lengua y motivándola a contarme algunas cosas sobre su vida. El Pepe, un chofer de taxi del que se enamoró con locura, la abandonó hace ya tres años, dejándola con dos hijas pequeñas y una deuda con el banco que de seguro la atormentará por el resto de sus días. El mismo Pepe que hace una década la llevaba de paseo a la Quinta normal cada domingo, canasta de picnic en mano, para pasar una tarde romántica, con huevos duros, arroz graneado y vino tinto.

La observo con detención: sus ojos perdiéndose en los papeles que destroza con sus hábiles dedos al relatar una tragedia amorosa, la pierna moviéndose sin parar, sus manos gesticulando cuando explica esa antigua pena que parece no importarle, pero que sigue siendo pena, de esas que se incrustan en el corazón, una pena-astilla, infectada de rencor y maquillada con la más falsa indiferencia. No tiene conciencia de cuán transparente es, como un cristal pulido, permitiéndome ver cada una de sus aristas sin siquiera tomar conciencia de ello. Así de transparente es la Natalie.

Pepito, al que le dio todo su amor hasta quedar seca, se burló de ella para irse con una más joven. Historia sacada de teleserie, tan cierta, tan universal y vívida, incluso para mí, que siempre he intentado mantenerme alejado de esos terribles dolores que puede provocar el amor.

Es re fácil quejarse y no hacer nada, porque si de verdad quisieras algo diferente, mejor te vas a la montaña y te olvidas del mundo. Yo no odio a nadie ni odio lo que me tocó. Lo vivo no más, así, tal cual como me tocó. Eso es mejor que cualquier cosa. Es mejor que, por ejemplo, vivir quejándose sin hacer nada por cambiar eso que tanto odias. Le explico que no se trata de eso, que no me quejo siempre, que por favor no me mal interprete. Es sólo que prefiero no participar mucho de nada,  porque ahí es cuando uno lo pasa mal de verdad, cuando se involucra mucho en las cosas y se esperanza pensando que algo podría ir mejor y simplemente nunca sucede. Eso le digo, entonces ella se ríe otra vez y siento rabia, pero la disimulo, a pesar de que estoy algo ebrio y de la enorme posibilidad de que esta charla termine muy mal si sigue provocándome con sus risitas de adolescente. Entonces se pone de pie, saca una cartera de detrás de la barra y me dice "Un gustazo, corazón" para luego ir a la puerta de vidrio polarizado y sólo desaparecer. El "corazón" sigue sonando, como una eterna y constante reverberación que no hace más que retrasar mis pensamientos y mi actuar. Al fin logró percatarme de que Natalie se fue, de que ya es medianoche y de que me siento terriblemente deprimido. Salgo rápido del café para buscarla  sin tener claro qué le diré.

El centro de Santiago de noche en su máximo esplendor / Aquí y allá las bolsas de basura amontonadas, animitas urbanas / Ahí va la Natalie, puedo ver su espalda y la faldita que se menea, lejos, bien lejos / Corro frente a la catedral, ahí, tan imponente, e imagino a todos quienes entraron alguna vez y en que yo nunca lo hice / No sé por qué sigo a la Natalie / ¿A quién le gusta sufrir? / Ya estoy más cerca de la Natalie / No me agradan las iglesias, no me gusta sentirme mal por lo que hago / ¿Habrá ido la Natalie a la Catedral? / Ratones de alcantarilla que suben a la superficie y vuelven a bajar y dos ratones y tres ratones y cuatro, que suben y bajan sin parar / Sobre las alcantarillas vivimos sin saber mucho sobre ese otro mundo de los ratones / Yo tampoco sé de los ratones ni del mundo de la superficie / La Natalie se da vuelta y me ve a menos de una cuadra de distancia y se detiene / El tiempo se detiene / Me paro frente a ella y estoy nervioso / Vente conmigo ahora, Natalie, duerme conmigo.

Mañana pásame a buscar a la pega. La Natalie se ríe por centésima vez esta noche, se da la vuelta y sigue su camino a algún lugar desconocido, tan desconocido para mí como ese mundo paralelo de las alcantarillas.

III

La mañana inicia con los mismos colores, el mismo olor que se impregna en la ropa, las mismas caras de siempre. La rutina tampoco varía, aunque hay un objetivo esta vez: ver a la Natalie, ir por ella al trabajo sin tener muy claro para qué. Al menos sé que durante este día no tendré que inventar una propósito para cumplir con cada una de las actividades impuestas.
Salgo, voy al mall, pago unas cuentas, como una hamburguesa para llenar el estómago y otra vez estoy en la sala de cine, a oscuras, intentando disfrutar. Pero ya no me siento tan cómodo, porque pienso en ella cada cierto tiempo, incluso cuando veo una explícita escena de sexo en la pantalla grande, una realmente impactante, que podría dejar en shock a cualquiera. Hardcore japonés, retorcido y enfermo, sadomasoquismo oriental. Maldigo lo que veo y, por un segundo, también a la Natalie.

Antes de ir a trabajar, paso el resto de la tarde escondido en un café leyendo un terrible libro que una prima me regaló para mi último cumpleaños. Se dio el tiempo de comprarlo en una liquidación, envolverlo en papel de regalo, llevarlo al correo y hacérmelo llegar. Una prima lejana, a la que he visto tres veces en los últimos cinco años, se tomó la molestia de obsequiarme un mal libro, que llegó hasta la puerta de mi casa y que se convirtió en la principal razón de mi madre para aplaudir a su considerada familia, a quienes debo aprenderles y seguirles ejemplo. En lo personal, no hago más que despreciar su "honorable" gesto, recordando lo poco atenta que fue al no llamarme por teléfono y "cumplir" enviándome este presente.

Luego de unas horas, ya me encuentro en el viejo edificio que funciona como centro de llamados de diferentes compañías de telefonía móvil. Soy el encargado del área de reclamos, así que mi paciencia es tal vez la cualidad que mejor he desarrollado en el último tiempo. A pesar de ello, no soporto tener que trabajar aquí  por tan poco dinero. Por eso evito involucrarme en la triste fiesta que hoy se celebra y que nos regaló el gerente. Cerveza  en lata y asado de chorizo para alegrar a sus trabajadores, que comen a destajo y se embriagan hasta perder la conciencia, hasta olvidar sus existencias y así, aunque sea por un ratito, lograr desconectarse de ese mundo que detestan, con esas mujeres que no los satisfacen, sus hijos a un paso de reventar de tanto Mc Donalds y comida barata, y que sueñan cada día con tener alguna vez el auto del año, la hermosa casa en la cordillera y una modelito como esposa. Una vida imposible, igualita a la de esos futbolistas de elite que ven cada día en la tele, sus ejemplos de esfuerzo, superación y éxito.

Así llega a la noche y me atrapa más amargado de lo normal y medio ensimismado. Apenas es la hora de salida corro a mi encuentro con la Natalie, temblando de nervios sólo por saber que existe la posibilidad de que me haya dejado plantado. Sí, porque las puertas del lugar están cerradas y ni luces de vida adentro. Mis manos transpiran mientras camino de un lado a otro, mirando el reloj, recordando por qué odiaba tanto las citas. Personas se reúnen a mi lado, más citas, tantos encuentros por minuto, espacios de vida en los que detenemos nuestras existencias sólo para dejar a otros entrar en ellas. Por eso es que resulta tan duro esperar a alguien que nunca va a llegar.

Pero sí, llega la Natalie y respiro aliviado al fin. Se ve más bonita que ayer, vestida elegante y sobria, sin el uniforme vulgar ni el maquillaje azul eléctrico. Lleva el pelo ordenado en una trenza y un agradable perfume emana de su cuello. Me explica que hoy les hicieron cerrar el café por un asunto de la patente, así que aprovechó el día para ir a la peluquería y almorzar con una de sus hijas. Está contenta, más que ayer, e igual de efusiva y conversadora. Que no le había dicho mi nombre ni mi signo ni nada de eso que es tan importante cuando uno conoce a una persona. Así que Nicolás, un Sagitario. Fíjate que yo no tengo idea de esas cosas, pero una prima siempre inicia así las conversaciones con cualquier desconocido, preguntándoles por su signo, porque así sabe bien si le conviene o no tener algo, aunque sea un revolcón. Sí, porque en un revolcón uno también se involucra energéticamente con el otro, sí, eso me dijo mi prima, y creo que tiene razón, así que hay que tener cuidado.

No sé cómo sucedió, pero no hay diálogo. La Natalie, en un espontáneo ataque verborreico,  se ha sumergido en un desagradable monólogo, plagado de elucubraciones sobre esoterismo y astrología que me crispan los nervios. La escucho, aunque ya no puedo evitar ser invadido por un profundo desinterés. Caminamos al Bar Don Rodrigo, un piano-bar de estilo inglés ubicado justo detrás del Cerro Santa Lucía, y ella aún habla como si se fuera a acabar el mundo. Que le encantan los pianos, que su tío tenía uno que ella tocaba desde pequeña, que se sabe la Polca de los Perros. Empiezo a analizarla con cuidado, evitando ser muy evidente. Entonces lo comprendo: es una mujer terriblemente sola, deseosa de compartir con alguien lo poco que hay de bueno en su vida. Es, al fin y al cabo, más humana que yo y que muchas personas, porque se deja ver tal cual es, sin máscaras o caretas. Saca lo peor de sí sin tener miedo de quedar mal o verse tonta, tal como ahora.

Pensando en eso, me atrevo a hablar y ser sincero, justo cuando ya nos hemos sentado en una de las mesas del bar. Le digo que me está aburriendo nuestra conversación, porque no he podido hablar. Mira su copa en silencio, como si ya hubiera sabido que le diría algo así. Intento explicarle que no es un ataque personal, sino una sugerencia, que es mejor que la conversación la hagamos juntos para que nos conozcamos más. Levanta la vista y me mira fijamente. Al ver sus ojos llorosos, descubro que la he herido.

¿Acaso yo no te escuché a ti ayer? Fui atenta, me interesé en ti y en tu vida, pregunté más. Pero no dijiste nada, casi nada sobre ti, como si todo en tu vida fuera un secreto. Entonces ahora me animo a contarte de mi vida a ver si desembuchas algo, ¿y me dices esto?, ¿que te aburro? Si hubiera sabido que vendría sólo para esto, mejor me quedaba en casa. Quédate solo. Eso va a pasar, porque es lo único que muestras de ti: que estás solo en este mundo y que ni siquiera te interesas en cambiar tu vida. Por eso te vas a quedar solo.

La Natalie sale del bar y no alcanzo a decirle nada. Tampoco sé bien qué decirme a mí mismo o qué sentir. Podría ser culpa, pena o indiferencia, pero no, no es nada de eso. Siento algo que no puedo identificar y que ha empezado a ahogarme de un momento a otro. Camino a mi casa con la mente en blanco, viendo a los ratones hacer sus vidas nocturnas otra vez.

IV

Despertar, salir y caminar hacia el centro. El frío me pone de malas apenas pongo un pié fuera de casa y el deseo de dormir todo el día se vuelve constante. Por eso, hoy más que nunca, anhelo que las horas pasen y que otra vez sea de noche para meterme en la cama.

El trayecto se convierte en un exasperante viaje, en el que mi cuerpo y mi organismo parecen rechazar la presencia de los demás. Por más que intento conectarme -como siempre- por medio de una mirada efímera con ese mar humano, algo no funciona como el resto del tiempo. Y, a pesar de que puedo sentir cómo una energía me impulsa a internarme otra vez en la repetición eterna de cada uno de mis días, no existe esta vez un gozo ni una insignificante pizca de agrado o regocijo, al situarme tras este vidrio a ver a la gente pasar. El cristal se ha trizado ineludiblemente,  desechando de una sola vez la posibilidad de resguardo, y sacándome sin previo aviso de mi cómodo balcón. El pánico se desata y la visión, como nunca antes, es borrosa.

Me desplazo con prisa hasta llegar a la Plaza de Armas, buscando la anhelada tranquilidad que extravié. La imagen de la Natalie se multiplica en cada grieta y rincón de las calles, invadiendo mis pensamientos. Son sus palabras las que entran y salen de mi cabeza, cubriéndolo todo, deconstruyendo la realidad, cambiándola por completo. Ya no pareciera ser tan fácil estar ahí, siendo el mismo espectador del tiempo, porque una frecuencia ajena ha intervenido la mía, alejándome de mi lugar.

Pienso en el cine como la más infalible salvación. Corro asustado en esa dirección al verme rodeado de seres reales, de carne y hueso, dueños de historias ciertas, con grandes dudas y temores, ahora por completo reales. Cruzo la cortina roja que me separa del otro mundo, para iniciar una búsqueda desesperada, ansioso por recuperar mi lugar en primera fila. Pero aquí también algo falla. Estoy sin armas, vulnerable, fuera de mí, atrapado entre redes tejidas entre estos seres y los del exterior.

Los mismos de siempre, paseándose entre las filas de asientos, ahora no parecen esos personajes anónimos. Tampoco lucen como los seres indiferentes y altivos, felices de vivir en el borde, justo detrás de la delgada línea. Hoy, tanto ellos como yo, fuimos expulsados de la trinchera, obligados a mirarnos a la cara y comprender que hay algo más.