Fue un verano bien caluroso. Hubo muchas de esas tardes con nubes de polvo
elevándose por los aires, pegándose en nuestros cuerpos jóvenes, casi
adolescentes. Y andábamos así, sucios y transpirados, recorriendo las calles de
esa pequeña comunidad nortina con olor a mar. Éramos tú y yo cuerpos hermosos, aletargados
por las altas temperaturas y el buen sexo propio de una relación que recién
comienza. Los dos caminando, capturando la atención de las mujeres en el
centro, sin que supieran lo bien que nos la pasábamos en las camas de cada una
de las hostales por las que pasamos. Lejos de casa, una pareja de enamorados que
no lucía como tal, que se ocultaba en la masculinidad de sus facciones, barbas
y ademanes. Contigo me sentía caminando junto al mejor amigo, ese compadre
con el que un buen macho se toma sus chelas en un antro de mal morir mientras
comentan sobre las ricas tetas de la mesera, que igual debe ser harto puta.
Estoy seguro de que esa imagen errónea proyectábamos: una imagen opuesta a la
fotografía que configurábamos cuando se terminaba el carrete y el alcohol
corría furioso a través de nuestras venas, llevándonos a fundir nuestros
cuerpos, a ser uno solo.
Así fue cada día de ese febrero, que sigue vivo en mis recuerdos / Días de complicidad,
de despertar antes del mediodía y salir a las calles a ver si conseguíamos
algunas monedas extra para comprar cigarrillos y cerveza / Una complicidad
eterna en nuestras miradas / Tu expresión de deseo que podía percibir desde una
esquina a otra mientras pedíamos limosna a los transeúntes / El sol quemando
las cabezas y tus piernas doradas moviéndose con habilidad al atravesar las
calles en medio de tu espectáculo teatral / Disfruté cada momento viéndote
sentado desde las veredas, orgulloso de tus grandes habilidades
artísticas, deseando en secreto la pronta llegada de la noche para tenerte en
alguna cama otra vez y sólo para mí / Horas observándote para concluir
nuevamente que mi amor por ti era ilimitado / Los minutos pasaban rápido / Los
minutos / Los minutos eran música / Esa música que recolecté para nosotros
pensando en cómo sonaríamos si ambos fuéramos melodías.
Playa, largas tardes de juegos en el mar y toqueteos
descarados bajos las claras aguas que nos rodeaban. Creamos un lenguaje único
con la espuma del mar y los besos con sabor a sal que te daba cada tarde. Ambos
manejábamos esos códigos secretos y esculpíamos en el líquido efímeros mensajes
sobre nuestras vidas. Una rutina inconscientemente obligatoria que continuaba
con tu mano agarrando fuerte la mía y ellos mirándonos desde la playa, burlones
y jocosos y yo sin miedo y tú reías y me besabas de nuevo mientras intentaba
sacudir la pequeña toalla que compartimos cada día. Olor a protector solar mezclado
con el tuyo a tabaco y cerveza caliente. El sol se posaba sobre el océano y nos
mirábamos por debajo de nuestros brazos, tumbados en la arena, a veces
excitados, a veces tiernos, a veces todo y a veces nada. Y justo en ese momento
cuando el último rayito de sol iniciaba su melancólica despedida, me mirabas
directo a los ojos y decías que me amabas como nunca lo habías hecho, que yo
era todo para ti, que te quedarías toda la vida así, viviendo de esa rutina
alimentada por el amor y la pasión. Sellabas la sentencia con un largo beso y
luego tocabas muchas horas tu guitarra, desconectándote por completo del mundo.
Silencio. Sólo el mar. La Guitarra y mi canción. Tu canción. ¿Y si nos
quedamos así para siempre? Mirabas el horizonte y tocabas esa canción una y
otra vez. Te amo, te dije. Y estabas lejos otra vez, pero no me importaba.
Quiero esto para mí, tú eres para mí, tú eres mío. Temo que se acabé, pensé,
pensaba. Todo acaba y ojalá no tuviera que ser así con esto. Ojalá se repitiera
para siempre el mismo día, el mismo aroma, la misma arena suspendida en el
aire, los mismos cuerpos cómplices. Nada me interesa más que este momento.
Un día
desperté en una cama que sí conocía y sin nadie a mi lado. En ese momento comprendí lo duro que a veces es el amor.-