Friday, December 03, 2010

Nazaret


Lo acompañé, porque estaba seguro de que sería el momento perfecto para decirle cuánto lo amaba. Me dijo que iba a ser una noche entretenida, de esas de reventón. Le creí. También le creí que no me dejaría solo en ningún momento. Pensé en el soundtrack ideal para hacer de esas horas las más increíbles de toda mi vida. No lo escuchamos nunca, pero no dejó de sonar dentro en mi cabeza. Nadie dijo nada en el trayecto, porque no había nada que decir. Nos bajamos de su auto y prendimos un pito de marihuana. Miré las estrellas y lo único que deseé en ese instante fue poder besarlo mil horas. Nos drogamos y reímos juntos. Mi risa fue casi como un acto reflejo, pero la verdad es que nada me producía gracia. No, en realidad me producían gracia sus labios inquietos y su charla sobre el arte de Dalí. Me reí, porque su bigote era idéntico al que usaba ese pintor. Caminamos juntos, pero separados por cientos de kilómetros. Entramos a la casa abandonada y el terror se apoderó de mí. La gente estaba ahí parada, riendo, fumando, bebiendo y conversando sobre asuntos que no me interesaban en absoluto. Quise tomarlo de la mano y decirle que nos fuéramos, pero él ya estaba muy lejos bebiendo una lata de cerveza en una barra mal montada junto a un gran Cristo de yeso. Lo miré desde mi rincón, a un costado del hermoso árbol de navidad hecho con tubos de neón. Cuatro tipos vestidos de negro bailaban horrendas canciones de Grace Jones. Una mujer envuelta en latex me sirvió vino tinto en una copa para martini. Vino tinto, mucho vino tinto. Pensé mil cosas que olvidaba de inmediato. Las luces se reflejaban sobre él, que no dejaba de hablar con un hombre vestido de payaso. Me paré con mi copa y robé una botella que estaba oculta en una esquina. Caminé por un pasillo interminable, oscuro. El olor a humedad me produjo asco. Sentí como si caminara sobre nubes. Dos mujeres se besaban mientras un tipo de unos cincuenta años les tocaba las tetas. Apoyado sobre la pared pintada de negro cerré los ojos. Mi soundtrack seguía sonando, aunque esas nunca fueran las horas más incríbles de mi vida. Las dos mujeres gemían. Mis manos estaban sucias, las sentía sucias. Limpié mis manos con unos kleenex que guardaba en mi bolsillo. De pronto él apareció a mi lado y me besó en la mejilla. Me tomó por la cintura y me llevó a una habitación desocupada. Me besaba sin parar, pero todo lo que hacía me parecía completamente insustancial. Insustancial era mi cerebro también. Tarareó una canción de Prodigy y se cagó de la risa. La tararéamos juntos mientras nos fumábamos un cigarro a medias. Dijo que me amaba, pero no de la manera en que yo lo amaba a él. Corazón indómito, pensé. El mío en cambio es un corazón vacío, es un corazón acribillado por su actuar, por su indiferencia, por su mirada que nunca se cruzaba con la mía. Le grité que por favor se fuera, que no quería volver a verlo nunca más en toda mi vida. Se fue sin decir nada y me sumergí en los pensamientos más lúgubres que jamás habían estado en mi cabeza y pensé en las tontas canciones que escuché cada mañana mientras lo miraba sobre su cama tocando guitarra con los pies descalzos y las películas que me recomendó y lloré casi una hora mientras dos adolescentes drogados me preguntaban qué me pasaba y les dije que odiaba ese lugar y que los odiaba a ellos también y se fueron y quise regresar a casa y dormir mil horas sin saber nada de lo que pasaba afuera y vomité y también vomité mi sweater de rombos cuando caí al piso frío y manchado con vino tinto.


Me quedé dormido en el suelo, con el corazón hecho trizas por la traición y la frente destrozada por la copa rota sobre la que caí. Recordé a Cristo en la entrada. Yo también era como él.-

Thursday, December 02, 2010

Dedos pal' piano


Ayer fue uno de esos días en los que lo único quieres es que todos se vayan un ratito a la mierda y te dejen de huevear y de darte malas noticias. Tenía que mandar un reportaje corto por mail a mi profesora antes de las doce de la noche del lunes, pero como soy un irresponsable, no alcancé a hacerlo a tiempo y lo mandé el martes. Ayer en clases me dijo mirándome con sus ojos azules “me duele en el alma ponerte el uno, porque eres de los aplicados”. Le respondí con una mirada de entre ternura y lamento y ella simplemente no me dijo nada. El uno iba seguro, así que la carita la hice en vano.


Unas horas antes, un profesor me estaba entregando un tres mientras se reía en mi cara, porque no había ido a la clase en que se dieron las intrucciones para hacer el trabajo. Estaban pisoteando mi moral frente a mis narices y yo seguía poniendo carita de pena. Llegué a la casa devastado e intenté pasar mi pena comiéndome tres panes y dos barritas de chocolate. Me vi engullendo desesperado y deseé que alguien estuviera frente a mí para que hiciera una arcada y me dijera que era un gordo patético, pero como no había nadie que hiciera eso por mí, seguí comiendo.


En la noche lloré un rato y al mismo tiempo me maldije por haberme venido a Santiago, por haber elegido estudiar Periodismo y por ser un porrito de lo peor. Me costó dos horas quedarme dormido y mi sueño duró sólo seis horas. Oye, pero no crean que mi historia es un melodrama, porque nada que ver. Hoy desperté mejor y lo primero que hice fue encender el computador para revisar la Pauta UPI, ese papelito que reciben los medios de comunicación para cachar dónde está la noticia. Y había un evento en el Palacio de La Moneda, una premiación que realizaba CONACE a la gente que más prevenía que los drogadictos siguieran metidos en las drogas. Ése evento me tincó.


Me duché rápido y partí al asunto, consciente de que meses antes (y un par de veces) ya había ido a huevear al hall de La Moneda sin lograr que me dejaran entrar a reportear. Al fin y al cabo, sólo soy un estudiante de Periodismo mal afeitado que anda mostrando su humilde credencial de prensa impresa en un papel barato y con una fotografía pegada en la que parece integrante de Illapu, ¿por qué me iban a dejar pasar?


Me hicieron esperar un rato. La recepcionista hacía llamadas a todas las oficinas del lugar, porque no tenía idea de quién estaba realmente a cargo de la ceremonia de la institución para los drogos (ya pues, déjeme pasar, gordis y te juro que te digo que el rubio te queda la raja, aunque te veas como las reverendas hueas). Me pidió mi cédula y me dejó pasar. Yo le sonreí agradecido y no le dije nada de lo que se me había ocurrido. Nunca tan patero.


Ahí estaba, en medio de La Moneda, ese lugar que siempre veía cuando pasaba por afuera, en la micro (que ni siquiera sabía donde tomar y a la que muchas veces me subí pensando que iba a un lugar al que, en realidad, no iba). “La ceremonia tendrá lugar en el Patio de las Camelias” me dijo un paco y lo único que pensé en ese momento fue en lo cursi que eso sonaba y en lo muy de viejamenopáusica que me resultaba. Me quedé parado como un imbécil esperando a que dejaran pasar a la prensa al mini patio donde iba a ser el famoso evento. Un cuarteto de huevones del Canal 13 hablában de mujeres ricas y tiraban tallas típicas de un happy hour de oficinistas.


Me acerqué a una gorda con polerón de estrellas a preguntarle sobre la ceremonia y, mirándome con una cara de mierda, me respondió que no sabía. Ella también tenía credencial de “prensa invitada”, así que estábamos en igualdad de condiciones. La gorda estrellada era bien mala onda como para no ayudarme en una de mis primeras salidas solo a reportear un evento cuático. Me senté un rato a esperar que nos dejaran pasar, comiéndome las uñas como estúpido y anhelando tener un cigarro para pasar la ansiedad.


Caché que la gorda estrellada se paró para entrar y la seguí (pero de lejos, porque temía por mi integridad física). Otro paco me pidió la credencial y, por fin, logré llegar al lugar de los hechos. Había un mix de gente: políticos, alcaldes, viejas culias, periodistas de universidad privada, gente de la Teletón (?), entre otros. Me extrañó no ver a ningún drogadicto metido entre medio, ojeroso y angustiado por conseguir algo de pasta base; le hubiera dado más dramatismo al asunto. Prendí la grabadora de mi sencillo celular, mientras los rubiecitos que me rodeaban sacaban su blackberries. Ya era hora de trabajar.


Terminado el evento, caché que una de las periodistas rubias se acercó a hacerle unas preguntas a la Alcaldesa de Recoleta, una señora alta, vestida media hippie e igual bien regia. Imité a la blondie; saqué mi celular y me puse a grabar mientras pensaba en qué preguntas hacerle. La periodista le hacía miles y yo aún no participaba en el diálogo. Entonces me metí entre medio y empecé a preguntar hartas cosas bien atinadas. Después de todo, no estaba tan mal al parecer.


Salí de La Moneda con una sonrisa. La mañana de hoy me arregló el caracho. Quizás esté semestre no ha sido el mejor en lo que respecta a desempeño académico, pero me di cuenta de que si “tengo dedos pal' piano”. No la cagué al meterme a estudiar Periodismo, yo cacho.-